Emergiendo semivivo del huevo oscuro de la desesperanza se lanzó por un tobogán en pelotas a la búsqueda de un futuro halagüeño. Los días que amanecían nublados se sentía semivivo y se iba a la playa de poniente donde se bañaban las personas de su confianza. Aquellas que medio conocía por los achuchones en las colas del ayuntamiento, al cruzarse los domingos en la plaza y los lunes en el mercado. Principalmente la que siempre compraba en su misma tienda pan rústico y las mismas especias compuestas, embadurnados sus cuerpos de raros perfumes. Pero por más que lo intentaba no conseguía casi nunca obviar al vecino del cuarto, que le había tomado ojeriza y le daba con la puerta en las narices cada vez que coincidían en el portal.
Ni semivivo ni semimuerto tenían sus inquietudes remedio. En las tardes en que iba de semimuerto se gratulaba de los ocasos; bromeaba con los lienzos de puesta de sol; recogía cartones oscuros de cajitas de cerillas con rayitas de cebra. El seguro Ocaso contratado por su familia le mantenía la pose semimuerta sin hallar la razón de tales inercias. Era complicado descifrar la sintonía que sentía, tanto si se analizaba por lo que se entiende por muerto, nada de semi, o sea, una persona que no reza en este mundo, que no va a la cárcel ni puede robar ni hacer cosas feas con beldades en noches de invierno, como si se miraba desde otro ángulo, por lo que anhelaba en lo más hondo de sus entrañas, la vida; estar en forma, vivo, o ser un vivo, que pueda votar al bandido, vetar al mensajero cuando le entregue una mala noticia del frente, no importa el que fuere, fiscal, por puntos en la autopista, o por falsedad documental de un contrato erótico en los medios, aunque el aviso para evacuar el pésame a la familia del cuarto sería un inconmensurable cuponazo. Ni vivo ni muerto. Y menos ir por una ruta de semis. Ni saunas, ni a medio gas, ni mitades malparidas. Todo, y basta. Es que apuesto por la totalidad del ser, sugería. Sí por favor, rubricaba entre lúgubres sollozos.
Echaba un trago de quitapenas, semi-dulce, en la bodega de la esquina cuando se desquiciaba su equipo, y dos por la derrota del rival de toda la vida. Y se pegaba al semi-seco en días de baja autoestima. Le enloquecía la carne de membrillo, su contextura tentadora, lúbrica. La artrosis que padecía se achantaba durante el veranillo del membrillo. Tales olores masajeaban su parte dañada. Con ese ungüento se sentía rey de la creación. Un dios. El paso seguro, rotundo, pleno. Todo un hombre. Y no mentía, en realidad lo translucían sus gesticulaciones.
Cuando pequeño su padre le inculcaba aquello de andar con cien ojos; no podía ir por la vida como escarabajo moribundo, hecho un somormujo, con una podrida venda en las señas de identidad, y menos aún si los estadios existenciales se resquebrajan, y no hacen un corte de manga de macho o acaso de hembra, o ambos a la vez, y por ende no cuadra ejecutar ese rol de semi-vivo con todo entusiasmo, estando inmerso en un mar muerto, que sería el cariz presentado por un semi-muerto. Además, a nadie le gusta ver a un triste.
En ese trabalenguas hervía la mañana cuando el amigo rodó por un acantilado, no lejos de Maro, en la impecable moto que con los últimos ahorrillos se había mercado. Fue un golpe seco, esquinado, en la misma columna. Cuando llegó la ambulancia el amigo, que era un padre para él, repetía desesperado, sin darse un respiro, rápido, vamos, que está semivivo aún, manteniendo las constantes, y que se vislumbra fundadas posibilidades de escapar vivo. Hizo cuanto pudo para alejar del pensamiento el fantasma que le atenazaba de verlo en las páginas necrológicas de los lunes, en el fatídico menú de la DGT. La fría y pertinaz estadística. Por todo ello, y por lo que no decía, dejó volar la ansiedad con el pañuelo rojo que ese día secaba sus lágrimas, y frenético lo columpiaba en la torre de sus sueños, devorando segundos a la áspera espera hasta el traslado del semimuerto al centro hospitalario de los vivos.
José Guerrero Ruiz