ES LA PRIMERA VEZ PARA MÍ

En otoño se me caen los sueños a chorros, parecen pompas de jabón, hojas locas revoloteando; se amontonan en sitios sinuosos, inverosímiles, nunca en plaza firme de pueblo o ciudad cual inexpugnable fortaleza. Eso ni lo sueñes. No se plantan a pecho descubierto en la plaza pública, lugar de encuentros y cruces de saludos mañaneros, como dios manda. Una plaza donde desfilen vestidos de gala, con sus gloriosas insignias capturadas en el frente, los sueños, atravesados por balas, rojos, blancos, azules, negros con tanques repletos de fantástica metralla ahuyentadora de insomnios y mezquindades. Se trata de pérfidos derrumbes del edificio de los proyectos, y no es nada desdeñable, ya que “es la primera vez para mí”.

La ecografía plasmada duele. Con el duelo me purifico en tal púlpito. Pero está claro, lloro por inercia vital. A lo mejor por una recóndita venganza. Me coloco de plañidera a la cabeza del cortejo. Sospecho que encierra en lo subliminal un cariz alegre, de día festivo, deportivo. Tanto la práctica del tenis como el llanto podrían ser concebidos como actividades reales, ejercicio físico, aplicando la sentencia, mente sana en cuerpo sano. A veces me río de mi llanto, con la percepción de cómo cada sollozo es la mar de sano, un colosal respiro. Pero no cabe duda de la búsqueda, el intento llorar con acendrado sentimiento. Nada de teatro.

Asimismo exhalo sollozos, cuando una lágrima no tiene donde caerse muerta, una mirada musita en la oscura reja de una callejuela, la ternura acorralada de una sonrisa, o el sensual lunar ruborizado en la entrepierna. Pero la gente siente, lagrimea sin rodeos a la luz del día, a pleno pulmón, con conocimiento de causa, sabe donde le aprieta el zapato. Así acontece por ejemplo, cuando va a pique la nave de su vida, cuando el golpe del asesino siega al ser querido, o amarillos silencios llenan el vacío de la jaula. No me salpica tal suerte.

Mi caso no tiene cura. Discurre por oratorios iconoclastas, rancios cenáculos, desquiciados cauces. Si otros ríen, brincan emocionados en el umbral de una nueva primavera, mi órbita, en cambio, desvaría; deshecha la nieve en las cumbres de lo cotidiano me pongo los útiles de esquí; pero es que “es la primera vez para mí”, y me enredo, confundo pensamiento con sentimientos, tergiverso el sentir de seres, palabras y signos; semeja una olla de calabazas hirviendo en la volátil cabeza, y expelo lágrimas heridas a manta y se nubla el semblante de mi cielo. Luego desciendo arrastrado por la corriente a los mismos infiernos y apenas vislumbro vestigios de Eurídice.

Un cúmulo espeso se posa en las sienes. Comienza la lluvia con gotas incoloras o negras, gordas, suculentas como sucios gusanos, que se filtran y acrecientan en la escurridiza niebla del entorno. No es posible cortar por lo sano. Suavizar la llaga. Continúa floreciendo el grifo lacrimal.

Urge clamar a Júpiter ¡basta! Hasta aquí el límite. No desvirtúe, usted señor, la realidad. Antes de que las tormentas interiores hurguen con sus yemas los frágiles cables, alimenten ríos insufribles, o monte en cólera la marea de la sinrazón.

 Esa estampida de crecidas que transportan haces de lágrimas, hojas de afeitar de innobles rostros y amarillentos sueños de otoño desgajados en tibios bamboleos al compás de la ventisca, quieren como el pájaro carpintero entrar en la grieta del árbol en puertas de la floración temprana.

El deslizamiento de troncos y ramas empujados por el torrente del desarraigo existencial, en ocasiones, troncha el tronco de un colega que, desafiando a la madre natura, recoge rotas las esperanzas de un otoño que, en su inicio, brillaban con luz propia.

No es posible calibrar con talento que el casado en otoño coleccione hojas fútiles, provenientes de una juventud antaño soñada, el paraíso, si acicaló el edén de su propia primavera.

   De ser así, qué más pretendes, “si es la primera vez para mí”. Anteriormente nunca estuviste atado al duro banco. Vivías a tus anchas en el deleitoso campo. El agua discurría discretamente y podías saciar tu necesidad. A tu antojo. Te peleabas con tu sombra, que a fin de cuentas era la tuya. Luego todo se mudó. Pasó a ser de otra tu sombra. Y conviene recordar que “es la primera vez para mí”, y no te acostumbras.

  Alguien dijo que el celibato es una fábrica de chocolatinas celestiales, de vida placentera, palpando bocados de beatitud, atesorando santos avales para los altares, y  posteriormente adquirir en propiedad una preciosa parcela con hermosas vistas al mar “eterno”. Ríos de bendiciones, y sentados en la misma mesa del supremo Papa, el máximo Todopoderoso, en cuyas manos está el botón atómico de la felicidad completa.

   Por esos prados pasea el adagio, el buey solo bien se lame.

                                                  

                                     José Guerrero Ruiz