TEXTOS TERTULIA ENTRELÍNEAS
José
Guerrero Ruiz
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FRESCO DE VOCABLOS
1. Era el aperitivo esencial de los lunes, que le servía para cicratizar las últimas heridas, y aunque lo que tomaba a lo mejor no era tan exquisito o bueno para su salud, sin embargo le ayudaba a afrontar la vida, y desnudarse por fin de una vez volando a la infancia, o tal vez a la reencarnación, y en llegando a este punto se le apagaba la luz del túnel.
Llevaba largo tiempo viajando con un enorme abrigo, por el frío que sentía, en busca de un sueño real o imaginario, pero con la condición de que fuese como un compromiso o una ruptura pactada consigo mismo, dispuesto a dar el do de pecho o el paso más difícil, el más arriesgado de su vida. Y seguía soñando…
2. Teodoro tuteaba a troche y moche a todos los tipos, tuertos o tripudos, que se encontraba por la vida, o que distraían a la desorientada turba, o a los listos que le turbaban en las tardas tardes de tórrido terral triturándolo. Y traficaba, desentendiéndose del trasiego tétrico que le tumbaba tan pronto como tosía sin pretenderlo. Estaba bastante triste al tocar la tinaja rota donde introducía el tinto clarete, y a veces tonteaba con variopintas tonterías, tanto que se maltrataba en los ratos más templados o incluso en los tensos, porque todo lo tentaba a ojos vistas o a tientas en su entorno, y lo intentaba sin titubear, y gritaba, listo, ya estoy listo, a los transeúntes y a los que se quedaban quietos quitándose las moscas que le aturdían, y volvía a gritar trotando de nuevo por los tenderetes del baratillo, a través de la tupida tapia recubierta, como por un arte mágico y tirititero, de extraños tulipanes, donde tiritaban brutalmente sus torpes tentaciones.
Todo aconteció en un instante, lo tuvo pero no lo retuvo, y se estrelló de inmediato en las tripas de la tempestad de la imaginación.
3. Cuando no le salían las cosas como él quería, se tiraba de la lengua o de los pelos a lo bestia, con tanto ímpetu que surtían los efectos más negativos, encontrándose en un estado inminente de galopante calvicie. Esto no le ocurría todos los días, sólo los lunes y los jueves, pero de vez en cuando se saltaba la regla sin poder remediarlo, y para evitarlo apretaba los dedos del corazón partío, y se revolvía con una fiereza inusitada, consiguiendo en muchos aterrizajes en la realidad salir airoso de tan calamitosos trances.
Cuando se hallaba aburrido, porque no encontraba la tecla o la forma de matar el tiempo, se enredaba en sí mismo o hacía locas cabriolas, o se daba duros puñetazos en el pecho, como si se sintiera culpable o condenado por los pecados capitales o de una aldea que había cometido, imaginando que estaba en misa, o se pellizcaba sin piedad los párpados o lo que palpase por las telarañas de su mente.
Pero no quedaba ahí su caprichoso juego de tocamientos o tortura encubierta o entretenimientos exploratorios, y, sin pensárselo dos veces, presionaba la nuca con gran aparato eléctrico y todo su coraje, volviendo a su estado de equilibrio emocional.
El que se bebía los vientos por Eufrasia, aquel día se bebió su cocacola de dos tragos, quedándose ella descompuesta y sin coca, y se levantó furiosa queriendo vengarse por la afrenta. Entonces rememoró la frase aquella, el pez grande devora al chico, y se tiró para él, que era casi un enano, arrancándole de un abrazo la oreja izquierda y no contenta con eso, le dio un mordisco de alegría, chupándole la roja sangre que a malas penas acudía.
4. Qué desgracia más atroz me ha sucedido en tan corta vida como tengo, pues nací en primavera en el nido que construyeron mis progenitores en la copa de un árbol, ayer prácticamente, como aquel que dice, y con qué mala intención me han tratado los humanos, pues me veo, en contra de mi voluntad, atrapado y deshecho en esta desalmada jaula, que, aunque me abastecen de la mejor clase de piensos y la bebida más selecta, pienso que lo aborrezco, hasta el punto de que no puedo conciliar el sueño durante la noche o el día, porque no sé cuando es de día o de noche.
Ayer se posó en la jaula, en el rato que me sacaron al balcón, un amigo, que venía muerto de hambre, y le ofrecí todo mi alimento, y no sabes lo que disfruté viéndolo apurar hasta el último grano que contenía.
Antes yo soñaba con grandes aventuras y conquistas en los pinos del bosque, volaba, bailaba, cantaba, me lanzaba en paracaídas o en picado y la gente me aplaudía a rabiar, ensalzando mi valentía y cualidades, pero ahora, en esta mazmorra donde estoy prisionero, nadie me mira ni me envía besos o guiños y me hincho de llorar. La verdad es que prefiero morirme…
5. Casi sin darse cuenta le fueron siguiendo los pasos los atracadores a través de cerros, barrancos y playas desiertas. Al cabo de un tiempo se percató del peligro que corría, pero las fuerzas le flaqueaban y no podía acelerar el paso, tropezando con las piedras del camino y un enorme tronco seco que iba a la deriva, reventándose el pie izquierdo del golpe, con tan mala fortuna que no había forma de cortar la sangre que le brotaba a borbotones.
Finalmente, cuando pudo, se desvió del sendero a fin de despistar a los malhechores, que venían con las peores intenciones reflejadas en sus rostros, pero a veces ocurren cosas muy raras, como fue el caso de aquel hombre, que a causa de la cicratiz del rastro que sembraba por el terreno, le pisaban los talones, y, sin saber qué hacer para escabullirse, por fin tuvo una feliz idea, zambullirse en una alberca que había a la vera del camino, y los bandidos, al perder el rastro de la cicratiz, pasaron de largo, viendo el cielo abierto.
José Guerrero Ruiz
TEMA LIBRE: LOS
SILBIDOS DEL VIENTO
En la reunión se escanciaron botellas de sidra y jarras y más jarras de cerveza y sangría, saciando la ansiedad y la sed los asistentes, que permanecían tiesos, casi en silencio, cosa extraña en estos eventos, en medio de un susurro de abejas que sonaba en los alrededores estrujando sus seseras, sumidos en las simas de si mismos, en el subconsciente, surfeando a brazo partido por la superficie de una sinfonía líquida, que les suscitaba diversos cuentos, miles de cuestiones y múltiples sensaciones, y desde aquellos mundos se disparaban ardorosos los corazones, o se escuchaban insólitos runruneos, mezclados con brisas de sal marina, asombrosas pestilencias de granjas cercanas y oscuros sinsabores, que más tarde asperjaban con vino blanco y vino negro sus rostros y las sábanas en las que se solazaban, que en ocasiones se desparramaban por las inmensas sabanas de aquellos parajes como lenguas viperinas, enviando eses o eses al viento, a los transeúntes o a los que solicitaban auxilio, a fin de sofocar sus flaquezas, el incendio interior o la exacerbada desesperanza que los subyugaba.
Aquel día no sufrieron ningún descalabro importante, parándose en seco en su presencia toda la instrumentalización orquestada a bombo y platillo, salvándose de la quema lo esencial de sus pertenencias y su sentidos, que en tales momentos estaban en máxima alerta, a sabiendas de que sotto voce les insuflaban sugestivos reclamos, como si fuesen tontos, ofreciendo suculentos productos exhumados de subterráneas salas de ultratumba, donde se guardaban los más exquisitos manjares para degustación de los espíritus de los faraones o similares en las lujosísimas pirámides, o extraían en su lucha por la existencia celestiales ondas de ultrasonidos perdidos por la atmósfera, que brotaban de las mismas entrañas de la tierra, como lenguas de fuego de un volcán en erupción, aunque sin saber a ciencia cierta si encerraban o no algún sesudo pensamiento, en ese resurgir de las cenizas impulsados quizás por una sabiduría salomónica o por ciertos poderes mágicos, de manera que alzasen el vuelo en pos de sus aspiraciones después de haber caído en los más bajo, sintiéndose aupados a nuevos horizontes, a nuevas metas, aunque estuviesen inmersos en las más resbaladizas contradicciones, de modo que no alcanzaban a succionar el apetitoso zumo que se les ofrecía en el desayuno de un rutilante amanecer, o el sumo bien por el que todos luchaban, sintiéndose asustados y privados de una luz que los iluminase, sin capacidad para salir del túnel o reaccionar, asidos como se encontraban al duro tronco que flotaba río abajo por donde discurrían, o encadenados a sigilosos canes que rabiosos exhalaban heridos ladridos entre negros nubarrones y ásperas sierras nevadas, que se expandían por el bosque, confundiéndose con las malezas, aulagas y romero en un inesperado beso en la espesura.
En los seísmos serios o los más insulsos, que nunca se sabe, masticaban azorados frases rotundas, robándose entre sí palabras o aforismos como, Más allá de la realidad que sufres, te espera la verdad de las cosas. Y así, de esa guisa, se sentaban al fresco en hamacas a las puertas de las casas rumiando entelequias, arañando el más allá, o sobre gruesas piedras que por allí proliferaban configurando colosales eses, despertando la curiosidad de los viandantes, por parecerse al fin de algo o a cintas de la meta de una carrera de sacos de un pueblo en fiestas, y al hilo de los avatares se interrogaban si se habría ideado semejante plan para probar el grado de estulticia o inteligencia de los seres vivos.
Atestaban la zona con inusitado estruendo, como cuando en los campos de fútbol tocan bocinas, silbatos o vuvucelas, o entonan al unísono himnos haciendo la ola contra los sentires arbitrales, propalando en aquellos sectores una resonancia descomunal, y después, sin esperar el final de la contienda, se echaban a la calle siguiendo el zigzag de los silbos de los alisios y el siroco cargado de polvo, que alisaba el terreno que les circundaba, sometiéndolos a sucesivas picaduras de insaciables moscardas y mosquitos o a las salpicaduras de la pertinaz lluvia, sin olvidar las frías corrientes o pulsos del cierzo y el ábrego, o los barridos de la tramontana, que cruzaban los aires ante la insensibilidad de los lugareños.
Muchas veces se asomaban por los ventanucos o balcones de las moradas, y aprovechando la calma chicha de las turbas se sacudían el peso de la insensatez con suma ligereza, llegando en ocasiones a sostener en el aire sus risas, por encima de los lloros, echando un pulso, ya que muchos asentían complacidos o ansiosos, y al cabo del instante por el que transitaban, en ese fugaz presente, aterrizaban felices o torpemente en el tejado de alguna mansión destartalada, o caían de bruces en las urgencias del hospital más próximo, pero los afortunados formulaban otras rutas de vuelo lanzando silbos amorosos, cuando aún sesteaban sin proponérselo, debido a que no asían la respuesta correcta con firmeza, de manera que satisficiese o sanase sus jaquecas, el tardío acné o los desvaríos, explicando en cierta medida la causa de su rebeldía y de los últimos rescoldos, y gestionando con parsimonia las cuentas corrientes con los amigos o con las hipotecas, y templaran las cuerdas del instrumento de viento que los mantenía en pie interpretando la cansina serenata, que fluía de la llama de los ancestros, de tradiciones seculares, señalando sin cesar el norte, el nudo del atolladero, la depresión o migraña que los enmarañaba, usando para ello el sentido común, la verdad de las cosas, aplicándose el cuento, lo que les acarrearía incalculables ventajas, sobre todo yendo a la realidad, como aquella conocida tribu, con su peculiar forma de saludar, yo soy porque somos, habibu, y evocar lo que en un vuelo advertía la abuela, diciendo socarronamente, pies para qué os quiero, y de un bote saltar de entre las tóxicas ortigas, que alguien había sembrado al socaire del risueño balanceo de gaviotas, silbidos de pastores o sirenas de buques que arribaban sanos y salvos a puerto.
En esas entremedias apareció por aquellos andurriales, alegre y confiado, un borracho, espetando frasecillas picantes, chascarrillos o historias de aventurillas amorosas, describiendo al andar, con el vaivén de piernas y brazos, chistosas eses, propias de ilustrados mamotretos medievales, y apostillando con tino para sus adentros, borracho yo, tururú, ps…ps…s…s… pegando repetidos hipíos.
-Osú, Gervasio, lo bonico que vienes hoy, quién lo diría.
-Pues mira, vecino, sabes una cosa, ps…ps…pos, coño, que me caigo, qué le habrán hecho hoy a la calle que la encuentro tan rara, pues como te decía, ya verás la cantidad de faltas que me ve a sacar mi mujer en cuantito me vea.
Había espinosas zarzas y malentendidos por los enrevesados senderos, no era fácil atisbar la otra orilla, faltaban grandes dosis de pundonor, y se arremolinaban en sus regazos o en las piscinas olímpicas que frecuentaban, o incluso cuando viajaban por los canales de Venecia con la imaginación o se centraban en las arterias que irrigaban sus miembros, triturando, como lenguas de sierpes, reconfortantes zanahorias, pútridas lechugas o mortecinas tardes de otoño, o degustando salsas o cubatas caribeños en las islas del ocio, brincando, como las ranas en las charcas, con hipo de borrachera o garraspera, por lodazales lejos del control humano.
Y allí saltaba la liebre, toda sonriente, aunque no siempre, con cara de salsa picante o primavera temprana, enraizada en quisquillosas coqueterías.
Finalmente se fueron deshaciendo como pudieron de las rémoras, remando con furia a sotavento y barlovento, peinando elucubraciones útiles o sensuales, pero asertivas, directas al blanco, a fin de sortear sus sombras o los subterfugios que los aderezaban, desentendiéndose de la rutina, aunque echando mano de serviles despistes o displicentes somnolencias.
Y sin vislumbrar los escollos que les acechaban a la vuelta de la esquina, que silbaban en las cumbres haciéndose señales de confraternización y empatía, o en los socavones del camino que pisaban, se dispusieron a sacudirse los espolones, intentando soterrarlos o recluirlos en un balneario, o acaso averiguar el futuro en una bola de cristal y salir de dudas, donde cupiesen todo lo habido y por haber, enseres y cachivaches, sinos y desatinos, senos y suicidios, tsunamis y sinrazones, sollozos y simpatías, prejuicios y orgullos, saltimbanquis y saltamontes y cuerdas de ahorcados o marineras, o sota, caballo y rey, y a renglón seguido tumbarse en la fresca hierba primaveral o en la ardiente arena de la playa, y recapitular sosegadamente, suspirando por aquello que les sonriese, y sin rechistar envasar en minúsculos frascos o sublimes silos o solemnes ánforas los ansiados vientos que bebían en sus vidas o los pergeñados resultados, los más prósperos y sugestivos, aquellos que les entusiasmaban y nadie haya podido imaginar jamás a través de la intrahistoria.
Dichos factores se irían sumando, paso a paso, para sufragar los desconchones, los altibajos, las turbias zozobras o el caluroso simún, que silbaba sin desmayo por las puertas de las tabernas y las tiernas sinuosidades del espíritu. O bien, como mero pasatiempo, ponerse a escuchar el misterioso oleaje de la caracola marina con la que se toparon en el trayecto, o silbar coplillas con sonidos sibilantes, henchidos de fosforescentes ecos y aires festivaleros de tiempos gloriosos, que, a trancas y barrancas, nos han ido moldeando o inyectando por las esquinas de la infancia o ya en la madurez, a través de las estaciones del tren en el que viajamos, en todo tiempo y lugar, ni menos ni más que lo que el viento se llevó.
En los equinoccios más comprometidos se tejían filamentos consistentes a base de sones, sonsonetes, sonrisas, castañuelas, suspicacias, sabañones, simios recién paridos en su evolución y un rosario de alargadas flautas y acordeones cargados de seseos latinoamericanos, andaluces, o canarios, de todos los colores y tamaños, con aires otoñales, sonando cual claros clarines por las torrenteras, valles y conciencias con radiantes y estelares signos.
El sigilo de las siglas inundaba los cementerios (RIP) y la vida, incrustándose por entre las insignificantes redecillas de las sienes sembrando siemprevivas o pensamientos más o menos marchitos, como fieles siervos adscritos a la gleba, al servicio de una siembra con riegos de rebosante agua potable o sentado raciocinio, antes o después de la siesta acostumbrada, aunque a veces les coja a media siesta la despedida definitiva, o ya mayorcitos, o acaso por suerte se dediquen a leer libros verdes o pseudocientíficos, bien sea en enero o en agosto, a la vera de un sauce o de un pino, saboreando la savia de la lectura y ahuyentando el soborno más cruel, o el sobeo al soberano en su soberbia urbe, soslayando lo sublime, o cayendo en la satrapía, sin percatarse de que una brizna de sustancioso bocata basta a veces para amueblar el intelecto, siguiendo el consejo de aquel amigo, leed, para que sabiendo, sepáis discernir el bien del mal, aunque el estómago se quede a oscuras, ejercitando el oficio de pensador.
Con la ilustre envergadura de la ESE (S) – con las vocales o consonantes-, pronunciando o dibujando tan solo su sinuosa caligrafía, se cuecen millones de guisos, escritos y sesos o sobresalientes rabos de toro, recién traídos de la corrida cotidiana o de la plaza, o sellando el compromiso nupcial con el Sí quiero, seguido del nervioso beso, o al descubrir al responsable, ése, ése, ése...
José Guerrero Ruiz
A PRESIÓN
Últimamente las constantes vitales superaban los niveles de su capacidad, sintiéndose, cual bomba de relojería, a punto de estallar, imbuido por una catarata de incongruencias que le punzaban en lo más hondo de la consciencia, forzándole a plantearse la decisión de tumbarse de una puñetera vez o hacerse el muerto, echando las persianas de su morada, dispuesto a todo, sin dar más explicaciones.
No se desembrollaba de las pulsiones que lo hocicaban al surco del día a día, o a las más enrarecidas coyunturas, de manera que la presión lo encadenaba a las catacumbas con contundencia, arrastrándolo a los mares de la oscura turbación y a los más perniciosos precipicios, debatiéndose entre el ser o no ser, picoteado por un enjambre de idiotizados remolinos.
A veces se interrogaba con audacia e ingenuo desenfreno la trascendencia de ciertos y sutiles aforismos como, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue. Estos planteamientos filosóficos lo dejaban K. O en el ring de la subsistencia, sin una brizna de sentido común, o un resquicio por donde huir portando encendida la antorcha vital, quedando tirado al cabo de la calle, y fuera de combate.
No cabía duda de que semejantes sentencias se le atragantaban cada vez más, y se le atravesaban en el discurrir del vivir con mala sombra, por coincidir con el tictac de los días más prósperos y dichosos, echando por tierra las esperanzas o los ilusionantes castillos, que, granito a granito, había ido levantando en el horizonte, con no poco esfuerzo y mucho sufrimiento.
Por lo que no acertaba a sortear los embates de la fiera, o a contemporizar con las inquietantes tormentas que iban y venían de improviso de un lado para otro por su entorno y le asediaban con saña, tropezando a cada paso y de continuo en la misma piedra; unas veces le acaecía por un esnobismo mal interpretado, hallándose a la postre deshecho y casi putrefacto, y otras veces, por notarse desahuciado del sustento primigenio de la convivencia humana, sin opción de compra de gangas o algún artículo de todo a cien, o de alguna mirada compasiva que lo acunase, y con ello conseguir un lugar o una parcela donde apoyar la osamenta del pensamiento o el sentimiento, o la certidumbre de apuntarse al menos en la lista de espera de algún habitáculo hortera, como eventual okupa, en el corazón de los verdaderos amigos.
Andaba partido en dos y perdido en todo tiempo y lugar. La feria, con todos los cachivaches y cantos de sirena y charlatanes y escopeticas de tiro y el gran surtido de columpios que se balanceaban, no le columpiaban ni sonreía ni tan siquiera cuando más animada estaba. Caminaba fingiendo con la máscara en los desfiles por los que se exhibía, y parecía que flotaba como un globo a la deriva, sin saber adónde dirigir sus tenues suspiros, y siempre caía en la calle del averno.
En el hogar de su pensamiento no quedaba ni un palmo de terreno para tanta desventura, y menos aún para que pernoctaran más inquilinos. Los tiempos en que le había tocado vivir brillaban por un contrariado y nefasto encantamiento. Aparecían personificados en el fragor de una guerra sin tregua, unos años en que las cuestas o los costes se empinaban con frenesí, transformándose en infranqueables acantilados o fronteras inalcanzables, y la única salida posible consistía en abordarlos con máximo tiento y sigilo, vendiendo el alma al diablo si fuera menester, a fin de no ser coceado por las oxidadas herraduras de la maldad más indigna, hasta el punto de precisar alas para volar, aunque pareciese extraño, cual intrépido Ícaro, para remontar aquellos onerosos y calamitosos estadios, y no ser devorado por las fieras monstruosidades o la terrible hidra de Lerma, impulsado por los huracanes de la precariedad, que flotaba en una atmósfera cargada en exceso. Menos mal que, a veces, en las circunstancias primordiales, cuando el rayo se cernía desafiante sobre su cabeza, se concebía ungido por un toque mágico, que le venía como una sorpresiva dádiva, en que, dándole la vuelta al calcetín, le daba por reírse de sí mismo y de su estampa, sacándole chispa a las tripas de lo más displicente.
No ironizaba apenas en este aspecto, ni intuía la manera de escapar del magma de adversidades que lo atenazaba, de su mala fortuna, que no le favorecía en absoluto, y, aunque lo buscaba desesperadamente con mil artimañas, no lograba salirse del guión que le habían trazado. Con la cantidad de calles o salidas que se atisbaban en el plano, como en cualquier callejero de cualquier ciudad, chica o grande, a derecha e izquierda, a lo largo y ancho del ferial en el que estaba, que puede que acaso le embotaran el intelecto, debido a la inmensidad de territorio que a sus cortas luces se presentaba ante su mirada quedando extenuado, tan grande o más que cientos de plazas monumentales de toros juntas, de modo que cuando echaba a andar por aquellos enormes mundos o laberintos, tal como él se los imaginaba, quizá como su propia vida, iba totalmente desnortado, no disponiendo de suficientes brújulas o GPS que lo guiasen, y sin saber cómo, al regreso al punto de partida venía finalmente a aterrizar al mismo pozo de donde despegó, no reconociendo los aromas genuinos, o no hallando lo que anhelaba, revolcándose en los mismos aledaños o lodos de siempre.
Aquello se le antojaba un bosque cruelmente encantado, donde la energía destructiva de seres endiablados o perversos duendes rayaban al máximo nivel, haciendo de las suyas. Recordaba que de pequeño le ocurrían sucesos inusuales, como no ser capaz de orientarse en las habitaciones de la propia vivienda, quedando inerte y mudo, invadido por el espanto que percibía todo su ser, aunque en cierta medida explicable por la sinrazón de la evanescencia de la tierna edad, como fuese salir del barrio de sus fechorías más familiares, y posteriormente extraviarse, no encontrando el modo de retornar al punto inicial, o perderse adrede por los campos –como sucedería más adelante- brincando obstáculos, tapias o balates campo a través en los distintos sesgos lúdicos de la chiquillería, persiguiéndose unos a otros como si en ello les fuera la vida, corriendo como jabatos para no ser avistados por los del bando contrario, que le venían pisando los talones. En esos instantes se cometían auténticas barbaridades o maravillosas heroicidades, a fin de no caer en las garras del contrincante.
La loma de la Cuesta de Panata, un bastión difícil de roer o un duro baluarte, que delimitaba las lindes de la frontera entre la civilización cultivada al otro lado por una población urbana, en cierto modo acomodada en su mayoría, poseedora de unas prerrogativas acordes a su modus vivendi y unos posibles, que asimismo se les negaba a la otra ruinosa cara de la loma, donde la desazón y el desamparo tenían su bandera y cobijo, habiendo un aluvión de transeúntes y arrieros, vendedores ambulantes, tratantes y mercaderes o pequeños y puntuales estraperlistas, que malvivían o no vivían, acarreando enseres y productos de la comarca o frutos en serones y capachos a lomos de las acémilas, echando cuentas y números y jaculatorias, o indagando cada noche lo que iban a traficar o introducir en las alforjas, que las más de las veces llevaban vacías, acaso con un coscurro o un cacho de pan negro o cateto con la engañada engañifa dentro, que coadyuvaba a digerir las fatigas del camino pegados al alma alentadora del río Guadalfeo de su vida.
Y es que la Cuesta de Panata marcaba un antes y un después entre dos mundos completamente dispares, uno bullicioso, febril, de mirada confiada, de un próspero resurgir, en contraposición con el otro, moribundo, desangelado y mustio, entre candiles mortecinos, alumbrando a unas gentes que lo tenían crudo para ver más allá de sus narices, que se las veían y deseaban para medio cubrir el expediente sancionador del día a día.
Una de las especialidades de la casa consistía en bajar o subir cuestas –como en un afamado restauran se prepara carne a la brasa, por ejemplo, con ricos pimientos del Padrón-, de la siguiente guisa, se echaba a rodar desde las cumbres de las cuestas y no había forma de trincarlo, aunque luego apareciese aporreado, ensangrentado o hecho un cristo, y la ropa quedaba hecha jirones, lista para arrojarla al contenedor. En la cuesta arriba, no obstante, ya era algo diferente, pues había que apretarse los machos y sudar lo suyo, o evacuar cuanto antes lo que se llevaba en la tripa, si algo pudo engullir, con el fin de aligerar la carga, como pensaría la acémila, que en eso nadie le ganaba, porque de lo contrario con tanto peso no había forma de escalarla. Sin embargo hay que reconocer que las cuestas no se le daban mal a su edad, acaso por lo del refranero, de que cada maestrillo o chaval tiene su librillo, siendo un gran saltarín, y así, cuando por un tiempo se le encomendaba algunas tareas singulares, como si fuese una persona mayor, hecha y derecha, en que se desplazaba con la acémila por aquellos parajes tan espectaculares, sobre todo para algunos, por la mítica Cuesta de Panata, donde brotaba una breve fuente, donde la gente que por allí trasegaba, se refrescaba o se arrancaba los ronquidos nocturnos, y abrevaban las bestias, siendo una especie de balsámico y fantástico oasis, ubicado a los pies de la cuesta, que de paso aprovechaban para limar asperezas, tomar aliento, o discutir con los que en ese momento llegaban en animada charla o discordantes rencillas por el agua que no le dejaban beber a su mula, pero que finalmente les hacía más llevadero el desgaste, y, una vez en lo alto, poder vislumbrar al otro lado la otra cara de la moneda, en este caso de oro, la vega motrileña, montada sobre un movimiento salado y azul de blancas olas del más allá de los verdes campos de cañas de azúcar antaño –ahora teñidos de verdes hojas de aguacate y chirimoya-, que van y vienen, en ese mar de la costa, como los transeúntes y arrieros que a diario iban y venían por el tajo de los vados, y seguían el tajo de subir y bajar por la ya familiar Cuesta de Panata.
Pero era especialmente en los días de verano cuando el sol se plantaba en las faldas de la loma, como el bebé en el regazo de la madre, y se despatarraba en aquel entrante, entrando y saliendo como pedro por su casa, y allí almorzaba, sesteaba y cenaba o defecaba hasta que se retiraba por la noche a dormir. En tales calendas, era preciso que las reservas de agua u otros remedios caseros o pócimas –oh, pócimas, hermosa palabra, o polos, helados- o manjares para mitigar los azotes climatológicos afloraran sin ningún tapujo para sobrevivir en aquella polvorienta travesía, donde crecían y se daban la mano, como buenos hermanos, los almendros, las higueras, y algunas tímidas parras, que casi no se atrevían a sacar la mano de sarmiento, o a asomar el rostro de la uva por temor a ser descuartizada por el primer hambriento forajido que se cruzase por sus pechos.
A veces se transportaban en serones o capachos a lomos de las acémilas garrafas de frío y rico helado, como complemento de su cometido laboral, y cuando llegaban las ciegas horas, cruciales, en que el sol se ensañaba y apretaba con justicia, recortaba con gran desparpajo una cañavera de los cañaverales que decoraban el sendero al abrigo del río, y construía una pequeña y coqueta cucharilla, que con sumo cuidado introducía en aquel piélago o iceberg de compacta y tentadora masa, que exhibía, con perfiles sensuales, sus mejores atributos, pergeñando unos refrescantes sabores, que le sabían a gloria, rememorando los ágiles ardides del inmortal lazarillo con el ciego.
En las sofocantes tardes del largo y lento verano, en que el pensar es un viaje sin retorno, a buen seguro que en multitud de escenarios y en no pocos ambientes se mascará la tórrida tragedia de la canícula, con dulzor y refrescante alivio reparador, rememorando concienzudamente la idea anteriormente reseñada, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue.
José Guerrero Ruiz
EL VIAJERO
El viajero, venciendo mil y un escollos se embarcó rumbo a las Islas Afortunadas. La ocasión la pintaban calva para solazarse, disfrutando de una estancia placentera, e incrementar las cotas de autoestima.
Y siguiendo semejantes dictámenes, se dejaba llevar en cierta medida por los impulsos, insaciables a veces, por descubrir nuevas experiencias y ambientes, que le acosaban de continuo, estimando un acierto entregarse sin rodeos a las inclinaciones más simples o arrinconadas, debido a que a lo mejor las tuviese ya algo oxidadas.
Por lo que se propuso, como el trapecista en el circo, hacer sus pinitos en el teatro del mundo, y muy decidido se lanzó a la conquista soñada, si no supondría una disparatada futilidad, al elucubrar en lo más íntimo un océano de innumerables hallazgos, que iría desgranando paso a paso por las rutas más inverosímiles, incrustados en la caja de sorpresas de la hoja de ruta, y en ese derroche de ficción concebirlos como una inconmensurable hazaña que jamás hayan contemplado los siglos, el mero hecho de irse de vacaciones a lugares remotos, situando las expectativas por las nubes, o al menos así lo enmarcaba entre ceja y ceja, rumiándolo como algo único y digno de su mejor empeño.
En un principio el viajero no tenía motivos para lamentarse y muchos para regocijarse, pues los acontecimientos le sonreían sobremanera. Los episodios se desarrollaban de forma placentera, risueña por aquellos pagos, llegando a tomar un cariz atractivo, exótico, y en determinadas situaciones se dibujaban escenas con ciertos tintes eróticos, ya que, sin saber cómo, los eventos se fueron presentando de manera que le instaban a despertarse de la modorra que lo amordazaba, y de cuando en vez fue percibiendo con sumo deleite el néctar de los felices encuentros, lo que no era para desdeñarlo, o arrojarlo a un pozo sin fondo, después del mustio y prolongado invierno en el que había estado hibernando.
El autobús lo transportaba por aquellos sugestivos ámbitos, un tanto abruptos y accidentados, aunque en modo alguno vírgenes, como alguien quisiese aducir en un alarde de esnobismo romántico, debido en gran medida al incesante trasiego de amantes y curiosos visitantes que, estación tras estación desde tiempos inmemoriales, han discurrido como un río por sus telúricas y volcánicas entrañas, y desplegado sensiblemente sus velas, arrobados por sus encantos y embrujos, y al hilo de la trama, cuando mejor se sentía el viajero, y con más hombría vital lo vivía, aconteció algo que le pareció un tanto curioso, de forma que donde menos se lo esperaba le aguardaba un pequeño sobresalto o acaso pura envidia, de algo de lo que cuesta reponerse, saltando inesperadamente los cánones o la liebre, como a veces ocurre, pues al realizar una de las incursiones por los lugares de los ancestros de la isla, vino a toparse con una descomunal y admirable estatua del último guanche, según indicaba el guía, que allí se erigía, todo un dechado de virilidad, como si la escultora que lo llevó a cabo con sus mejores ojos e intenciones, hubiese querido hacer honor a la realidad historiográfica no dejando nada en el tintero, y reflejar de un plumazo todos los méritos del prototípico aborigen, sin recurrir a eufemismos, o soslayar lo políticamente incorrecto, a la hora de plasmar en el bronce los atributos casi de película, que nadie está en condiciones de poner en duda, según reza con letra gótica en el frontispicio de la obra, ejecutada en cuerpo y alma, donde sólo se echaba en falta unos guiños o algún requiebro en sus labios, que, por las características que exhibía en sus hechuras, debió haber pateado sin desmayo y con los bríos de un buen quijote aquellos parajes desafiando a los intrusos, o huyendo de la incivilizada civilización o de falsos caballeros andantes, que harto ignorantes de sus costumbres y gustos fuesen imponiendo su ley, o arribase a la isla una nube de paparazzi bien pertrechados, con sofisticadas cámaras y un sinnúmero de artilugios, disparando en estudiadas emboscadas por entre los matorrales que pululan por aquella tierra tinerfeña.
Al parecer era el arquetipo de los fornidos pobladores, que acaso nutridos con el potente gofio, el rico maná de la tierra, a modo de poderoso reconstituyente ideal, como el afamado estribillo publicitario del colacao de hace unas cuantas décadas, generador de gónadas masculinas, y de toda clase de miembros, brazos, piernas, tronco, e incluso se podría apuntar sin caer en la extravagancia, que funcionaba como auténtico viagra donde lo requiriesen, por lo que no resultaba raro que se levantara allí en conmemoración suya, con todo su parafernalia y armamento, emulando al forzudo e inmortal Caupolicán de Rubén Darío, desafiando los azotes de la erosión y las frías ventiscas, siendo con su color negro el blanco de todos los flaxes y miradas de los avispados turistas; sobre todo de las visitantes femeninas, más cariñosas, que por algo nacieron hembras, en un gesto que las honraba, pues con toda la naturalidad del mundo y en medio de una repentina eclosión, quizá por influjo de los perfumes primaverales, le ofrecían caricias y mimos por sus partes como a un recién nacido, de suerte que retumbaban los candorosos estallidos de risas y sorpresas por aquel rudo cerro de los Realejos, quizá para darle mayor verismo a los acaeceres que se fraguaban en tales circunstancias.
Se diría que de aquellos veneros de las cumbres brotaba vida, cargando las pilas de los más pusilánimes, hasta el punto de que el menos agraciado de la expedición, al contactar con su presencia –todo una joya artística, con su fuerza engendradora concentrada- se vería tentado a efectuar simulacros en aquella campiña, y a buen seguro que esa noche dormiría en ascuas, en el más dulce de los paraísos, rememorando la época de los bien dotados nativos, cuando retozaban ufanos por aquellos sembrados y dehesas, colinas y valles a través de los diferentes poblados, como Icod de los vinos, a las puertas del milenario drago, pletóricos de facultades, verdaderos supermanes, que alumbraban aquellas tierras, conjuntamente con los tentadores licores, plátanos, patatas arrugadas, y el no menos eficiente gofio, que engolfaba a más de uno, que lo extraían triturando centeno, avena, maíz y trigo, con sensuales aires de salsa cubana, que se pasaban las tardes moliendo café durante horas y horas, a través de los siglos.
Llamaba la atención el contraste entre la minúscula toponimia de la isla y el tamaño de los colosos pobladores, al seleccionar los nombres con acepciones diminutas, Pueblo Chico, Garachico, Icod de vinos, islita o las calitas que colman las innumerables playitas.
No cabe duda de que el grupo, en el que predominaba el mundo femenino, que ya cruzó la etapa dorada, en esos instantes se divertía y deleitaba a raudales, como en sus mejores tiempos, bailando y cantando en aquel enclave de fructíferos campos, donde antaño los pobladores, ajenos al tiempo y a los toques de la civilización, los guanches -no de bronce- de carne y hueso, trotarían a calzón quitado por aquellos andurriales.
Y todo ello, de repente, se instaló en la pantalla de la memoria de los asistentes, deslumbrando en aquella ofuscada mañana, llena de sal, sol y lujo climatológico, en mitad de la fiesta de las cruces de mayo, y por la noche tatuados con los fuegos encendidos en los rincones de la isla, aunque un tanto turbados por el empuje de posibles caprichos, si bien aquí y ahora, en mitad del remolino de la brisa que besa sus frentes, abran sus pistilos como un capullo en flor ante el último guanche mudo, recobrando la vida ante sus pupilas en estos singulares parajes de los Realejos, no lejos de las voluptuosas y cálidas aguas de la playa tinerfeña.
Lo más acertado será brindar por estas dulces manos de madre, llenas de dádivas y sacrificio, y que en estos momentos, acaso impulsadas por un secreto frenesí de restañar los desconchones de una maltrecha vida en pareja, llevadas por la fantasía, como ocurría en las películas que visualizaron en la juventud, en que vivían un amor platónico con los apuestos galanes, y de esa guisa, en un arranque juvenil jugaban dando tiernas palmaditas a los duros y voluminosos dídimos del gran héroe guanche. Y alcemos la copa por el monumento, que se yergue todo tieso en las faldas de la morena montaña, como cerro testigo, que corrobora y perpetúa con un par de cojones la sangre y la estirpe de tan sana y privilegiada raza.
Y en aquel ambiente de mudo asombro, luz y fiesta, retumbaba a los cuatros vientos el son melodioso de la pieza… Islas Canarias, Islas Canarias…, y las sensaciones del viajero crecían y hervían como la fragancia de las flores en mayo, inmerso en una vorágine de alegría y ensueño, como si los andares por aquellos lares y el pensamiento se le tornase de oro.
Tantos lustros perdidos o podridos en la vaguedad del olvido y la incongruencia de los mortales, cuando la madre naturaleza, que es tan sabia, podría haber engendrado un universo más divertido, sincero y humano.
Las aguas que bajaban de los veneros del Teide, henchidas de ubérrima semilla, ayudaban sin duda a que germinase la vitalidad de múltiples colores, por los arriates y viveros de strelitzias, salvias, rosas y jazmines, como se vislumbraba descendiendo a través de los vaivenes de la guagua por aquellos desfiladeros, de suerte que apagaban la sed de los superhéroes que habitaron aquellas tierras, pero cabe hacerse la pregunta de rigor, por qué no se logra extraer una brizna de todo aquello y clonar el ADN guanche, inyectando H2O y semen virgen de las nieves de las cumbres, permitiendo producir ejemplares únicos, inmortales figuras del mismo corte, pelaje y miembros, lo que impulsaría una inusitada prosperidad en la isla, ahora tan diezmada por las huestes de la crisis, y apenada por la añoranza de aquellos colosos, auténticos todo terreno, que tanta espuma blanca suministraban, rivalizando con los embates del blanco oleaje marino de las costas, derramando amoroso y placentero sabor entre los cónyuges.
Sería bueno rescatarlo del olvido, y exclamar, acorde con los tiempos que corren, tan alocados y vertiginosos, el nunca valorado en sus justos términos proverbio latino, O témpora, o mores…
José Guerrero Ruiz
LAS GAFAS GAFADAS
Las gafas
O mejor, las recién halladas. Se las encontró sobre aguas genovesas, parlando italiano. Sus hechuras puede que no lo delataran, pero había que reconocer que atesoraban hálitos de cultura latina por su enigmática fisonomía y la confección de la montura romana, o al menos eso fue lo que musitó entre dientes. Tenía gran interés por columbrar el mundo desde otras esferas desde hacía mucho tiempo, como a un niño con churretes o embadurnado de tarta hasta las cejas en la fiesta de un cumpleaños, o saltando de charco en charco por las esquinas hasta caer extenuado dentro, y a renglón seguido sentarse ante una majestuosa pantalla como en el cine, con el mando en sus manos, y agregar, recortar, trasladar, difundir o difuminar rostros, ojos, bustos, cerebros o manos, trasformando lo que más inquina le produjera, cansado como estaba por tanta monotonía, echándose siempre a la cara los mismos cuadros, la mismos escenarios con bromitas de dudoso gusto o manidos saludos sin cuento, en reiteradas panorámicas o elucubraciones; qué horrible pesadez, se decía.
Durante un tiempo se dejó llevar por los impulsos, y viajó incansablemente por tierras y mares, por valles y sierras, en invierno y verano, vestido con grueso abrigo, guantes y bufanda, y otras veces, fue semidesnudo, yendo tras la estela que pergeñaba, y de buenas a primeras, cuando menos lo esperaba, abandonadas las esperanzas en el desván del olvido, se le presentó una salida airosa al caos que lo encadenaba, la gran oportunidad de su vida, la ventura de descubrir un universo virgen, totalmente fresco, recién hecho, llegando a exclamar como nunca había exclamado, eureka, bravo, albricias, pues le resultaba increíble, invadiéndole una sensación como si volviese a nacer, se imaginaba con otros ojos, otros horizontes, otras motivaciones, otros amores, a cuales más pintorescos e irresistibles. Desde ahora en adelante podría sentirse un hombre nuevo, y acariciar diferentes semblantes, más angelicales o ásperos pero originales, según las carátulas que fueran apareciendo en la pantalla a través de los itinerarios de la travesía.
No cabía duda de que la fortuna le sonrió sobremanera aquella mañana, al tropezar con los anteojos, que dormían el sueño de los justos debajo del asiento donde casualmente vino a apoyar las posaderas. En esos instantes una ingrávida gaviota, como si quisiera compartir los destellos del evento, dibujó unos certeros renglones en el apacible firmamento, descendiendo y ascendiendo en el remolino marino con visos lúdicos, como si jugase al pilla pilla o al escondite por las oscuras rocas o las blancas arenas de la playa, en un día de soleado cumplimiento, como tantos que iluminan las costas mediterráneas.
En un principio le llegó un leve aire tristón, sopesando con cierta intriga el color, la dulzura o los parpadeos de los ojos que tras los mismos cristales anteriormente atisbaron el planeta, y poseyeron toda la clarividencia de que fueran capaces, reflejando ahora la que él poseía, para bien o para mal, entre las tormentas del pasado invierno, o los verdes aromas de primavera, pero ello le suponía un titánico esfuerzo, o una infranqueable utopía, al verse obligado a lanzarse desesperadamente a la conquista de tales huellas o suspiros, quizá ficticios, deshilvanando misterios de las peripecias vividas, o recepciones que hubiese concretado en secreto, donde hubieran llorado de alegría o palpitado, respirando sigilosamente en sus respectivas cuencas.
Así que no le quedó más remedio que amoldarse con prontitud a lo que la suerte le deparaba, disfrutando de los nuevos ventanales por los que podría volcar las pasiones, restañar heridas, solazarse a sus anchas con la mirada, fisgando o permaneciendo silencioso en mitad de la verde pradera atrapando el vuelo de las aves con tan solo un clic de la cámara digital, o deteniendo el paso de las naves saliendo del puerto genovés, evocando a las célebres carabelas de Colón, que cierto día enderezó rumbo hacia tierras lejanas, que a unos deslumbró por el fulgor y entusiasmo que generó, y a otros, en cambio, les sumió en la más profunda desolación, comiéndoles la moral, y produciendo no pocos quebraderos de cabeza, al toparse muy de mañana con semejantes intrusos, auténticos energúmenos, a las puertas de sus habitáculos armados con la peor intención, en un allanamiento de morada como no se había visto en miles de años, poniéndose morados a costa de los nativos, arrancando sus raíces, los cocos y bananas, las costumbres de los ancestros, hasta el punto de que acentuaban los miedos del vecindario, de jóvenes y mayores, amedrentados por las fechorías, estrangulamientos, hachazos, intimidaciones sin orden ni concierto, blandiendo las espadas al viento con mirada torva, confundiendo el tronco humano con los troncos de los árboles, con la firme determinación de vasallaje, en una merienda de indígenas, donde el pez gordo se cebaba con el chico, imponiendo la ley de la selva.
Por otro lado, ante el feliz advenimiento de que había sido objeto con las nuevas lentes, como rara vez acaece en la vida, llenaría su fantasía de mudo asombro, de esperanzadores crepúsculos y risueños amaneceres, ante la súbita visión de pueblos ignotos en su cerebro, turbado por tanta ignorancia como aglutinaba en semejantes circunstancias, y por la ansiedad por romper la muralla que lo cercaba, y ampliar la percepción en lontananza, pasando página del libro de su vida, que no era poco, puestos los cinco sentidos en lo que fuese descubriendo minuto a minuto, guiño a guiño, a través de los nuevos ojos, toda una aventura por desentrañar.
Porque, como apunta el refrán, nada es verdad ni mentira, sino que todo es según el color del cristal…, y que tan bien cuadraba a sus inesperadas aspiraciones; ahora, con estos nuevas niñas, el empuje que recibía limaba los escollos del mar y de la vida, porque no hay que olvidar que toda la historia ocurría aquí y ahora, en esos instantes, cuando navegaba en el crucero hacia Génova, y luego vendrían las posteriores visualizaciones en tierra firme, cuando se enfrentase a la rutina diaria, a los círculos de siempre, tomar una cañita, un refresco, un tinto de verano o un tinto a secas o un mojito, donde sin querer se cuecen habas, torpezas, picardías casi clandestinas o la pugna por la existencia, estrujándose los paños de lágrimas, o empapándose del apetitoso estado de consciencia más pura.
No sabía a qué carta quedarse, en su juego enloquecido de flaxes, ensoñaciones y entelequias, si coincidía o no con el navegante genovés en el fondo, que por lo visto poseía unas ilimitadas perspectivas, pero de todos modos fue una insólita y enriquecedora sorpresa meterse en carne y hueso en los ojos de otra persona, ojo con ojo, poro a poro, con pelos y señales, y esta estampa no la podía ocultar bajo ningún concepto, porque las gafas habían viajado antes colgadas de otra percha, en otras narices, en otras orejas, y ahora lucían esplendorosas aquí, en su rostro con luz propia, surcando las tranquilas aguas en la barca que le transportaba del mar a la ciudad, a la gran Génova, punto de encuentro de banqueros y navegantes, y enclave de gestas de todo tipo en una abigarrada nómina de pueblos y razas, que fueron desfilando a través del testimonio de las gafas, fenicios, cartagineses, francos, lombardos, bizantinos, turcos, franceses, españoles, catalanes, junto a las rivalidades de güelfos y gibelinos por los parajes de Liguria; pero él iba como viajero, con objeto de visitarla, y así gozar de los encantos, y escudriñar los secretos que tan celosamente se escondían en su dilatada historia, aprovechando la ocasión única que se le brindaba.
No obstante, se le amontonaba multitud de incógnitas e incertidumbres. Por ejemplo, le hubiese gustado descifrar qué paisajes le habrían apasionado más a sus antecesores ojos, o qué borrón y cuenta nueva efectuó por superfluo o por el estado de ánimo en que se encontrara en tales momentos, porque anhelase vislumbrar otros páramos más acordes con su criterio y caprichos, o cuáles degustó con mayor fruición en aquel periplo, o se cruzaron en mitad de la ensenada, o en las calles de cualquier ciudad, cuando deambulaba rascándose el cogote, o distraído por el vuelo temerario de alguna paloma a pique de pisarla; qué retina se acompasaría con la suya en el caudaloso río de la primavera, cuando el hielo se derrite entre embriagadores perfumes, o cuántas sonrisas se habrían esbozado bajo ellas o se habrían besado entre labios de ternura.
No cabe duda, y de hecho se podría afirmar, pues quien las probó lo sabía, que las gafas permanecían activas, a pleno rendimiento, atravesando su mejor momento, tanto era así que le sacaron lo colores más de una vez al nuevo inquilino -no porque fueran fantásticas, que desnudasen a las personas que se cruzaran en su camino al trasparentarse los ropajes-, y de más de un apuro en diferentes frentes, por las distintas tierras, calles y avenidas genovesas en el recorrido protocolario, antes de entrar a saco en sus comercios, museos y palacios, y el posterior retorno por aquellos henchidos mares de amor -Petrarca y Laura, Dante y Beatriz-, o de dantescas correrías de bucaneros, corsarios y piratas disfrazados de mercaderes a la antigua usanza, ataviados de sorpresas, con ricos hilados de las guerras mercantilistas, y pintados de azul intenso por los golpes de luz y mar, que azotaban con denuedo todas las ansias comprimidas, las de los cristales y las pupilas de estreno, que lo transportaban por nuevos puertos en los precisos vaivenes del viaje, tras el hallazgo.
No había concebido hasta entonces que el mundo se pudiese calibrar de otra guisa, tal como se le antojase, como el que cambia de corbata o de peluquín para una fiesta, y verlo al revés, boca abajo o de puntillas, o presentándolo como si suplicara a los humanos que no lo maltraten con tantas veleidades o sustancias contaminantes, engendrando a la postre estados calamitosos o un cúmulo de enfermedades, escorbuto, sífilis, peste negra, tisis, muerte roja, purgaciones o lo que caiga sin previo aviso, por no emplear el sentido común en las acciones.
Se le agolpaba en la mente un sin fin de ideas; aunque no se nutriese de hechicerías ni maniobras milagreras, sin embargo le afloraban una serie de impactos y altibajos a la hora de inclinarse por la realidad que le acosaba y se veía envuelto, aunque cerrase los ojos a cal y canto, interrogándose si en efecto lo que acontecía en su entorno era cierto, o una simple escaramuza o engaño de los sentidos; no obstante, en el peor de los casos, podía endosárselo al color de los nuevos cristales como dice el refrán, pues a veces no advertía las coyunturas a las que se veía abocado por fuerzas mayores. Y todo porque desconocía si algún gafe le había jugado una mala pasada, y tal vez por eso las cosas no le fueran tan bien como quisiera, siendo gafado finalmente en su propia casa.
Antes del feliz hallazgo, él utilizaba gafas de présbita para leer tebeos, cuentos, historias, con las que se retiraba a la letrina en horas intempestivas para aligerar la carga, cuando barruntaba la cruel tormenta, pegando zumbidos, latigazos, rayos y resplandecientes centellas por los estrechos desagües abajo, pero el dique de contención contrarrestaba los mejores ímpetus.
Hasta que cierto día, desbordado por los apretados embarazos a que se veía sometido, dijo:
-Oye, tía, sabes que he estado más de una hora sentado en la taza del wáter, esforzándome a más no poder, y no había forma, vamos que no podía vivir. Escucha, recuerdo la anécdota que un amigo relató en circunstancias parecidas, que creo que aclarará algo del estrés por el que se pasa cuando esto acontece. Y dice así, el novio espetó a la novia, en una tarde gris y plomiza, mira, Dorotea, te quiero más que a mi vida, y a todo lo que tú más quieras, y mucho más que a una panzada de cagar; la susodicha no esperó ninguna aclaración, y de repente, con las mismas se dio media vuelta y lo dejó plantado en su huerto, cogiendo las de Villadiego.
Al cabo del tiempo, en el devenir de los avatares Dorotea reculó en cierta ocasión, y se arrastró por unos tránsitos muy similares a los de su antiguo amor, y fue entonces cuando ella, muy entusiasta y perspicua, acudió a recuperarlo de la soledad y el tremendo desaire que le dispensó, pero ya era demasiado tarde, pues él había rehecho su vida con otra apareja, que comprendió al momento las penurias y sufrimientos de tales situaciones, los sudores de muerte en tales atranques.
Ahora él, acaba de enterarse de la afición de Dorotea por la lectura de revistas y novelas en la letrina remedando su antigua costumbre, donde en las dulces mañanas de abril, cuando el sol asoma por los ventanales y después de haber ingerido el vaso de leche y la tostada con aceite, ajo y fruta, se retira a su lugar favorito sosegadamente, extrayendo un aroma especial, oliendo a libro, pasando ratos de relax en el retrete leyendo, a la espera de que las esclusas se dignen abrirse.
El día que se quebraron los cristales de las gafas, portadoras de la nueva visión que había disfrutado durante un tiempo, se quebró en gran medida su mirada más creativa y sensible, y murió la parte más enriquecida de su ser por la diversidad de conocimientos y sensaciones, paisajes y vivencias, que le habían hecho ilusionarse y acompañado en su desvarío por el proceloso universo en el que vivía, y las campanas de su corazón repicaron a muerto.
Cuán fugaz es la hermosura de la ilusión humana, de la indeleble pintura de lo nunca transitado.
José Guerrero Ruiz
EL CONCEPTO DE
TIEMPO
Al despertarse, Rogelio rompió la quietud de las sábanas que permanecían casi intactas tras el profundo sueño, y de un salto se arrojó a la vorágine de la vida. Bebió un trago de energía y se dispuso a emprender la marcha hacia las diferentes obligaciones que le aguardaban. Nunca se había encontrado tan pletórico como en esos instantes para llevar a cabo todo cuanto debía acometer. En esos efluvios prístinos en los que flotaba construía su mundo idílico, un interminable viaje por lugares inhóspitos, ubérrimos, vírgenes, disfrutando como un niño en una playa desierta, revolcándose loco de contento en la blanca espuma de las olas que acariciaban su cuerpo.
Mas poco a poco, acaso en consonancia con los ciclos de la naturaleza, y cumpliendo sus aviesos veredictos, todo el vigor matutino se fue desmoronando como un castillo de naipes.
Tenía muy asumido que no necesitaba reloj para ubicarse en los distintos vericuetos por los que transitaba, pues todo su ser reflejaba en el silencio sosegado las horas exactas y los cuartos que precisaba, aunque al volver de la esquina a veces se cuartearan las ilusiones en el frío vaivén, al contacto con la intemperie y las desvaídas sensaciones que percibía, creando torbellinos de impaciencia que lo zarandeaban, o bien le obstruían el paso a la hora de ganarse el pan.
Tales avatares le impulsaban los horarios del sufrido respirar por aquellos vados, en los días sin agraciado tiempo, subiéndosele la incertidumbre a las barbas al atravesarlos, aunque fuese con la cabeza bien alta, pero el cerebro pendía del desasosiego que lo embargaba, desconociendo si aquella mañana sería la despedida del mundo de los vivos, debiendo abonarse al declinar de la tarde, discurriendo como un río hasta el mar.
No le faltaba razón en ello, dado que los años del estraperlo, en los que le tocó vivir, se presentaban muy dolorosos para salir a flote, y mantenerse en la superficie de la corriente o en la brecha de la vida, pero tirando, bien que mal, por acertados senderos, aunque se burlase de las quimeras conceptistas y los desaires temporales. Ello no le permitía bajo ningún motivo encuadrar el horizonte en una fórmula mágica, pero rechazaba que le pusiesen puertas a la fantasía, impidiéndole volar por insondables parajes, o reencarnarse en aquello que le apeteciera.
En los días de asueto, quedaba con los amigos para dar un paseo y tomar una copa, pero ese día fue a visitar a un amigo que vivía en el otro extremo de la ciudad, que hacía dos veranos que no veía, no teniendo noticias suyas, pese a los móviles y a internet, pues ocurría, según confesaba en privado con arrogancia, que le había pillado ya mayorcito para semejantes exquisiteces, y le daba largas a todo cuanto oliese a nuevo, que llegase con el sello de modernidad e innovación, y se colocaba en un terreno agrio, hostil, desdeñando la cordura y los buenos modales, careciendo de ellos a pesar de haber sido agasajado en multitud de ocasiones con toda clase de artilugios de tecnología punta, pero siempre se las arreglaba para rechazarlos, impidiendo la entrada en el umbral de sus dominios.
En cierta ocasión, no siendo ni tarde ni temprano, conforme caminaba por la acera como tantas otras veces las cosas se le torcieron de repente debido a una inoportuna chinita que se coló dentro el zapato, de suerte que le iba incomodando cada vez más, debiendo efectuar reiteradas paradas en el trayecto intentando restañar el roce y la figura, y desasirse de la broma que lo martirizaba sobremanera.
Rogelio siempre fue enemigo de toda clase de relojes, cuya única misión consistiera en pesar por arrobas o medir en litros el tiempo, los consideraba auténticos verdugos de la humanidad, que algún desaprensivo inventó sin duda para torturar a los semejantes –homo homini lupus-, por lo que abominaba de ellos por ser una pérdida de tiempo, ya que no aportaba ningún rayito de luz o provecho al entretenimiento o a los pasatiempos, dominó, oca, escenas amorosas, crucigramas, damas, lecturas, armados con sus minúsculas ramificaciones arbóreas, que, cual serpientes asesinas, serpentean por los subterráneos de la esfera inyectando veneno, y no satisfechos con eso alargan los tentáculos dentro de la breve urna, debiendo intervenir los expertos en última instancia, echando mano en los talleres de inconmensurables lupas, ensimismados en el lóbrego habitáculo de un alma en pena, y que a la postre, para mayor INRI, la gente exhibe ufana en la muñeca, de oro o plata, con gran ostentación y boato desfilando por suntuosos platós, opíparos banquetes o solemnidades palaciegas como ínclitos trofeos, o antaño en el bolsillo del chaleco con la cadenita, como talismán, mano de Fátima o blasón de nobleza.
Lo tenía muy claro, el sol amanece siempre para todo el mundo, y por mucho que uno se oculte o se desentienda, acabará siendo abrazado y mimado por él, y se percatará de que camina a su lado, e irá pulsando con maestría el timbre de los estados de ánimo, hambre, alegría, fatiga, pena o excitación sexual, según caiga vertical o se vaya deslizando por tejados, terrazas, montañas, valles, alcobas o por las cabriolas del océano, donde se sumergen los buzos a la caza y captura de peces inéditos o tesoros perdidos de antiguos pecios. Pareciera que los rayos solares alentaran a los intrépidos exploradores del fondo abisal, azuzándolos a la conquista subacuática sin miedo, sin escafandras o batiscafos, ligeros de equipaje, que ellos se encargarán de todo lo demás, limar escollos, arreglar arrecifes o tentadores corales, que acudieran solícitos a saludarle en la travesía.
Los conceptos asimismo no le reportaban nada digno de mención, le provocaban grima, anginas cuaresmales, porque no le ofrecían muestras fehacientes de algo palpable, por donde pasar la yema de los dedos, sino una auténtica cortina de humo, abstracta e inmaterial, cosa que no cuadraba con su espíritu práctico y sensible. Aunque se esforzaba hasta límites insospechados, poniendo todo el acento en la representación mental de los objetos y de los actos, siguiendo las recomendaciones de las nuevas corrientes lingüísticas y semánticas, sin embargo escapaba siempre descalabrado, rodando por la pendiente teórica abajo o le caía alguna teja encima, y sin extraer del parlamento ni una pizca de sustancia o meollo que echarse a la boca.
Desde luego que había que tener ganas de complicarse la existencia, para empeñarse en ahondar tanto en tales nimiedades o quisicosas, que a buen seguro a nadie repararán unas cataratas de ojos, ni le resolverán el más mínimo problema. Y mire usted por donde, con la enorme cantidad de comentarios, opiniones, teorías y debates sobre lo que encierra o abre al mundo el término tiempo y el críptico concepto, resulta increíble.
Pero podría surtir efecto si se introdujeran ambos vocablos –tiempo y concepto- en la misma cápsula digital, y propulsarla al espacio interplanetario en amigable compañía con algún animal, salvaje o doméstico, u otra criatura, a ver qué acaecía al cabo del viaje, o envasar la cápsula con sustancias curativas y dejarla caer por el esófago abajo y esperar el resultado al cabo del tiempo, como acontece con los pacientes que no pierden la paciencia en su pulso con la enfermedad –del tiempo- y la toman religiosamente por infartados o por cualquier otra herida coyuntural.
Y prosiguiendo por estos derroteros, habrá que reseñar que a través de los siglos ha habido mil y una tertulias, academias, universidades y toda una pléyade de filósofos y teólogos de todos los continentes y credos que se han devanado los sesos metiendo el bisturí a los átomos y a las microscópicas células del concepto del tiempo, escapando mayormente con los pies fríos y la cabeza ardiendo, situándose al borde de las puertas del psiquiátrico por no ir más lejos.
Los más avezados en tales litigios mentales rubricaban en los objetos más inverosímiles que vislumbraban, calabazas comestibles o no, papiros, arenas calientes, aguas tranquilas, tablillas, lajas, muros o calabazas de agua los cuatro puntos cardinales de la cuestión palpitante, con muecas, fechas o señas temporales, y rotulaban como en el globo terráqueo los extremos, denominándolos polos de la esfera cronométrica, en mitad de la panza se dejaban llevar por el ecuador –intentando ser ecuánimes- y los meridianos, y así hasta los hemisferios, las isobaras, los paralelos, los cuadrantes, las estaciones, los husos horarios, los años, el bisiesto, y las lunas llenas con el hallazgo de las medias lunas –tan ricas, que están para chuparse los dedos-, pero al final, con tanta dinamita especulativa el tiempo volaba por los aires, y sucedió lo que tenía que suceder, que los unos por los otros la casa sin barrer.
De forma que se fue erigiendo una torre de babel, “si no me preguntas qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntas, no lo sé, amigo”; otros amagaban con otra patraña no menos ingeniosa, algo así como “el tiempo es el espacio comprendido entre la sucesión de un antes y un después, retozando por el rebalaje donde fenecen las olas en un presente que al instante es arrollado por el futuro, que a su vez se ha llevado por delante al pasado”.
Y cabe preguntarse al respecto, habráse visto tamaña osadía en algo tan quisquilloso y fugaz como es el caso que aquí se ventila, donde tanta sangre y masa gris y materia prima se ha invertido por privilegiados cerebros, que con tanta contumacia y ardor urden los laberínticos viajes interplanetarios. Al socaire de ellos, figuran por derecho propio los fantásticos sueños de luna de miel en edénicas arcadias, que ya se están hilvanando entre bastidores para los posibles fans que ansíen soltarse el pelo y la pasta, y quieran disfrutar de tales esparcimientos en lugares pintorescos junto a acantilados marinos, o en los rascacielos que se alcen, remedando a los colosos de Dubai, en la Luna o Marte, o donde encarte, porque el espacio, al contrario que el viento y los espíritus y el tiempo, va a tener dueño y pronto, como cualquier islita en el Pacífico o una parcela en Marbella, en Benidorm o en cualquier punto de la Costa Blanca.
Lo que peor sobrellevaba Rogelio era la copia fiel o plagio descarado del corazón estampado en la estricta esfera digital con las correspondientes pulsaciones, los enigmáticos sístole y diástole, que según los arrestos que pongan en su cometido envalentonarán o humillarán a los humanos en las horas felices o en lo tremebundo de las taquicardias, o quizá la siniestra manecilla alargue la mano hacia otra parte por carambola, por una turbia diabetes o un acné primaveral, sin límite de edad ni tiempo.
De nada vale la vida que vivimos ni las frutas de la infancia o de la mocedad, cuando el tic-tac de la indolente máquina se descuajeringa por el deterioro de las fibras y las fiebres maquinadas en la trastienda, porque las raíces del árbol que lo sostiene se seque, o el tronco hendido por el rayo de la enfermedad que le aqueje vaya (con la expiración a cuestas en una cofradía cualquiera o la inspiración lírica de quien lo plantó o lo inmortalizara) a parar a una chimenea cualquiera para reconfortar los fríos huesos, o atemperar las dislocadas pulsiones.
A Rogelio a veces se le escacharraba el reloj del corazón con arritmias puntuales, que de súbito le teñían de negro las horas matutinas, risueñas y azules, recalando muy a su pesar en la UCI de cualquier ciudad una tarde cualquiera de otoño.
Después de innumerables estudios y consultas a los arúspices, los más insignes meteorólogos y expertos en la materia a lo largo de la historia –gurús de tiempo intemporal- repartidos por el cosmos, Rogelio ha llegado a la conclusión, si se puede registrar así el concienzudo raciocinio, de que el tiempo y el concepto y todo conjuntamente es un agujero negro en la mente de los pensantes, que les quema las pestañas y deja soterrada la refulgente savia de quien quiera asomarse por la ventana a ver lo que se cuece en la otra orilla, pues si se le olvida vislumbrarlo después de unos cuantos lustros de clímax y cambio climático, puede que se sorprenda por el lunar, que tanto acariciaba y resaltaba su rostro y tanta gracia le hacía, al haber sido fagocitado por Kronos en un pantagruélico festín en el umbral del jardín de su rica mansión en amena charla con distinguidos dioses del entorno, de tal forma que no habría manera de ponerse a jugar a las canicas peinando las canas del tiempo, o a descifrar unos palabros, toda una antigualla, tan lastrados por su longevidad, y que vapulean con retintín en todo tiempo y lugar, generando la mutación de la faz de la tierra y de los humanos con ilustres atisbos de gnosis suplantada con travestidos ropajes de alzhéimer, demencia senil o tal vez la siembra del terror entre patricios y plebeyos de todo el orbe montando desastres atómicos. Mientras tanto hay una turba de espíritus empujados por la hambruna y la tempestad del inmemorial tiempo, sin nada que picar, y unos sátrapas, en los que se ancló el tiempo, con la andorga llena, impartiendo dádivas desde fatuos púlpitos, y solazándose cual momias ancestrales en brazos de la eternidad con sus cuencos y perfumes y joyas y todas las pertenencias personales, donde figura su noción del tiempo –tempus -non- fugit-, deambulando bien regalados por la feria del malherido planeta.
José Guerrero
Está lloviendo, así que es mejor que nos marchemos cuanto antes, no es cosa de quedarse en plena calle viendo caer el agua sin protección alguna, y expuestos a contraer un desagradable constipado en el hervor de la cuesta de enero, cuando los fríos azotan con furia las mentes y el ambiente por los cuatro costados; aunque parezca una lluvia fina, casi imperceptible, poco a poco va calando los huesos del alma. Y entonces las directrices de la existencia, que hemos trazado, se desvanecen como el humo, y van empujando y marcando el paso por el desquiciado sendero, como el río que ha sido interceptado por el derrumbe del terreno causado por algún terremoto, y cuesta cada vez más desligarse de las ataduras y avanzar por el itinerario esbozado. Así las cosas, las aflicciones físicas y espirituales afilan los largos cuchillos clavándolos en los puntos más sensibles, y se regodean sobremanera sembrando el estupor por donde cruzan.
No obstante, no se puede afirmar que la sequía, como el polo opuesto, sea la panacea para resolver los grandes males que atañen a los seres vivos, porque allí donde arraigan sus redes la población, la flora y la fauna se mueren de pena, sed y hambre. Por ello, cuando se va circulando por los espejismos de una inconmensurable duna, y se vislumbra en el horizonte los resplandores de un fresco oasis los camellos y las entrañas del caminante cambian de color, respirando más seguros.
En consecuencia la solución habrá que buscarla por otros derroteros, allí donde la madre naturaleza sea menos madrastra y más madre, y ofrezca un acto de generosidad reflexionando sobre los múltiples excesos, proporcionando unas dosis equilibradas del líquido elemento, que respeten la vida de los humanos, evitando actuar como viles esbirros en el impetuoso e incierto remolino de las olas, ensañándose con los más débiles, ajenos a todo y sin ninguna culpa.
La cuestión es que no cesa de llover, y necesito salir a buscar leña al monte para encender la chimenea a fin de preparar el sustento diario, sin el cual no es posible conciliar el sueño, pero como está lloviendo a mares, y es muy arriesgado embarcarse en tales circunstancias, no hay más remedio que esperar a que amaine el temporal. No hay duda de que esto puede ocurrir cuando menos se espera en cualquier lugar, sobre todo en zonas de clima húmedo, pero también acontecen lluvias de turbas que se desplazan de un sitio a otro a la misma hora por los mismos puntos. Así, por ejemplo, cuando se va al cine (o a algún espectáculo de masas) un viernes por la tarde y se forma esa cola en la ventanilla, se quitan las ganas de ver la película, al quedar bloqueado en aquel berenjenal de gente que ha acudido anhelante a retirar la entrada, pareciendo que una nube humana empezase a diluviar desesperadamente, al acudir todos en tropel al mismo evento; y cuando finaliza la función y va a empezar la siguiente, el empuje nervioso entre puertas, viéndose impotentes los servicios ante la desmesurada demanda de forma incomprensible, sobre todo cuando son minúsculos y no acaban de salir los dos, o más, vaya usted a saber, que hay en el servicio, vamos, y la cosa se complica aún más si a alguien de la cola le entra de pronto un retortijón envenenado exigiendo in extremis un hueco en el lavabo, para no verse en la tesitura de tener que hacerlo en los mismísimos pantalones, exponiéndose a que lo tachen de cobarde, grosero o descarado, pero no cabe duda de que cuando la tormenta revienta con todo el aparato eléctrico y echa a funcionar toda la maquinaria aquello no hay quien lo pare, y echa por la calle de en medio, sin respetar señalizaciones, normas ni muros de contención, como sucede en las locas algaradas, o en las riadas de ciertos parajes ya habituados a esas disparatadas acometidas, llevadas a cabo en muchos casos por un enclenque riachuelo, que apenas trae agua durante el año, denominándose con toda la razón “río seco”, o acaso como se dice vulgarmente, una mosca muerta, y de buenas a primeras, se le hinchan las narices y empieza a vomitar toneladas de escombros, troncos y piedras, entrando en las viviendas de los vecinos, sentándose a la chimenea sin llamar al timbre ni saludar, pillando a los moradores haciendo sus necesidades o acunados en los brazos de Morfeo, que es lo peor, al no disponer de tiempo material para reaccionar y huir con lo puesto, poniendo tierra de por medio.
No es raro la acción de las riadas, pues acaece en multitud de ocasiones en los espacios más inverosímiles, en que asimismo son arrastrados por la corriente los pormenores que se suceden en el día a día, lo rutinario o lo trascendental, y antes de fenecer no les da tiempo de pronunciar el último testimonio, que justifique su presencia en este mundo, y poder desahogarse exclamando en la oscuridad de la noche o a la luz del día, con o sin permiso del verdugo, confieso que he vivido, y así, al menos, hacerle ver a la naturaleza y a los allí presentes que tiene corazón, que ha respirado y que en tiempos pretéritos luchó como el que más por las causas justas y vitales, dando el do de pecho, sin andarse por las ramas, y podía ir con la cabeza bien alta, mirando al porvenir, que se le torcía muy a su pesar, pero que no por eso le iba a impedir sentirse orgulloso por haber realizado en este mundo todo cuanto se le antojó en buena lid, sin perjudicar a nadie.
Pero como el corazón es tan imprevisible, y hay tantas frutas por cortar en el jardín de la existencia, y corren el riesgo de pudrirse si no se recolectan a su debido tiempo, por ende él quería libar las esencias más sutiles que deambulan por el ambiente, sacarle jugo y no pasar de puntillas como un escurridizo huésped por las esquinas o plazas, donde se exponía la flor y nata de los manjares, porque ante todo quería atrapar la belleza y gozar de todo cuanto germina en derredor.
No aspiraba a ser un donjuán ni mucho menos, anhelaba sembrar armonía y contento allí por donde transitaba, intentando satisfacer los espíritus más delicados, inquietos y exigentes. Por ello, aunque su alma de artista bullicioso reventaba en primavera como un capullo en flor, no obstante regaba con valentía, desprendimiento e imaginación los campos que tocaba.
Y así, en una perenne pugna por eternizarse en la brevedad del viaje por el orbe, antes de que arribasen las horas ortivas del postrero día, con toda la solemnidad que se requiere en tan solemnes momentos, únicos e irrepetibles en la vida humana, pudo expresar con la satisfacción del deber cumplido, y pese a que estaba lloviendo sin parar, lo que más ansiaba, confieso que he vivido, y dicho esto se marchó feliz haciendo mutis por el foro.
Le daba la impresión de que tenía mucho sueño para seguir escarbando en el ayer,
porque probablemente no merecía la pena, al no poder cimentar en las encías de
aquellos años unos empastes brillantes y duraderos, que ofrecieran garantías
para morder lo más contundente, lo que le sobreviniese en el transcurso del
invierno o del verano, cuando los rayos y truenos se despojan de las máscaras, y
deciden actuar con todo su séquito, como las tropas en el combate o en el
desfile de carrozas el día de reyes, en que los caramelos salen como obuses por
los aires, y luego se estrellan sobre las testuces de los concurrentes,
aporreando o despejando en ocasiones los cerebros, que andan envueltos en
telarañas o en otros eventos, que no vienen al caso, pero que están en esos
momentos desfilando por sus cerrados circuitos, y es justo reconocer que tienen
todo el derecho del mundo, porque son libres y no se les obliga a dar
explicaciones, dado que se mueven por sus propios miedos y territorios.
Los juguetes del olvido paseaban silenciosos por el desierto de la imaginación,
sin ningún calor que les aportase vida, pues las carencias y la inconsistencia
de la existencia en aquellos tiempos daba mucho que hablar, o risa o pena, dado
que aquellas hornadas de infantes no hallaban en su mayoría los resquicios
propicios para que la suerte, la sorpresa o un sueño repentino les despertara de
la debacle que deglutían en el día a día en mitad de las sórdidas alamedas de
los ríos, de las plazas y calles del núcleo urbano o a lo largo de los bulevares
vitales. Y para colmo, la climatología se ensañaba con aquellos que intentaban
crear algún minúsculo espacio para sacudirse las pulgas o la penuria, o plantar
un árbol en el que reencarnar sus aspiraciones, la esperanza o las posibles
frustraciones, pero en el fondo no había lugar, debido a la estrechez de miras
de los elementos de la naturaleza, que aunque se les dejaba al libre albedrío a
los residentes, no obstante, en último termino, los elementos se sustraían al
compromiso que se esperaba de ellos, mostrando un poco de consideración, y sin
abusar tanto de los mortales.
Pasan los días, los años, la vida y todo fluye corriente abajo, y sólo aflora la
fútil disculpa en los meandros o en los agitados remolinos, donde se cruzan los
temores o los troncos retenidos por la reminiscencia, y reverberan efímeras
ideas, que nutren sin percibirlo los estómagos de la existencia. Porque resulta
difícil descifrar la sustancia de lo que acaba de existir, cuando el rayo entra
como un descarado ladrón por la ventana a media noche, o a plena luz del día,
cuando los ojos de la criatura apenas vislumbran las luces de la razón, y le
ponen de pronto delante al occiso, como una pantalla fija, o a un tiovivo, como
si fuese el regalo de un ser querido, a fin de que se entretenga con él en horas
de insomnio o en horas bajas; no parece que tal proceder vaya a ser rentable a
la larga, y menos para plantar en la vida un arbolito sin saber si dará algún
fruto. Y sin apenas digerirlo, se apresuren a instalar en el vacío del alma todo
un conglomerado de caricias y apoyos, que no se sostienen en pie y menos en el
esqueleto afectivo de una criatura, porque, como una tierna flor o un lobezno
que empieza a libar las primeras esencias o gotas de rocío, se precisa del
aliento y del cuento para dormir o seguir viviendo. En las tinieblas de los
tiempos, horadando los muros del tiempo perdido o de los nichos, donde yacen los
descorazonamientos de tantos seres deshojados a sangre y fuego en la flor de la
vida, todo ello clama al cielo o a los abismos, o a cualquiera que se coloque un
instante en la esquina, fuera del local, a reflexionar apurando el último
cigarrillo, antes de que le caiga una lluvia de reproches o una multa, por la
insensatez de una ristra de avatares encadenados que azotan sin piedad al más
pintado.
La infancia del paraíso perdido en un tiempo que nunca vuelve, pero que acaso
permita apostar en una nueva partida de póquer, y al representarse de nuevo la
contienda aquí y ahora, sería bueno encontrar el modo de pertrecharse de la
munición precisa para no pisar en los mismos barros, y guardarse en la manga la
venganza sana o el acierto definitivo, que eche por tierra a la cobardía que
acecha a cada paso, tan atractiva y tan temprano, en las alboradas de las
criaturas.
El sueño, por un lado, les acercaba a la tranquilidad y al reposo, alejando de
su huerto los contagiosos insectos que merodeaban sin tregua, o tal vez les
sumían en un hastiado sopor, al no poder alzar la voz o la cabeza para atisbar
el horizonte, que en esos momentos puede que apareciera impoluto, y escribir los
mejores sentimientos, o por qué no decirle al auditorio, silencio, se rueda,
empieza la función, pero no cabe duda de que el sueño le atenazaba por completo,
y debía retirarse a tiempo, antes de ser devorado por la inmundicia o el
impertérrito latrocinio del espíritu que, ingrávido, nunca se sabe por donde
discurre.
Deletreando, en las islas del ocio y del entretenimiento, los caracteres del
rompecabezas –e, b, d, t, p-, a estas alturas de la marea de la vida, no cabe
duda de que da mareo, y entra mucho sueño por las ventanas y por las pupilas,
sobre todo al buscar el pasado entre las virutas deshilachadas de las que uno se
forjó, y no dar con el timbre de los mimbres que anhelaba. Las enigmáticas
letras se escabullían entre infinitos tics y desafecciones con unas perspectivas
difusas, en que la –e- (de la preposición en) empujaba con rabia queriendo
desentrañar los engreídos tapujos que se partían de risa detrás de las cortinas,
o se recreaban en las celosías de las células mentales, transitadas por piratas
y huracanes o migrañas que desvalijaban al mejor armado de resortes y recuerdos;
la –b- (del verbo buscar) bailaba en la cuerda floja de la mnemotecnia,
columpiándose en la evocación del pasado, entre la imaginación mas realista y lo
que sucedió en efecto al cogerlos in fraganti, pero todo se percibía o se
archivaba con aire desnortado, debido a la espesa niebla que lo cubría todo,
impidiendo la visión o el riego de un saludo sincero al salir al encuentro; la
–d- (de la preposición de con el artículo el en un apretado ayuntamiento)
disecada y guardada en una vitrina con ansias de indagar sobre su fidedigna
procedencia, cual ceniza dolida por el olvido a que se veía sometida; la –t-
(del sustantivo tiempo) con su cruz tatuada en los lomos caminando por virtuales
despistes, sin acertar la hora en el reloj de arena o en el de sol del amanecer,
cuando tanta falta hacía para sentarse a almorzar o tomar un tentempié a fin de
que no se parase la máquina; la –p- (del participio perdido) completamente
invisible en las cosas gruesas, que es lo peor, pues en las menudas menuda
gracia que hacía a los transeúntes, e incluso a los sedentarios, no habiendo
forma de hallar ni rastro de su paradero, como no sea con la intervención de un
mago y la chistera. Porque a cualquiera le gustaría atrapar lo que se desvanece
con sus propias manos, y retener por lo tanto lo que antes tenía a su alcance, o
por lo menos así se lo figuraba en tales momentos, y si, en efecto, tocase la
realidad con los dedos en ese fugaz instante, no sería menos mendaz el que ahora
se escurriese como el agua entre las manos, sin advertir que alguna vez acaso
retorne o se reencarne, bien que mal, a la infiel memoria o al fiel espejo del
camino.
Los nombres de los lugares o puntos, negros o blancos, llevan en el pico
indicios, símbolos, según el color del cristal, y apuntaban allá por la prístina
aurora significados concretos de los tremebundos sentires que emanaban como de
un indeleble manantial, y así acaecía al descolgarse por la cueva del Negro,
brotando a borbotones emociones trasmitidas de generación en generación, cual
memoria de los pueblos, en la soledad de la noche, ensortijada de horripilantes
murmullos, que encendían las pulsiones de los osados que a ciertas horas se
dejaban caer por allí. Y no andaba muy lejos el aquelarre de las Cabezuelas,
paso constante y obligado de los caminantes, que se veían forzados a su
utilización para buscarse el sustento o beber en las aguas del otro enclave
urbano, y respiraban el negro carbón en sus tiznados rostros y en los recovecos
que la conformaban, palpando allí al sacamantecas, y sembrando el pánico en el
subconsciente, incluso antes de la llegada de la fiesta del cumpleaños con las
piñatas y los globos de colores. El panteón, no el inglés del paseo de Reeding
en la capital malacitana, sino el ubicado en las faldas del municipio morisco
con las puertas siempre abiertas de par en par, dispuesto a ofrecer una
campechana hospitalidad a cualquier hora de la noche o del día, y a veces
crecían las flores en su regazo, alegrando los recuerdos y la soledad de sus
moradores, y por donde se masticaba a una edad temprana la amenaza de una mano
negra o unas arbóreas y gigantescas uñas, que no se sabía muy bien cómo y cuándo
actuaban.
A la entrada de la villa, la Fuente saludaba sonriente al viajero, enseñando sus
blancos dientes, figurando en sus desvelos como el pórtico de la gloria, adonde
acudían los moradores a lavar la mugre de los sinsabores y las legañas del
esparto, y donde abrevaba la caballería, o se le servía en un vasto cuenco el
rico maná al sediento rebaño, o a la misma población que palpitaba ansiosa en
derredor, ante la ausencia de agua en las casas, acarreando cántaros apoyados en
los costados las muchachas con sus brillantes salcillos y sensuales galas
ornadas con chispeantes y vespertinas sonrisas, que limpiaban la mota de polvo
de los ojos y curaban la ictericia, rompiendo el hielo de la tarde.
Se erguía, como en un escaparate, una cascada de balates, bancales y nombres
como, el Higueral, el Trance, los Morros, el Cerrillo del vinagre, la Minilla,
el Castillejo, entre morisco y mudéjar, con sus huellas desafiando al verdugo de
los días a las mismas ruinas de Pompeya; el Cerro del águila o la cuesta de
Panata, de forma que todos picoteaban en el pastel común para alimentar sus
afanes, con la aquiescencia de sus habitantes, sembrando suspiros súbitos o
satisfacciones o imborrables gestas, unas más sublimes que otras, mediante las
mesnadas de labriegos que se desplazaban por tales puntos marcando hitos en sus
pulsaciones.
Las cuestas costaban un doble esfuerzo por el ascenso o el empuje del descenso,
y porque se estrellaban sobre sus cabezas el ajetreo continuo, la ansiedad de
cubrir el expediente para que las necesidades más perentorias no les
expedientasen a la hora de sentarse a la mesa con la prole, con los sombreros o
sin ellos, y a su vez los terribles rayos solares o las infernales ventiscas con
azotes de mano dura en las caras de las caballerías o de los propios arrieros,
que paso a paso, grito a grito, trago a trago, engullían el amargo trayecto
después de cruzar, como la barca de Caronte, a la otra orilla del río Guadalfeo,
con el agua al cuello, si la crecida así lo requería, y con el bastón o palo o
sus piernas o encima de la acémila, meciéndose o nadando contracorriente por el
turbio oleaje del río, y puede que hasta se burlase en sus mismas narices al
ponerse blancos como la pared los camicaces bañistas de turno.
Y así, desgranando la vacuidad del ayer, si nadie lo remedia, remedando al poeta
que añoraba a su progenitor, nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la
mar, que es el morir.
José Guerrero Ruiz
EL INVIERNO
Ricardo resoplaba con dificultad tiritando de frío, cuando recolectaba la aceituna en el campo. Era superior a sus fuerzas. Maldecía los días en que le obligaban a realizar semejantes tareas. Prefería no haber nacido. Cuán distinto del tiempo de recreo en las fiestas navideñas, que se lo pasaba en grande, disfrutando con los amigos en diferentes divertimientos en la plaza o por las calles del pueblo o en casa de algún amigo. Los días, impregnados de rica savia, se hacían querer y parecían eternos, e invitaban a soñar y volar por las alturas, paralizándose el sol en mitad del cielo, y todo a su alrededor sonreía sobremanera, encontrándose en un lugar ameno, casi bucólico, sin contratiempos ni una espina o umbría que le incomodara.
No quería pensar la que le esperaba cuando bajara el telón el otoño, y asomase cantando el invierno, dispuesto a renovar las aguas otoñales, con el fin de realizar los quehaceres que le corresponden en su estación. Se le nublaba el horizonte. La cantidad de nieve, pensaba, que debía triturar para seguir viviendo. Esos lóbregos días en carne viva, que se tiran a la calle sin respetar abrigos ni bufandas, dispuestos a todo, ¡esos días serían tan negros! No podía serenar los ánimos. Los ardores de estómago se le acrecentaban y lo llevaban a mal traer, generando en su vida innumerables inquietudes. Los olivos, esplendorosos y magnánimos, no daban su brazo a torcer, ofreciendo su fruto, y formando una alfombra verdinegra, como si cayera maná o acaso goterones de agua congelada sobre la misma coronilla de Ricardo, que lo derretían, al recoger en cuclillas el preciado fruto.
Por las mañanas tomaba el caliente desayuno de torrijas caseras, que se preparaban en la sartén con rodajas de pan en abundante aceite hirviendo y el correspondiente tazón de leche, alimentando el fuego con cáscaras de almendra, ramas y troncos o carbón. Poco a poco se iban dorando hasta tostarse. Era el carburante imprescindible para que arrancaran los motores antes de trasladarse a lomos de la caballería a los distintos pagos o fincas del lugar (verbigracia, Las alberquillas, El corralillo, Jurite, Cuatrei, Los palmares, La loma colorá, o el suspiro del moro, etc.). Los caminos se habían diseñado para el paso de las bestias, por lo que de vez en cuando descollaba por la superficie algún que otro abultado peñón, o de improviso aparecían feos hoyos, de modo que hasta al caminante más curtido en la batalla se le jugaba una mala pasada.
¡Cuán lejos quedaba aún el todo-terreno! Resultaba impensable aún en tales fechas, y más para los autóctonos, que llegase un día en que los vehículos de motor transitaran alegremente por aquellos parajes como pedro por su casa. Sin embargo, la nieve revuelta con las olivas rodando por la áspera corteza del terreno, y que tanto odiaba Ricardo (porque lo que le gustaba en esos momentos era ir a la escuela y hacerse un hombre de provecho para el día de mañana, como otros niños de su edad), pero que era tan beneficiosa para el campo (así lo atestiguaban los más antiguos del lugar evocando el proverbio, año de nieves, año de bienes), y tan apreciada a su vez en las sierras limítrofes por quienes gozaban de un nivel de vida superior, en que sus ingresos les permitían gastar una parte en la práctica del esquí, alojándose en un apartamento u hotel del recinto de la urbanización.
Tales incursiones a esos espacios privilegiados de esparcimiento de invierno no estaban al alcance de todo el mundo, resultando prohibitivo para una inmensa mayoría y por supuesto para Ricardo, en todo caso podría saciar su curiosidad contemplando el espectáculo de la nieve en el cine, y posteriormente en los reportajes de televisión. Aunque en el fondo no le engendraba envidia, no obstante no le hubiera disgustado haberse desplazado a dichos lugares con la mochila bien abastecida, y desplegar sin miedo al desfallecimiento todas sus habilidades, pero sólo era un hipotético sueño. Durante la recogida de la aceituna se fraguaban las escenas más lamentables, pues las manos se desgañitaban impotentes pidiendo auxilio, al palpar la yema de los dedos la esquiva tierra y los pinchos y las traidoras lajas con la incertidumbre de si bajo su regazo cobijaran algún astuto escorpión y le picase por sorpresa. Tiritaba Ricardo acobardado por las insensibles bofetadas que recibía del gélido invierno, cuando no del progenitor, haciendo acto de presencia un serio frío, que de buenas a primeras se despojaba de la careta, echando las redes con un ímpetu inusual, acaso porque allí se encontraba él, pensaría, causando estragos en las emociones y los sentimientos, sumiéndole en la mayor desesperación.
El año nuevo no las tenía todas consigo, por lo que le pedía consejo al saliente por su experiencia, preguntándole cómo podría conseguir darle gusto a la gente desde el principio de su reinado. Mas el año viejo, levantando con dificultad una mano, y con una voz pavorosa, que salía silbando por entre las roídas encías decía, que no se hiciese demasiadas ilusiones, porque lo que prolifera en su oficio son las descalificaciones y los insultos, apostillando que con todo ello se podrían llenar tantas sacas, que no cabrían en los almacenes de todo un continente o del mismo universo. Así irán repitiendo sin desmayo por calles y plazas en invierno y en verano expresiones como, ha sido un año horroroso, un año de desdichas, un año de ruina, un año escandaloso, con otro año como éste no quedará nada sobre la faz de la tierra. Incluso apuntaban que todo lo que les ocurría a los mortales era achacable al paso y al peso de los años; menos mal, le espetaba, que al cabo de los días se vuelve uno tan sordo, tan torpe, que no oye la lluvia de quejas e improperios que van descargando.
Entonces el año nuevo ideó un plan, a fin de arreglar los problemas que le concernían, y encargó que enviasen e-mails a todo el mundo que padecía alguna dolencia, tullidos, mancos, ciegos, cojos, infartados, ancianos maltrechos, preguntándoles con todo detalle si deseaban que se quitase de en medio, desapareciendo del mapa, con idea de evitar que se prolongaran por más tiempo las angustias y calamidades por su culpa, y respondieron todos al unísono, sin excepción, que, por favor, no se ausentase ni una pizca de tiempo, pues de lo contrario corrían el riesgo de ver rebajada su vida en al menos un año, y no estaban dispuestos a ello.
El nuevo año enternecido por las fervientes muestras de apoyo, y las irrefrenables ansias de vivir de los afectados, dio su brazo a torcer, permaneciendo en su puesto al frente de su trabajo durante el tiempo de gobierno que le correspondía.
No obstante, el invierno trituraba paulatinamente lo poco bueno que había hecho el otoño, y arreciaron los huracanes, la erupción de volcanes y los tsunamis, menospreciando en parte la opinión de la población, pues ya tenía asumido que hablarán peste de él, siendo el blanco de todas las miradas, el culpable de todos los achaques, el verdugo, el que engendra las enfermedades, las arrugas, las lumbalgias, la desgracia de fenecer, que no es poco, y lo peor de todo, el olvido.
Alguien barruntará que no está todo perdido, que si se sumerge uno en la lectura de Cien años de soledad, seguramente supondrá ingerir una vacuna contra la brevedad de la vida, y así el fugit tempus saltará por los aires y se detendrá al menos un siglo o más, porque dependerá de lo que dure su deleite, al leerlo con fruición y mucha parsimonia, sin miedo a sentirse en soledad durante la travesía. O tal vez, ante la zozobra, contratar a Sherezade, a fin de que venga a nuestra presencia, e hilvane historias y más cuentos y una vez que llegue a las mil y una noches, iniciar de nuevo el itinerario incluso contándolos pausadamente a la inversa, y, aunque no sean capicúas, ya se les hará un huequecillo para que encajen con toda su grandeza y misterio, y así indefinidamente por toda la eternidad, y que el tiempo se fastidie, aunque como guinda del gran festín y siguiendo en sus trece, intente burlarse en nuestras propias narices una vez más, dejándonos cara de tontos con la frase lapidaria, el tiempo todo lo cura, pero a pesar de todo persistirán las suspicacias por doquier, y en especial sobre la futura recolección de la aceituna.
José Guerrero Ruiz
LA VELA
La vela se sentía reprimida por el incomprensible aire que emanaba del género humano. Quería encontrar, como el filósofo de la linterna, la esencia de los seres por las calles y plazas en este vasto mundo, o acaso en el poso del vaso que alguien acababa de apurar. Lo hacía lo mismo a plena luz del día que en noche cerrada o de luna llena; eso le traía sin cuidado, pues escudriñaba la honestidad encarnada en las personas. Había gente que le increpaba preocupada, y lo interceptaba sin tregua, calificándolo de descerebrado, zascandil u otros epítetos ya arraigados en el acervo hispano, como el que en mala hora nació, y se ensañaban con su afán de búsqueda, sobre todo por el derroche de energía al ir en mitad del día, empecinado en hallar el verdadero meollo, la genuina idiosincrasia de los mortales.
No advertía con conocimiento de causa los intríngulis de los enemigos a los distintos modos de indagación, sobre sutilezas y endogamias peculiares, que navegaban por el universo sin haberse examinado hacia sus adentros, con luz propia, o mirado al espejo con los ojos de la consciencia, y hurgar en la imagen con una visión desinteresada, proyectando sus alegatos para estar vivo en bien de todos los pobladores, o seguir viviendo, mal que bien, en el andamiaje sin rebajar la blancura de la inmaculada nieve. Llegado a este punto, si se desnudara ante el espejo, no se sabe la reacción que tendría, al observar con lupa hasta las últimas consecuencias los microorganismos y las voluntades de que ha sido moldeado, y cómo aparecen estructurados. Cuántos misterios se agolparían en tan pequeño espacio de intelecto.
La incertidumbre se haría sin duda el harakiri, al percibir la minúscula armonía que se tejía entre la potencia y el acto (el poder y el hacer), entre los principios de los que se fueron hilvanando palmo a palmo los trajes, las cortezas sensibles de su cuerpo, los nervios, las células madre, y los pasos posteriores en la vida, sin brújula unas veces, sin orden ni concierto otras, que finalmente no conducen a parte alguna.
Continuaba el hombre con la vela asida haciendo sus labores de investigador del estulto mundo, que se debatía en mil desvaríos, haciendo de tripas corazón, bebiendo aguas insanas o cicuta adulterada, que, sin embargo, emponzoñaba paulatinamente la existencia, y por ende se iba perdiendo la fresca semilla que ilumina la razón, cayendo en descorazonadas tropelías al hilo del discurrir de los días.
Hoy es ayer, y mañana es hoy o tal vez al revés. Y el cerebro a través del tiempo se descuajeringa y desvincula cada vez más de lo primigenio, de lo ingenioso, de su cara natural, y se va convirtiendo en desvaídos entes, desprovistos de sentido, incapaz de vigilar la cocina, a fin de que el guiso, que hierve en la olla con toda la pringá, no se salga de sus casillas arremetiendo contra todo bicho viviente, y no ardan, como la vela o una mazorca de maíz, las propias células y el entorno familiar. Ocurrirá entonces que cuanto más tiempo invierta en lo visionario y en actos banales, mayor será el suplicio y la desdicha que le embargue, dejando de lado lo básico, lo irrenunciable, como, respirar, acariciar una mano amiga, observar la tierna ingravidez del gorrión asomado al balcón, o simplemente vivir, que tal como andan las calendas, no es bien poco.
Adelante, no se distraiga, y apague el fuego de la olla para que no explosione o salga respondona, y camine con tiento extrayendo de la imagen del espejo una enseñanza, la enjundia que entraña y nutre el espíritu. Todo ello coadyuvará a pronunciar Eureka, o albricias, y contestará con gusto al principal interrogante, para qué está aquí devanándose los sesos con una vela por avenidas y bulevares, si no ve ni lo que acontece en derredor, porque lo falaz oscurece la luminosidad de la vela, y le atraviesa el costado, surgiendo reflejada en el espejo la falacia.
Ahora se dirige al otro extremo del compartimiento de su cerebelo, y mira la suerte en la bola de cristal (vaya usted a saber qué le dirá), o acaso en la lista de lotería por si los dioses o papá Noel se han dignado traer una pizca de saludable alegría, o un tarro de cosmética para revocar los desconchones y adecentar un poco la maltrecha fechada, que han ennegrecido las lluvias sin ningún remordimiento.
Hay títulos, nobiliarios o no, o temas que mueren por el camino, dando fe del nombre como el título irrecordable, antes de ver los rayos del sol o la llama de la vela, no sólo por el tiempo transcurrido, ya que puede ser de repente, o de un día para otro, desmoronándose incluso el árbol mejor plantado y con las raíces más arraigadas.
Por consiguiente la sabiduría y la honradez pueden surgir por contraste, ¿cómo no serlo ante el trato con una pléyade de personajes miopes, sin una visión de futuro, y que a veces son necios?
Y en éstas andaba enzarzado el viajero, cuando se fraguó el econtronazo,
-Pero qué sucede, oiga, que me lleva por delante, espere un momento, no sea un bruto.
-Ah, perdone, no lo sabía, y entonces, si es ciego, ¿por qué va con la vela encendida en la mano?
-Para qué va a ser, buen hombre, para que me vean los demás, porque no es lo mismo verse el ombligo, que poseer una visión de las cosas, una perspectiva cualificada de los seres y los comportamientos, pues aquí donde me ve, aunque no lo parezca, procuro alumbrar por la vida.
Y después de haber recorrido múltiples laberintos y vericuetos a lo largo y ancho del planeta, aunque no durmiera en un tonel como el filósofo heleno, ni se alimentase de los desechos humanos, se cuestionaba el currículo vital, farfullando, tanto batallar para irse desnudo uno, y sin derecho a indemnización por los imprevistos descalabros del viaje.
José Guerrero Ruiz
LA NIEVE
El tráfico por carretera le acarreaba no pocos trastornos, vómitos y adversidades. Las defensas no le respondían como en su estado primigenio, y se encontraba bajo mínimos, deshaciéndose como pompas de jabón. Y lo que se avistaba a la vuelta de la esquina no ofrecía mejores perspectivas.
Las contrariedades se multiplicaban a cada paso y desenvainaban sus afilados cuchillos, solazándose a su aire en el regazo, elaborando sórdidos nubarrones con raros achaques, verbigracia, estados griposos o súbitas neumonías, provenientes ora de vacas, de gallinas, de palomas o bien de porcinos, con voluntad de borrar al ser humano de la faz de la tierra.
En el horizonte se husmeaba algo que no encajaba bien del todo, al presentir unas insensibles manazas, que de manera soterrada atusaban engreídas los mostachos, mofándose a sus anchas y pregonando a los cuatro vientos que, cuando menos se espere, azotarán sin piedad a la población.
Sus garras hacían guardia en el campamento de invierno, con las armas prestas para la mordida, aguardando el momento preciso para atacar. Según las previsiones, esperaban forrarse durante el invierno con la llegada de ventiscas y gélidas nevadas, haciendo su agosto, al golpear con furia a los sectores más desprotegidos de la población en las partes más proclives a la desesperanza, con una invasión masiva de virus y bacterias.
Parecía que los contratiempos echaban alas, sobrevolando las copas de los árboles y las humeantes chimeneas de las viviendas, expandiendo su mortífero manto por campos y aldeas, sin toparse con algún freno que les presentara cara, y ponerlos en su sitio, exclamando, ¡basta ya de tantas extralimitaciones!, señalando los límites concretos a las ansias anexionistas.
Resultaba complicado lograr que toda una pléyade de calamidades pusiese los pies en polvorosa, de suerte que no se nutriera de falsas alegaciones, al saberse a todas luces que de esa guisa podría sacar tajada.
Pero el otro día ocurrió algo extraño, como un mal barrunto, al amanecer la casa en llamas, desconociéndose en un principio las causas de la catástrofe. Sin saber cómo, al despertarse se percató de que el habitáculo estaba ardiendo, yendo a la deriva como un barco en alta mar. Sucedió algo serio, y no era cosa de quedarse de brazos cruzados, por mucha flema que se tenga. Lo importante, en tales circunstancias, consistía en atajarlo cuanto antes, y luego buscar las causas que lo produjeron, a fin de que no se repita en el futuro; era sin duda un asunto difícil de descifrar, y peor aún si se le agregaba el fuego interior del inquilino, que no podía más, e iba a rastras por entre las cortinas de las habitaciones masticando inquietudes y desvaríos, de modo que, si no había suerte, tal sistema de vida acabaría por llevarse por delante lo que más quería, su amor predilecto y la vida propia, en una riada de enfermedades contagiosas, que horadaban subrepticiamente las gargantas.
Lo más horrible aconteció cuando, nada más despegar los párpados, se cruzaron los ojos con la ígnea maldición, que según todos los rumores apuntaban a la explosión de dos bombonas al unísono, quedando bloqueado por el impacto y la espesa humareda que brotaba del recinto.
Pese a los esfuerzos desplegados para sofocarlo, el fuego vomitaba por sus fauces, como un volcán, toneladas de terror, humo y lenguas de fuego, convirtiendo la casa en un auténtico infierno.
El pánico se adueñó de los vecinos, y algunos, turbados, se arrojaban por las ventanas, huyendo de la quema, y suplicaban auxilio a la ciudadanía y a los bomberos, cuya espera se hacía insoportable, toda vez que se les extinguía la vida en cuestión de segundos.
Sin embargo, había otros fuegos que repiqueteaban sin pausa desde hacía tiempo en las relaciones de la pareja, generando múltiples disensiones. Al llegar a ese punto, se daba cuenta de que eran asuntos privados, y pensaba que lo aconsejable sería sentarse en la mesa camilla, al calor de la estufa, y solventarlo mediante el diálogo, pero la situación se dilataba en el tiempo más de la cuenta, porque cada uno arrimaba el ascua a su sardina, pese a lo que les iba en ello, por lo que no había forma de apagar el fuego y restablecer la calma, ahuyentando de sus vidas los dislates que se muñían, lo que embarraba aún más si cabe los comportamientos; pero al poco tiempo auspiciaron que si retornaban a sus quehaceres cotidianos, al nido común, otro gallo les cantaría, y les alcanzaría despejar los nubarrones y sofocar los fuegos, pudiendo dormir tranquilos.
Consultando la agenda, advirtió que debía desplazarse a la ciudad de Nerja en tales coyunturas por una fuerza mayor, reparando en que podía ser el último día de su existencia por las adversidades que le acechaban, no haciéndole ninguna gracia, y no estaba dispuesto a ponérselo en bandeja a Caronte, y supuso que lo mejor sería conquistárselo, aprovechando las horas bajas por las que atravesaba, debido a la penuria económica, cumpliendo los dictados del proverbio, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
La nieve, que empezó a caer de forma estrepitosa, fue enfriando los tibios suspiros que aún exhalaba, ya que nunca había vivido una nevada tan fría y copiosa, y todo ello al ponderar, que si se trasladaba por carretera, corría un nuevo riesgo, verse arrastrado por ella a los mismísimos acantilados que proliferan por el itinerario, lo que le subía sobremanera el estrés y disparaba las dificultades que se urdían en su entorno, al no disponer de cadenas ni tener ni idea de su funcionamiento.
Entre tanto, calibrando las probables vicisitudes del viaje, comenzó a manejar la rentabilidad de trasladarse por mar, y de esa forma enterrar la pesadilla, aprovechando la calma chica que reinaba en las aguas mediterráneas, y, entre unas cosas y otras, apaciguaría la ansiedad que le ahogaba, cuando de pronto le vino la feliz idea de sacar de la mochila el libro que había tenido a bien echar para el camino, el poema del Mío Cid, y, ni corto ni perezoso, se puso a leer con fruición estética las andanzas del héroe, discurriendo por los lugares por donde acaecieron las hazañas que llevó a cabo en su lucha contra las huestes enemigas. Eran tiempos de guerra, de hostilidades, de expansiones del poder, pero no comprendía por qué, aquí y ahora, estaba atravesando peores momentos que el protagonista de la lectura, cuando él se había alistado en ONGS, y buscaba la manera de sembrar armonía y excelentes aromas en su hábitat, colaborando con asociaciones solidarias.
Conforme progresaba en la historia del héroe se le fueron calmando los ánimos, y se decía para sus adentros si él no podía hacer lo mismo, conseguir la victoria, pero usando una táctica incruenta, sin disparar un tiro, y conquistar lo que anhelaba, saliendo airoso, y lo rumiaba al rememorar los versos del Cantar:
Salvaste a Jonás cuando cayó en la mar
salvaste a Daniel con los leones en la mala cárcel,
salvaste dentro en Roma al señor san Sabastián,
salvaste a Santa Susaña del falso criminal, vv. 339-343, ed. de Montaner Frutos.
Tampoco le
gustaba verse retratado como alguien derrotado por la incomprensión y el
destino, como sucede en los siguientes versos de Manuel Machado, referidos al
inicio del destierro del Cid Campeador,
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
Al destierro con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.
Intentaba por todos los medios que su ruta a Nerja no fuese tan áspera y sangrienta como la de don Rodrigo Díaz de Vivar por Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante.
Al cabo del tiempo, deambulando por el parque y sin apenas darse cuenta, columbró a lo lejos un holograma, con unos resplandores como si fuese una estrella de Belén, que colgaba del balcón de una casa palaciega, lo que le llenó de curiosidad e intriga, no atreviéndose a acercarse por la desconfianza que le inspiraba, y se interrogaba si tendría poderes mágicos o acaso de brujería, si se trataba de algún objeto no identificado que pudiese estallar de repente por la acción de algún desalmado, o pertenecía a algún esotérico terrícola, que hubiese manipulado la cámara fotográfica con rayos láser obteniendo tan inverosímiles fotografías.
Finalmente convino con Caronte en sellar el pacto secreto al que habían llegado, sobre las características que debía reunir la barca que iba a utilizar para el desplazamiento, porque como era zurdo, algo siniestro, no le valía cualquier modelo, sino que necesitaba uno especial, con unos remos con mano izquierda para sortear las veleidades de Thánatos, incrustando en la madera sustancias de un elixir de eterna juventud, que garantizase el viaje de ida y vuelta.
José Guerrero Ruiz
CAPICÚA
La otra tarde estaba como un loco buscando un lápiz para plasmar en el folio unos cuantos pensamientos que andaban revoloteando por los aires en medio del tiroteo que azotaba mi cabeza, con idea de atraparlos de alguna manera, aunque fuese estrujándolos como salchichas o mordiéndolos a bocado limpio, y conformar algunas historias similares a las que aparecen en las revistas literarias o prensa en general de distintos lugares, pero no había forma de lograrlo. Alguna mano negra se había confabulado en una maniobra desleal.
Por última vez, por favor, escúchenme, ¿quién tiene un lápiz? Sólo le pido que me lo presten un momento, y no duden de que de inmediato retornará a su dueño, les doy mi palabra de honor.
Doy por descontado que más de uno querrá satisfacer mi necesidad, porque es casi seguro que todos poseéis un lápiz de sobra en la bolsa por lo que pudiera suceder, incluso diría más, que vais acompañados de montones de lápices de múltiples colores a fin de atender el abanico de emociones que circulen por vuestro mundo, así que no se hagan los remolones, aunque comprendo que estarán ocupadísimos en mil bagatelas intentando salir airosos del tumultuoso oleaje, lo que impedirá que se centren en mi petición.
En primer lugar he de advertir que esta semana la cuestión creativa es tan compleja que palpita en el ambiente, porque si se echa un vistazo a la ristra de asuntos que se han ofertado da que pensar, y es para echarse a temblar si se piensa en serio en la infinidad de lápices de fina punta que harán falta utilizar para conseguirlo, ya que todo es para lo mismo, para montar un andamiaje de personajes y revoltosos personajillos que como el que no hace la cosa deambulen de acá para allá dando la cara o palos de ciego y se desnuden con objeto de enhebrar febriles episodios de lo que les acontece en el devenir de los días, pero a buen seguro que esto encierra una maligna y secreta intención difícil de digerir, tal vez con la artimaña de cargarse a más de uno –sic- al no palpar la carne de los engarces precisos para tamaña cantidad de mimbres en tan reducido espacio, tarea harto ardua como no sea que se tiren al monte y se pongan el mundo por motera, empezando a torear a tumba abierta las reses más bravas en mitad del ruedo a las cinco de la tarde, comenzando por el sobrero o el que más rabia le dé, por ejemplo, capicúa, bien armado de cabeza y cola, de donde procede su denominación de casta, y ahí les quiero ver, con lo peliaguda que anda últimamente la esfera de la economía, con los números desencajados por el temor de no dar la talla en el debe y el haber de las finanzas, saltando por los aires por el derrumbe de la banca, de atrás hacia delante o al revés sintiéndose huerfanitos los números y arrojados al mar de la especulación como simples peleles, 13333…1, ¿hay quien dé más?, figurando para colmo como préstamo lingüístico con la que está cayendo, como si el mundo financiero estuviese para echar cohetes y facilitar préstamos con el oscuro panorama que se cierne sobre nuestras cabezas.
Pero no queda ahí la abigarrada oferta semanal, pues si se sigue oteando el horizonte la estampa con la que se topa uno sin pretenderlo es la de alguien que no trae bañador, que viene desnudo, según se vislumbra a lo lejos, y subido de tono cabalgando en unos zancos para mayor INRI, precisamente nuestro amigo de toda la vida y comparsa de licenciosas noches de parranda, que vivía, si mal no recuerdo, en la misma desconchada esquina donde se ubicaba el bar que frecuentábamos por aquellas fechas, y donde nos tomábamos las cañitas de rigor los sábados por la tarde antes de dirigirnos al desfile de los monumentos vivientes, las chicas de turno con los delicados peinados y sus limpias ropas de ricos colores desafiando a la primavera, y hete aquí que conforme se acercaba no podíamos creerlo, pero ya a nuestra altura verificamos que venía efectivamente sin bañador de la playa del muerto con gran entusiasmo, y no le importaba lo más mínimo que lo contemplasen por el paseo marítimo de Las flores en frente del Calabré, y si alguien osaba insinuarle la causa que lo había motivado, respondía con calmosa sabiduría, muy sencillo, amigo, es que no he traído bañador, lo olvidé en casa, qué quiere que haga.
Menos mal que tales eventos se fueron espaciando en el tiempo y guardando cierto recato en los procedimientos, sin embargo los desaguisados no cesaron, y a los pocos días aparece otro colega por el bulevar bailando de alegría porque había dejado los hábitos plantados en el convento con toda su aureola de silencios; tal espectáculo fue una pesadilla para más de uno, y si hay dudas de ello nada más que interrogarle de súbito al prior del cenobio, a ver cómo lo describe, que será digno de escuchar, ya que de repente, estando en el reclinatorio al lado del altar mayor cubierto hasta la coronilla con la capucha y por abajo hasta los tobillos con el hábito se había despojado de todo el atuendo y a continuación decidió desplazarse a la playa a darse un chapuzón, pero le ocurrió lo mismo que el anterior, que no había traído bañador, sin embargo no quería desaprovechar la ocasión para refrescarse, ya que se hallaba a tiro de piedra de la playa, casi en el rebalaje, y con los sofocantes calores del verano su cuerpo se lo agradecería, reponiéndose de la asfixia que traía incrustada en las entrañas con tanto fuego de incienso unido al roce del hábito en hombros y costados.
No obstante, los rocambolescas coyunturas de nuestros personajes no finalizaron aquí, pues parecía que no fuese su mejor día, dado que la casa que habían alquilado para solazarse y dormir a pierna suelta durante una buena temporada con el propósito de reponer fuerzas y olvidar los sinsabores del camino resguardándose de las inclemencias del tiempo o de la acometida de animales salvajes no funcionó, no se sabe el porqué de tanta desgracia, o mejor dicho, nunca se supo a ciencia cierta si los siniestros contratiempos andaban al acecho por los tejados, pues resultó que la casa en la que se albergaron tenía dos puertas, y sin quererlo rememoraron lo que auguraban los ancestros cuando eran unos bebés, casa con dos puertas mala es de guardar, pero entonces no alcanzaban a digerirlo; no se habían tomado jamás en serio semejantes augurios y menos aún las advertencias de los abuelos, pero aquella noche, la noche más larga, cuando la luna se posaba placenteramente en el tejado con todo su esplendor unos hábiles atracadores que rondaban por allí hambrientos y medio exhaustos se lanzaron a tumba abierta por el precipicio del terreno y aprovecharon la ocasión para penetrar por la puerta de atrás de la vivienda, por donde nadie cruzaba y la forzaron en un instante en la soledad de la noche, apoderándose de lo único valioso que disponían en tales circunstancias, aunque hay que reseñar que con las prisas no se cumplieron al cien por cien sus planes, y no sólo eso sino que además les fue totalmente imposible lograrlo puesto que el resto de enseres y componendas no figuraban en el recinto, dado que faltaban el bañador, los hábitos, y las operaciones bursátiles de capicúa, que con tanto esmero habían esbozado en aquella borrascosa noche de tormentas interiores.
Al cabo de un tiempo les vino a la memoria todo aquel rosario de peripecias que les habían ocurrido en la vida, y no lo comprendían, por lo que se cuestionaban una y mil veces, cómo era posible que se les acumulasen tantas adversidades, como si su vida fuese una película de ficción con todo ya planificado por el director, con todos los ingredientes predeterminados, donde los personajes estuvieran diseñados para ejecutar tal rol, pero en el caso que nos ocupa, en que los avatares son verídicos, no es tan evidente su demostración, y no se puede afirmar que hayan perdido la razón como un vulgar quijote, o alegar que acaso sean de otro planeta, porque de lo contrario sus mentes no captarían tal amalgama de sucesos, fútiles o no, pero ciertos, y ahí están los hechos y los personajes, de carne y hueso, que lo pueden atestiguar a quien se les ponga por delante, sea magistrado, juez, policía o forense. Las cosas son como son y no como a uno le parezca.
No cabe duda de que tales contingencias no les hubiera ido así de haber deambulado por otros derroteros, pero como resulta que existió el convento, la playa, la escritura de los guarismos y el temor a dormir de manera insegura en semejante casa, de ahí surgió todo cuanto acaeció después, dándose fraternalmente la mano hábitos, bañador, capicúa y casa con dos puertas, que al parecer configuraron la estela del destino (pues si hubiera tenido sólo una seguramente les habría sido más fácil atrancarla y en unas condiciones óptimas), y no los hubieran desplumado.
Es obvio que la vida no existiría ni nadie hablaría de ella si no fuese porque aparecen dibujadas innumerables escenas en alguna roca, o escritas en alguna tablilla o papiro inmortales andanzas de los mortales, para bien o para mal, que nunca se sabe, y que todo ello en el fondo dependerá del color del cristal con que se atisbe, o a lo mejor cosas más sorprendentes alumbrarán los lustros venideros.
José Guerrero Ruiz
NO SIEMPRE
Un vecino solía enchufar la radio a todo volumen sin ningún reparo, y lo preparaba a conciencia, como si se tratara de publicitar algún prestigioso producto de los que se pregonan por las calles a voz en grito o con potentes altavoces, poniendo en pie de guerra desde su atalaya las somnolientas aguas matutinas del vecindario, al horadar muros y tabiques inundando habitaciones, salitas de estar o los más intrincados recovecos de la vivienda.
Se conectaba como un autómata, con todas las de la ley, en aquello que le parecía en tales coyunturas sin consultar a nadie y sin otra preocupación que alimentar su ego, colmando los antojos más disparatados.
La mayoría de las veces los fulminaba con música ramplona y pegajosa, cual engorroso chicle pegado en la suela del zapato que no te dejase caminar, y en contadas ocasiones se dignaba cambiar de canal inclinándose por algo más cuidado. En ese aspecto no se complicaba el intelecto, por lo que unos días se oían las vibrantes notas de la raspa, salsa o ritmo rockero y otros, los menos, oberturas clásicas, siempre sin respetar el descanso ni nada que se le pareciera, sumergiéndose en el veneno de las ondas como un auténtico melómano, yendo a su bola y pasando de todo lo que le rodeaba, pese a haber sido apercibido en multitud de ocasiones por el presidente de la asociación de vecinos después de la correspondiente asamblea llevada a cabo mediante la oportuna misiva, en la que se le exponía con todo detalle los dictámenes acordados, y sin embargo, ante el estupor general, hacía oídos sordos, no habiendo forma de poner coto a tamaño descalabro de insignes conciertos, gamberradas o sensuales serenatas.
Por lo tanto, y para no hacer mudanza en la costumbre, prosiguió con las manías musicales acordes con las pulsaciones de su corazoncito, y pertrechado en ese frente aquella mañana sonaba en la radio una canción de Julio Iglesias, acaso haciendo honor a secretas vivencias difíciles de dilucidar, “…Y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un truhán, soy un señor, algo bohemio y soñador”… la canción, como lluvia fina y persistente, le fue calando los huesos y sin apenas darse cuenta le subió de pronto la moral hasta límites insospechados, recuperando el estado anímico que buena falta le hacía, debido al mal trance por el que estaba pasando por una ingrata amigdalitis que le arañaba la garganta y lo tenía prendido en sus redes con todo el dolor de su alma, precisamente cuando se disponía a rasurarse o restaurarse la rebelde barba que le cubría la cara tiempo ha con aires de auténtico santón hindú, pero resultó que de buenas a primeras una inexplicable alergia –cosa rara en él, pues estaba curtido en mil batallas- lo dejó en la estacada abrasándole el rostro y poco a poco se fue expandiendo por el resto del cuerpo, lo que le obligaba a deshacerse de ella sin más contemplaciones.
La amigdalitis se le complicó en exceso de la noche a la mañana, con las complicidades de una fuerte gripe que se le unió al proceso sin saber cómo, siendo la etiología desconocida por los expertos hasta aquella fecha, por lo que no suministraban ningún fármaco capaz de contrarrestar el avance de la enfermedad, y entre unos factores y otros, se veía sumido en una horrible depresión, impidiéndole realizar las actividades más rutinarias del día a día para seguir enganchado a la vida.
Se sentía atado de pies y manos al no poder desplegar las velas para navegar por los distintos derroteros, y menos aún presentarse de esa guisa ante el amor de su vida, la novia que adoraba y le aguardaba impaciente cada tarde (tan escrupulosa y delicada como era, pero que sin embargo en los momentos menos oportunos lo obsequiaba con exquisitas sorpresas mirándolo a los ojos, y profería extemporáneas reflexiones que lo herían profundamente, no soporto las melenas ni tu luenga barba, o con esa camisa pareces un fantoche con las bolsas que se balancean sin cesar como globos de feria o de un cumple, o incluso cualquier prenda que estrenase con la mayor ilusión del mundo, indicándolo casi siempre de mala manera y sin el menor miramiento.), pero ella, no obstante, lo esperaba de todos modos, aunque con la mosca detrás de la oreja, después de que pasaran algunos días sin verse, arrastrada tal vez por la loca corriente de los celos, que se fundamentaban en parte por su natural talante, dado a la conversación y, según insinuaba ella, al poder de seducción de la mirada, del que hacía gala, mientras ella yacía como un flor abandonada en medio del jardín, sin ningún trino ni nada con que entretenerse, lo que aumentaba su soledad, echando en falta los encantos y las certeras opiniones sobre los acaeceres mundanos, y no porque buscase algo en especial, una frase lapidaria para esculpìrla en un lugar privilegiado de la mansión, pero en el fondo le faltaba un no sé qué que le inyectara un soplo de energía, los estigmas de su sonrisa, contemplarlo de arriba abajo, con su olor a hombre, deteniéndose en el lunar del cuello que tanto le atraía, o la graciosa cicatriz en el mentón izquierdo, como un campeón de boxeo al acabar un combate en el ring, y que lo identificaba con un actor famoso del que estaba enamorada en su juventud. La cicatriz se la produjo un día que iba de excursión con los compañeros del colegio y caer rodando por una torrentera que se alza a las orillas del río durante el descenso por un despiste o jugando con algún compañero; por todo ello necesitaba asearse aprisa y corriendo, pues el tiempo vuela, pensaba, aunque en verdad las apariencias no le quitaban el sueño, dado que apuntaba a la esencia de las cosas, que lo valioso al igual que las personas se deben valorar por la valía objetiva de los hechos que hayan pergeñado, lejos de alharacas o florituras externas.
Sin embargo los tiempos cambian, y le surgía el resquemor de que no iba por el camino adecuado, le bullía en la cabeza que no hacía los deberes como debiera, llevando casi siempre las de perder en los dimes y diretes en las relaciones de pareja, se quejaba de que no podía argumentar sosegadamente con silogismos contundentes, y en consecuencia intuía que tal vez le tendiese alguna emboscada con el mayor sigilo, por lo que desconfiaba de su sombra, al pensar que se extralimitaba en la confianza depositada en ella, y al rememorar ciertas veleidades que rondaban por el cerebro, como el hecho de que ejecutase por su cuenta y riesgo atrevidas incursiones por lugares apartados y zonas peligrosas de la ciudad sin ninguna necesidad, que no ofrecían las mínimas garantías de seguridad, y desplazándose sola a deshora, alegando pretextos poco creíbles, puras bagatelas, intentando cubrir el expediente, como ir de compras, contemplar escaparates en época de rebajas o alguna librería y poco más, pero nada de esto le convencía, y la bola de la incomprensión se agrandaba por momentos de un tiempo a esta parte, agravado por las sucias tretas que urdía la futura suegra, que lucía más vello que el difunto marido que en gloria esté, mayormente en su ausencia, minando las supuestas buenas intenciones de la hija.
La madre era una mujer díscola y de armas tomar, asustaba a las vecinas con estruendosos aullidos cuando le llevaban la contraria, y llegaba a mofarse de los méritos del futuro yerno, de suerte que un día tras una rutinaria discusión con las mismas agarró las tijeras e hizo añicos la foto del novio, que exhibía la hija en la vitrina del salón. No se conformaba con negarle el saludo, llegando a humillarlo delante de Loles, musitando el refrán de los ancestros, “tanto tienes tanto vales”, aludiendo al caudal que pudiese aportar al matrimonio si algún día se efectuaba, y nunca se achantaba ante nada por muy grueso que fuese, mostrando unos humos incendiarios, que quemaban su paciencia y lo llevaban a mal traer.
En su fuero interno pugnaba por mantener la relación con Loles, procurando olvidar al resto de la familia, un aserto que no siempre lograba. Pero
por otro lado la convivencia entre ellos se fue deteriorando vertiginosamente, cuando descubre de pronto que engañaba a la madre trasmitiéndole falsos mensajes, que abundaban en el borrascoso trato que le dispensaba la pareja, o que hacía tiempo que ya no se veían, y así un rosario de necedades, como que había roto con él para satisfacerla, y que en este tiempo se relacionaba con otra persona, más apuesta y acaudalada e investida de sus mismas virtudes y beldades, por lo que la madre respiraba tranquila y feliz sacando pecho, y la llenaba de bendiciones y carantoñas, prometiéndole en herencia el oro y el moro.
En vista de los contradictorios avatares que se fueron sucediendo, y percatándose del paripé dibujado en el horizonte Loles, se dijo, ahora o nunca, y complacido con el criterio que había adoptado, poniendo tierra de por medio, exclamó con inusitado entusiasmo, “no hay mal que por bien no venga”, y dirigió los ojos rumbo a otras miradas anchas como la mar.
José Guerrero Ruiz
BALCONING
Llevaba un tiempo Eugenia de capa caída recapacitando sobre los pormenores del pasado reciente. No comprendía por qué le sobrevino a ella la hecatombe, estando tan enamorados, y sin causa que lo justificase acabó reventándose la convivencia, no obstante quería poner tierra de por medio consolándose en las tardes más aciagas, en que la depre se disparaba cayendo bajo mínimos, y para levantar el ánimo se decía, no cejes nunca en el empeño, lucha hasta la extenuación no dando tregua al enemigo, porque la vida te pertenece y está llena de sorpresas.
La vida sigue su curso y cuando menos se espera puede presentarse la ocasión, ¿mi segunda vez? Los tiempos cambian y no hay que precipitarse en los pronunciamientos, ya que no por mucho madrugar amanece más temprano. Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada momento.
Al cabo de los días llegó el huracán del norte, o acaso era una suave brisa que acariciaba la mañana.
Ni que estuviese enfrascada en la vorágine de un aquelarre extra terráqueo, murmuró Eugenia prendida en las ensoñaciones eróticas que la cubrían ocultando el rostro bajo la almohada avergonzada por la situación que le atosigaba en tales circunstancias, viéndose tan apocada, que parecía que le pinchara la ternura de los bocados que se le ponían por delante, verdaderas efervescencias propias de selectos paladares que hubiesen recorrido el orbe, la ceca y la meca libando el néctar de la flor más preciada de una noche de primavera, y que resultaba tan chocante para su tibia libido, tan comedida y exquisita ella en los controlados gestos y ademanes, pues era notorio que se movía en sus esferas con pies de plomo, y a decir verdad nunca se había extralimitado en las funciones como no fuese en el ejercicio de ayuda a los demás, ni visto envuelta en emocionales dispendios, toda vez que flotaba en el ambiente más íntimo que jamás había roto un plato, ni transitado por sensuales desfiladeros que atisbasen melifluos guiños en el arte de amar, por ello no se sentía segura, de suerte que le atenazaban las cadenas de la impotencia de forma inexplicable a la hora de reenviar oxígeno a los pulmones por culpa del pavor que le bloqueaba las partes más sensibles de los tejidos, al presentir en su confusa fantasía que fuese espiada por algún intruso, un experto en balconing o puenting y se descolgase pared abajo desde el tejado o trepara pared arriba hasta su habitáculo durante las ciegas horas del sueño.
No se sabe si la hipótesis podría tomar cuerpo en tal trance, sin que llegara a percatarse de la atrevida patraña en el dulce fragor del sueño, forzando la máquina y cediesen los engarces de la ventana al máximo sigilo, y una vez dentro el intruso fisgase a su antojo por los vericuetos de su cerebro, escenario de todos los avatares, donde se mascaba la tragedia, la batalla de amor, donde se llevaba a cabo las mil y una orgías de la ensoñación, y sucediese contra su voluntad que en un pis pas extrajera el meollo del devaneo acaso mediante técnicas sofisticadas de rayos láser, vislumbrando en la faz lo fehacientes reflejos de la trapisonda que se desarrollaba entre bastidores y que de inmediato la delatarían, siendo el centro cómico del barrio, pensaría ella, al brillar con luz propia lo que se fraguaba entre tinieblas en la oscuridad de la habitación en la noche de autos, en el reservado de la trastienda de la mente.
Que todo era una alucinación y que lo estaba soñando en esos instantes nadie lo dudaba por ser tan obvio, dado que en ese lapso de tiempo la espesura de la noche que la cobijaba y la misma naturaleza dormía plácidamente y ella permanecía igualmente inconsciente tirada en el lecho como un muerto, inmersa a simple vista en los valses de Morfeo, y no cuadraba que su corpulento talle compaginase simultáneamente el don de la ubicuidad, ejercitándose con tierno balanceo en los brazos del amor de su vida.
Sería otra película, una coyuntura muy distinta si descendemos al campo de la realidad sensible en pleno mes de agosto, en que los rayos solares arremeten con furor contra la superficie de los adoquines de las esquinas de las calles agrietando los poros de la piel de los transeúntes, que a malas penas se tienen en pie por los derroteros que deambulan, así como por los ásperos azotes con que los obsequian, y mientras tanto Eugenia estuviese levitando en boca del diablo o de los propios ángeles, y si no que se lo pregunten a amigas y amigos, que a buen seguro no ofrecerían ninguna resistencia ni una pizca de crédito a tan rocambolescos embelesamientos, como no fuese a través de una seria sesión de hipnosis, puesto que estas especulaciones rijosas cuando arribaban al regazo de Eugenia casi siempre lo despachaba con cuatro blancas sonrisas a través de un rotundo borrón y cuenta nueva.
La historia se apoya generalmente en datos verificables y en el presente affaire bastaría con sugerir que ella siempre fue la más pazguata de la reunión, a cualquier hora y en cualquier lugar, o a la hora del baño como acontecía en la playa de puerta del mar o del cielo, que nunca se sabe, porque hasta allí discurrían con las cavilaciones por diferentes accesos al lugar de encuentro, soltándose gozosas y pizpiretas la larga melena, despojándose a su vez de las miserias mundanas, las prendas superiores que eran aconsejables mantener en su sitio hasta allí, pero una vez que habían dejado atrás el puente de hipocresía y habladurías, la cortesía y el pudor aceleraban el paso con mayor ligereza cruzando alegres las hondonadas que se desparramaban por la zona del rebalaje.
Las elucubraciones que se tejían a pie de playa no se sostenían en pie por mucho tiempo, al columbrar los acontecimientos arrancando de abajo, desde los cimientos.
En un rápido acercamiento al argumento y atando los cabos sueltos, parece poco probable que se produjese allanamiento de morada, toda vez que las pistas encontradas no arrojaban luz alguna al respecto, y la ventanita del dormitorio permanecía incólume como de costumbre, cerrada a cal y canto y la roja persiana presentaba un aspecto inmejorable.
Así como especular con seísmos o apetitosas golosinas no está vetado a nadie, pues se puede sugerir cualquier travesura que impacte o venga al paso del cuento de lo cotidiano, como la invasión del planeta por extraterrestres en un abrir y cerrar de ojos en una tormenta de otoño, o por qué no puestos a disparar dardos al blanco apostar por la mayor, que si no hubo orgasmo en su justos términos aquella velada, en todo caso chisporrotearon síntomas de fugaces espejismos que conformaban un cuadro digno de tener en cuenta, al presentar las mejillas encendidas por un fuego interno que la devoraba y trascendía al exterior, de manera que parecía otra.
Pero la situación era ambigua de todas maneras al aparentar que se acababa de acostar con el amor platónico, el amor tan ansiado de su vida, cuando llevaba la pareja ya más de diez horas roncando en la cama como un volcán en ebullición y sin apenas mirarse, dando vueltas y más vueltas vueltos de espalda, pero ella de súbito emitió destellos de lucidez musitando, esto no se puede prolongar por más tiempo.
A veces evocaba los consejos de la abuela, que la vida está confeccionada de retazos y fracasos y en ocasiones de segundas oportunidades, mas para eso no necesitaba alforjas, respondía.
Sin embargo la incertidumbre la ahogaba por momentos y exclamaba con desespero, a ver quién va a testificar que en nuestra vida habrá una segunda oportunidad para seguir construyendo castillos de ilusiones, bebiendo sorbo a sorbo la vida y después le quiten a una lo bailado. A ver quién es el gracioso que lo puede rubricar.
Así que hay que dejarse de memeces y manos a la obra, espetaba, que el tiempo es oro y el sol ya está muy alto y se corre el riesgo de morir asfixiado por los fríos del proceloso averno, porque el desierto no perdona y exige en cada momento dar el do de pecho.
Tampoco es preciso levantarse antes de tiempo, porque no conduce a ninguna parte, por mucho que uno se lo imagine.
Acaso a alguien se le ocurra la feliz idea de montar alguna estratagema para burlar los contratiempos y limar asperezas, antes de flirtear con el corazón de las tinieblas.
José Guerrero Ruiz
PRINCIPIO ABIERTO-8
(Pepe Guerrero)
Ensoñaciones
Serajaugsol, aunque pequeña se consideraba una gran urbe situada en un enclave escarpado y montañoso. De origen morisco, fue un emporio de primer orden en su época de esplendor al menos a ojos de los residentes pese a no sobrepasar las tres mil almas. Albergaba en su jurisdicción un sinfín de excelentes cultivos y comodidades que seducían al más exigente hasta el punto de fomentar la envidia de los pueblos limítrofes. Gozaba de gran bonanza, de abundante agua, fresca y cristalina, que manaba de la misma mina del barranco que lo abraza por el costado derecho, encontrándose a menos de trescientos metros y con la cual saciaban la sed del cuerpo y las ansiedades del espíritu.
Conservaban la mayoría de las tradiciones y se reconfortaban sobremanera mitigando las desdichas con mucho amor. De la mina manaban a su vez comprensión y consuelo para las muchachas que acudían con los cántaros sedientos a llenarlos del generoso elemento.
Allí la gente se descalzaba alegre por la calle, se soltaba el pelo plácidamente sacudiéndose el polvo de los zapatos o las miserias que le brotaban interiormente, los secretos, las rencillas entre iguales, o las aventaban a la intemperie en las aireadas eras que se erigían a lo largo y ancho del desnivelado campo.
Las costumbres persistieron durante varias generaciones. Así los quintos celebraban el peculiar ceremonial el día del alistamiento degollando un cordero o una altiva cabra siendo cocinado por las ásperas y arrugadas manos de hombres curtidos en mil batallas -Marruecos, Cuba, Filipinas, Países Bajos o la misma piel de toro-, pero se fueron viniendo a menos y acuciados por la necesidad extrema ello cristalizó en fugas masivas a la Europa Verde, a tierras norteñas o a la otra orilla del charco en la década de los cincuenta y sesenta. Buscaban un nuevo amanecer, unos suculentos ingresos que les permitiesen cabalgar indemnes por el lodazal reinante y abastecerse de materia prima extraída de aquellos territorios hasta entonces desconocidos por ellos.
Posteriormente retornaron con los rostros sonrientes a la tierra madre, la que les vio nacer. Poco a poco fueron adquiriendo un cachito de huerta por acá, un terrenillo de vega o secano por allá, y los enseres de las casas los fueron adecentando y renovando cada uno a su medida, generando chispeantes alicientes que aliviaban la desazón de las cuestas –también la de enero, cuyo frío los achicharraba- que por doquier proliferaban.
Las costumbres se mudaron con el paso del tiempo. Los gustos tenían otro color, aunque el sol asomara siempre por el mismo lugar. La historia tiende a repetirse. El ser humano sigue tropezando dos veces en la misma piedra. Y entre dimes y diretes la desconexión creció echando raíces donde menos se esperaba y se expandió por inverosímiles vericuetos.
Y saltaron a la palestra la ambigüedad y la doblez. Se robusteció la endeblez de la cabeza humana. Así ocurría que unos vecinos pasaban por la calle de tapadillo pensando en las labores que debían ejecutar ajenos a los demás, otros cruzaban la calle principal disfrazados, con la cabeza apuntando al cielo en actitud chulesca y desafiante, a lo mejor rumiando grandes hazañas. Algunos ya ni se saludaban entre sí o como mucho esbozaban un gesto seco, hueco, mirando para otro lado como si fuesen a hurtarle la cartera o los rayos de sol que les iluminaba, el sol radiante que encendía la mañana.
Un cojo pasaba irradiando desasosiego con aire malhumorado, molesto por toparse con el panadero, que acaso venía masticando chicle o pesadillas o fantasías rotas en el espejo de los días, porque en reiterados sueños se le había aparecido como enemigo irreconciliable. Una mujer con larga cabellera, un oscuro lunar en la mejilla y la nariz torcida por una desafortunada caída daba la mano a los haraganes que vagaban silenciosos por las esquinas; unos cuantos mozalbetes daban los buenos días a unos soberbios carniceros que se subían a lo alto de los árboles amenazantes; el maestro mendigaba paciente a la puerta de unos mendaces iletrados. Eran distintos episodios o facetas de sueños o pesadillas que se concretaban en la rutina diaria.
En ciertas ocasiones el caldo de cultivo consistía en sentirse atrapados por un traidor, o simplemente haberles mojado la oreja en una horrible correría nocturna de juventud al punto de haberles atravesado la afrenta el corazón.
Rememoraba algún desconocido en primavera que había sido maldecido por los ojos de un bizco que se agitaba evanescente perdonándole la vida.
Una joven cruzaba por la calle con minifalda y tacones de aguja, con aires sensuales y de súbito un transeúnte imaginó a Marilyn Monroe al alzarle la falda una nerviosa brisa vespertina mas una tormenta inoportuna comenzó a disparar de repente su artillería de truenos y relámpagos acabando con los amores del sueño.
De cuando en vez esos chisporroteos –soñados, imaginados?- decretaban el comportamiento y despertaban la curiosidad del viandante en tales instantes tan extraños dejándose arrastrar a un mar de ilusiones compartidas o de odios irreconciliables o de tiernos atardeceres en la alborada de la existencia.
Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de amor, de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
PRINCIPIO ABIERTO-8 (Mari Carmen Martínez-Pepe Guerrero)
LIBERTAD ,LIBERTAD...
Creo que cada hombre y mujer ,en una sociedad libre, de libertades reales, sin constricciones privadas o sociales , debería ser capaz de vivir sus fantasías ,de materializar las ,de llevarlas a cabo, siempre que no dañara a terceros ni a sí mismo.
Por crudo que sea el final , aunque fuera un compendio de mal entendidos, si en un minuto, en su solo segundo hay un atisbo de entendimiento, de comunión, de compenetración , entonces habrá valido la pena fabricar recuerdos .Esos recuerdos, con el paso del tiempo estarán ahí, y está probado que tenemos más capacidad para almacenar los buenos que los malos...y cuando seamos, si es que llegamos a octogenarios, será más bello recordar lo que fue, que lo que pudo haber sido ser...es mi opinión...y la de Albert Camus, en el extranjero:” Bastará con haber sido feliz un minuto para recordando ese instante, volver a serlo siempre.
“Prefiero arrepentirme de lo que he hecho, que de lo que no he intentando.”
Es una frase de mi hijo, Alvaro, que comparto.
Evidentemente se trata también de ser coherente y de no tener fantasías con cualquiera , ni a cualquier precio; la dignidad ,la libertad, el respeto a uno mismo, y al otro , ante todo ....Pero preferiría con el tiempo pasado poder decir ,como Neruda, salvando las distancias: para Amar, he amado; para pensar, he pensado; para compartir, he compartido,para vivir he vivido, aunque me haya dejado jirones de alma y piel en el intento ...porque es verdad que de cuando en cuando tropiezas con un fantasma ,pero “al final no es nada si le quitas la sabana”
Y fantasías sí , con Sean Connery, Sideny Poitier , Omar Sharriff , con Chomsky, Alvaro C...que no sólo de carne viven el hombre ni la mujer; incluso con gente del pasado: Einstein , Marañon, Averroes, Montpassant Flaubert, Poe, Verlaine Raimbaud, Lorca, Cernuda ... Prevert ,Saint Ex y, ¿hay que decirlo?, Charles B.... Cho pin ,Falla,Leonardo...no di Caprio ,no que siempre me parecid o que a los rubios les falta un hervor, Da Vinco. Pero para llevarlas a cabo con quien tenga a mano y sea de mi agrado; inteligente, generoso , con buena conversación, y sano de mente y espíritu.
De Espíritu y mente que no es lo mismo.
Hay que detener el carrusel de la fantasía, para subirse de vez en cuando a él, sino la vida sería muy aburrida.
También es importante saber bajarse tiempo y cambiar de cacharrito si nos hemos equivocado ,que hay muchos en los tío vivos, las norias o los coches de coche .Seria difícil no dar con otro que se ajuste más las ganas de vértigo y emociones del momento. Hasta que ,si se tiene suerte dar con uno en que el movimiento sea continuo y la capacidad de sorprenderte permanente ...entonces
¡Que suerte!
Por eso no estoy de acuerdo en que si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de amor, de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría. Al revés es sencillamente al revés ,nos atreveríamos a ser felices de una puta vez pero a los/las macarras de la moral y la sociedad en general, hasta los que se dicen más progresistas libertarios ,no lo soportarían, y a mi ,si pudieran, hay quienes me quemarían en la hoguera aunque ya las hay que me funden con la mirada...
Mari Carmen Martínez
PRINCIPIO ABIERTO-8 (Nekovidal-Pepe
Guerrero)
Se dice que nuestra especie tiene unos 250.000 años de edad. Desde entonces hasta hoy, muy poco ha cambiado nuestro cuerpo y menos, incluso, nuestra mente, por mucho que nos moleste admitirlo.
Durante todas esas decenas de milenios hemos sobrevivido a duras penas bajo una miseria física y unos temores constantes que nos han marcado irremediablemente: desde el terror de habitar cuevas a las que en cualquier momento podía acceder un depredador que acabara con nuestra vida o la de nuestros hijos, a la incertidumbre de si habría algo que comer al día siguiente, todo ha sido vivir en un miedo continuo, una incertidumbre que ha ido calando nuestras costumbres hasta el tuétano mismo de nuestras amedrentadas mentes.
Somos apenas la primera generación que se ha quitado de encima el yugo del hambre, pero la memoria es terca, y hace surgir la sombra del miedo al desamparo y a la desnutrición en cualquier momento y con cualquier excusa, es la tiranía de la costumbre. Algunos intentan compensarlo engañosamente con la acumulación obsesiva de riqueza, pero esa trampa nunca funciona, y no hace sino acrecentar los dolores y miedos ajenos sin disminuir ni un ápice los propios.
El tercio que formamos la minoría privilegiada que habita el Primer Mundo podemos, mayoritariamente, dedicar una parte de nuestro tiempo a buscar la felicidad, un privilegio reservado durante milenios a una reducida minoría dentro de la minoritaria aristocracia que ostentaba el poder piramidal dentro de un sistema primitivo y cruel.
De repente, y en contra de nuestras ancestrales costumbres, hemos descubierto que la vida es algo más que tener el alimento y el cobijo asegurados, algo más que la siempre relativa seguridad física. Comenzamos entonces a perseguir la felicidad, a reivindicarla como un derecho y a sentirla casi como una obligación, a fin de evitar la incómoda sensación de que la vida, simplemente, pasa de largo ante nuestros ojos.
El mestizaje cultural de dos de los focos culturales del mundo, Oriente y Occidente, ha dado lugar a movimientos tan extraños como interesantes, de los que el movimiento hippie o la Nueva Era fueron tan sólo los primeros ejemplos.
Aprendimos a mirar de una forma algo más amplia, pero esa amplitud, al tiempo que nos enriquece, nos desconcierta, al plantear nuevos interrogantes, especialmente sobre como encontrar un paralelismo y concordancia entre esas ideas y la asfixiante vida cotidiana en nuestras sociedades postindustriales, alienantes y alienadas bajo un consumismo patológico.
Y es entonces cuando nuestras energías se dirigen, inevitablemente, al mundo de los sueños, desarrollando la abstracción como nunca lo habíamos hecho antes.
Los sueños y fantasías propios, siempre autoalimentados y reticentes a cualquier crítica, nos van envolviendo en su telaraña de ilusión en la ilusión, de la búsqueda constante de consuelo y autosatisfacción. Caer en sus redes significa convertirnos en siervos de un tirano ciego que pretende darnos lecciones sobre la belleza de los colores, pero deshacernos de ellos es renunciar a uno de los pilares de nuestra paradójica naturaleza humana.
Así transcurre nuestra vida, en un constante ejercicio de equilibrio y funambulismo, de certidumbre e incertidumbre, donde los sueños se presentan ante nosotros tan imprescindibles como peligrosos, un juego en que, a diario, tenemos que adivinar o intuir, ante cada uno de ellos, ante cada abstracción, cual vale la pena perseguir y vivir y cual dejar pasar de largo.
Por eso . . .
Nekovidal 2010 –
nekovidal@arteslibres.net
…… Si hombres y mujeres empezaran a vivir (todos) sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de amor, de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
(José Guerrero Ruiz)
PRINCIPIO ABIERTO-9 (José Guerrero - Lola Carmona)
Miedo
No quería Alberto oír hablar de componendas en lo referente a la infancia ni en broma. Cuando se enteró de que la vida humana podía ser analizada en el laboratorio igual que la de cualquier insecto llegando hasta las últimas consecuencias se desgañitó gritando como un poseso solo como estaba en el silencio de aquella noche oscura, y se decía, hala, hala, pasando de mano en mano, de mesa en mesa rozando guantes, agujas y batas blancas o las mismas narices de los analistas siendo manipulado de forma poco seria y sin un gesto de delicadeza o decoro en lo que se entiende por los derechos humanos. No daba pábulo a lo que imaginaba. Semejantes patrañas de laboratorio le inducían a la melancolía, a sentirse una piltrafa, una mísera cobaya predeterminada a viles servicios de excelsa y anónima investigación científica.
La experiencia le había demostrado que en el mundo existía un ingente material que avalaba su tesis sobre tales asuntos, recopilado por gentes sin escrúpulos la mayoría de las veces, que campaban a sus anchas por esos círculos traficando con un sinnúmero de películas, cuentos, encuentros o simposios de diversa índole que se recreaban en las cavernas de los genes. No comprendía el porqué de tamaño estudio, o por qué hurgaban en los ombligos de las criaturas con tanto descaro, y llegado a ese punto se le volvían los ojos y se desplomaba perdiendo el sentido, sobre todo al cerciorarse de que los tratados evaluaban en clave secreta los diferentes comportamientos o grados de maduración que conforman el embrión, abriendo en canal el árbol genealógico más críptico; así los abuelos, que tanto influyen en esta etapa de la vida cantándoles nanas al bebé mirándolo a los ojos o contando cuentos interminables, y más adelante los familiares realizando cábalas acerca de los primeros balbuceos, los vicios del cuerpo y otras debilidades, cómo funcionó el feto en el vientre de la madre, qué problemática apuntó el embarazo con la aparición o no de congénitas secuelas de los ancestros, o las intervenciones puntuales del padre a la hora de decidir asuntos de estado en los momentos cruciales, y todo ello siguiendo las pautas de costumbre, matrona, parto, bautizo, guardería y escuela después a los seis años. Estos períodos de la existencia no le agradaban a Alberto en absoluto.
Sin saber cómo, recalando casi subrepticiamente en leves lagunas de la memoria tropezó casi sin querer con abultados escollos que lo turbaban, y resultaba curioso el hecho de haber pasado desapercibidos hasta la fecha, y de repente le asaltaron acaeciendo en un momento de máxima lucidez al saborear con claridad meridiana el día en que sin causa justificada cayó rodando por la escalera de la casa y al parecer por efecto del golpe el cerebro sufrió una lesión. El hallazgo fue tan brutal que no quedó ahí la cosa y le condujo al descubrimiento de otra lagunilla que se guarecía en el cerebelo, produciendo una fuerte sacudida no menos desequilibrante y recordó que por poco se queda tetrapléjico, cuando de súbito hocicó la mula que montaba en el lecho del río por mor de unas movedizas piedrecillas que había en el cieno cayendo como gato panza arriba a la corriente remedando el salto de la rana.
Tales infortunios le acarrearon a Alberto no pocos problemas y graves disfunciones, empezando a peligrar su estabilidad emocional, acorralado como se encontraba en el habitáculo, columpiándose entre el ser y no ser sin ton ni son a ojos del experto galeno, pero la cosa no quedaba ahí, sino que alcanzaba a creer en la incredulidad que lo alimentaba de que se moría de veras al verse en tan deprimente coyuntura al palparse sus partes y casi tocaba pañales en sueños, respirando con dificultad y con unos sudores de muerte advirtiendo lo diminuto que aparecía y tan lejos de una mano protectora.
Los ecos le llevaban a desconfiar hasta de su propia sombra, y no iba a ser menos el que lo engendró, aunque después de haber fallecido y cumplido con las honras fúnebres se dignara proclamar en público la veneración de su memoria expresando el sonsonete afectivo “que en gloria esté”.
Nadie sabe qué es el tiempo pero todo el mundo lo utiliza para manifestar cualquier inquietud o angustia que le agobian en silencio de un modo prolongado. Mas como el tiempo es un antes y un después no se detiene sino que avanza sin cesar, así los niños, como el tallo del árbol, crecen, echan bigote, ramas, flores y fruto o llevan corbata según la profesión y el aprovechamiento que hayan extraído de las enseñanzas de la vida a través de los periplos por los que ha navegado, y va cuajando la fruta en las ramas sociales y las redes afectivas, pero Alberto como tantos otros de distintos continentes barruntaba que había sido taladrado en esos años por una hiriente mano invisible, faltándole el calor y el riego preciso para despuntar en el campo de la vida.
Los pilares de su edificio psicológico se resquebrajaban día a día y no por falta de trazar proyectos con mimbres adecuados para tal o cual labor sino porque el miedo se había incrustado en los huesos, en los cimientos desde los comienzos, como si necesitase bocanadas de cemento no adulterado y hormigón mezclado con abundante agua que contuviera vitaminas y atenciones que normalmente requiere el cerebro humano.
La madre, en el estado de debilidad en que se hallaba, como tantas madres del globo, no podía ahuyentar los temores de la criatura debido a que la fuerza imperativa del macho obstruía los canales y las fuentes que podían satisfacer su sedienta garganta, y el pobre Alberto siempre escapaba descalabrado calle abajo por el negro murmullo que hervía en su derredor, mientras otros tenían la fortuna de seguir caminando bien que mal por el sendero.
Ya de mayor intentó resarcirse de los huecos que habían dejado en su corazón reparando las deficiencias de su formación; así se alistó en diferentes ONG buscando la manera de subsanar sus carencias y las de otros muchos del planeta ofreciéndose como repartidor de caricias, pan y servicios en campos devastados por guerras fratricidas, epidemias o la destrucción de los indefensos. Se propuso atenuar los tsunamis que proliferaban por doquier. Allí se agitaba siempre Alberto dispuesto a entregar lo que fuera preciso para ayudar a los demás.
Pero no lograba sacudirse las legañas del miedo que transportaba por los ingratos recovecos en los que había vivido, generadores del malestar de tanta criatura que malvive por no haber recibido unas migajas de ternura y alegre comprensión en esos inviernos cubiertos de contratiempos y de fría nieve. La primavera llegará confiada cantando el himno de la alegría, golpeando a la puerta de nuestro destino y a buen seguro que estallará en mil fulgurantes auroras. (José Guerrero)
Y conforme desaparecían los miedos, empezábamos a sentirnos libres y ya no era posible hacernos daño, pues ahora éramos dueños de nuestro destino. (Lola Carmona)
PRINCIPIO ABIERTO 7 (Pepe Guerrero - Alicia Gaona)
África
Antes de África no había nada en su vida. Los días transcurrían sin ningún aliciente, vacíos y sin norte, entregándose al viento que llegase a su ventana. Vivía tanto hacia fuera que no era consciente de lo que poseía en su interior. De tanto subir, bajar, ejecutar, comparar, parecer, representar, cumplir, agasajar, se olvidaba ser.
Miraba sin mirarse, soñaba sin soñarse, juzgaba sin juzgarse. Cada jornada dedicaba más atención y energía a lo que le rodeaba y menos a sí mismo. Olvidaba hundir los dedos en la arcilla del alma y sacar el jugo de la sustancia que hervía en sus entrañas. Por ende se descompensaba sobremanera al no valorar las vibraciones de los sentimientos.
No obstante el fútbol era lo suyo, lo que le encendía el ánimo y marcaba el rumbo. Por lo tanto mentía al afirmar que no había nada al inicio, ya que se volvía loco haciendo la ola en el campo y bullía en su mente el regocijo de hincha vociferando en el estadio o lanzando objetos o exabruptos al árbitro al considerar que el equipo se iba a pique por la actuación arbitral no logrando aplastar al rival, lo que desencadenaba una tormenta de rencor hacia el juez de la contienda, catalogándolo como persona no grata o traidor, un judas que debía ser quemado en la hoguera de la noche de San Juan, y la situación se repetía al señalar una falta contra los suyos.
Casi siempre era el primero que se enfundaba la metralleta de las palabras y empezaba a disparar en todos los frentes; casi nunca permanecía indiferente al sonar el silbato mostrando la cartulina contra alguno de su equipo. Estos acontecimientos marcaban su vida, era la hoja de ruta. En la cocina tenía un calendario donde aparecía marcado con rotulador rojo los días cruciales en que su equipo se la jugaba, y era raro que no pasase las semanas enganchado a las redes deportivas arrastrado por el gusanillo de la incertidumbre hasta el punto de descuidar otros quehaceres más importantes.
Así transcurría su vida hasta que conoció a África. Fue un flechazo. Un amigo que odiaba el fútbol se la presentó en la discoteca, y le entró tan fuerte que le cambió la vida. Cuando iba al bar y estaban ofreciendo algún partido no se atrevía a desviar la vista de África, pero el subconsciente le empujaba al vicio viéndose obligado a mirar a la pantalla de reojo. En tales circunstancias no se atrevía a abrir la boca exclamando a los cuatro vientos ¡g-o-o-o-o-o-o-o-o l!, sino que se quedaba con cara de circunstancias y sin articular palabra rememorando los escandalosos gritos que daba en compañía de los otros hinchas cuando llegaba la celebración del gol.
Antes de conocer a África tenía preparado el equipaje para desplazarse con la selección a Sudáfrica rivalizando con Manolo el del bombo, con la reserva de hotel para asistir a los partidos, pero al llegar el encuentro inesperado comenzó a encontrarse a sí mismo, el conócete a ti mismo del filósofo estando a su vez más cerca de África y de los latidos que se habían estructurado en su interior, cuestiones que antes no sentía por la torpe sumisión a la masa que le hocicaba en los desaforados ámbitos donde gargantas anónimas se desgañitaban en pie de guerra como si se jugasen el ser o no ser en una ruleta cruel.
Antes era transportado por la jauría futbolística a los mares de la incomunicación. La amistad se había resquebrajado demasiado acumulando en su seno una compleja intolerancia e incomprensión que le impedía la más mínima relajación.
El roce de África le había afianzado en el camino, se estaba descubriendo a sí mismo, de manera que fue amasando unas perspectivas que le llevaban más allá de donde imaginaba. Era consciente de que iba madurando y se reflejaba en sus actos. Los días los veía de diferente color, los cambios del tiempo los soportaba ahora con grandes dosis de resignación, porque en estos momentos lo que le movía era una corriente que apuntaba al interior, a los gustos, a las frustraciones, a sus alegrías más íntimas y estados de ánimo, aspectos que antes desdeñaba perdido en frívolas bagatelas por mor de la moda o por no se sabe qué fuerza externa.
Por tales motivos no había navegado en su dársena con una entereza razonable, que le permitiese contactar con su ego desmenuzando las esencias que se aglutinaban en el espíritu, el cómo y el cuándo que le conturbaba en un juego de disparatados devaneos formando una dura coraza que le nublaba el horizonte.
Los vaivenes de la vida le habían ido enturbiando las pautas que había trazado, hasta que finalmente se fueron despejando ante el tesón y el amor propio que se generó en su fuero interno urdiendo una estela de felicidad, unas veces dando palos de ciego o una de cal y otra de arena a través de los diferentes habitáculos en los que se cobijaba, y otras, por los decisivos embates en los que se veía inmerso. (José Guerrero Ruiz)
Aunque busques sin encontrar y aunque encuentres sin buscar, nunca serás feliz si el hallazgo no eres tú. (Alicia Gaona)
PRINCIPIO ABIERTO-8 (Mari Carmen Martínez- Pepe Guerrero)
No estoy de acuerdo con el final con lo cual es dificil escribir el principio .
Creo que si que cada hombre y mujer ,en una socidad libre, de libertades reales, sin constricciones privadas o sociales ,deberia ser capaaz de vivir sus fantasias ,de materializarlas ,de llevarlas a cabo ,siempre que no dañara a terceros ni a si mismo.
Por crudo que sea el final ,porque aunque fuera un compendio de mal entendidos ,si en un minuto ,en su solo segundo hay un atisbo de entiendimiento de comunión,de compenetración ,entonces habrá valido la pena fabricar recuerdos .Esos recuerdos con el paso del tiempo estaran ahí y esta probado que tenemos más capacidad para almacenar los buenos que los malos...y cuado seamos si es que llegamos a octagenarios sera más bello recordar lo que fue que lo que pudo ser...es mi opinion...
Prefiero arrepentirme d elo que he hecho que de lo que no he intentando.
Evidentemenrte se trata tambien
de ser coherente y de no tener fantasias con cualquiera , ni a cualquier
precio la dignidad ,la libertad, el respeto a uno mismo , ante todo ....Pero
preferiria con el tiempo pasado poder decir ,como Neruda y salvando las
distancias ,para Amar he amado,para pensar he pensado ,para compartir he
comprtido aunque me haya dejado girones de ama y piel en ello ..y fantasias si
, con Sean Connery, Sideny Poitier ,Omar Sharriff ,con Chomsky,que no solo de
carne viven el hombre ni la mujer incluso con gente del pasado Einstein ,Marañon,
Montpassant Flaubert, Poe ,Verlaine Raimbud... Prevert y hay qu decirlo Charles
B....pero llevarlas a cabo con quien tenga a mano y sea de mi agrado.
…….Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de amor, de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
Mari Carmen Martinez
PRINCIPIO ABIERTO- 6 (Begoña Ramírez- José Guerrero Ruiz)
Pesadilla
Aquel otoño se le torció casi todo. Le tuvieron que enyesar la muñeca apresuradamente por un mal movimiento. El trabajo se le fue al garete por la insensible crisis. La suegra le cantaba las cuarenta al menor descuido, y la vecina del tercero cada día se hacía más insoportable y reacia a deshacerse del horroroso perro que guardaba su mansión. Dominaba por su cuenta y riesgo todo el territorio y no cesaba de crear problemas a diestro y siniestro, cada vez más complejos; cuando no ladraba, escupía a la cara como una persona o arañaba las paredes como un silvestre felino fiscalizando todos los pasos de los comunitarios.
Así que si él abría la puerta y se dirigía al ascensor corría el riesgo de que el pequeño monstruo se le abalanzara, por lo que le entraban unos escalofríos que le dejaban paralizado totalmente tardando horas y horas en volver en sí, pues del pánico que lo cubría pensaba que si el muy sinvergüenza se escapaba de los dominios de la dueña lo destrozaría en un abrir y cerrar de ojos atacándole a traición por la espalda al introducirse en el ascensor.
En semejantes enredos no atinaba con los actos más elementales de los que debía ocuparse sintiéndose impotente, un auténtico impedido a la hora de enfrentarse a tantos interrogantes como le asaltaban en las frescas mañanas cubiertas de hojas secas de aquel hosco otoño.
Durante un tiempo estuvo ponderando las ventajas e inconvenientes que le acarrearían si se alejaba de aquel maldito lugar vendiendo el piso al mejor postor, y trasladarse a otro barrio bien lejos a fin de rehacer su vida, haciendo borrón y cuenta nueva. Así podría navegar por otros mundos, unos nuevos derroteros libres de las amenazas del insensato can, el cual se revolvía como una fiera en su escueto recinto impidiéndole llevar una vida sin sobresaltos, deambulando de aquí para allá tranquilamente como cualquier hijo de vecino.
Resultaba que por los miedos que le embargaban prefería permanecer en casa a todas horas renunciando al trabajo y al resto de compromisos que tuviese que realizar. Se podía decir que vivía paradójicamente en una cárcel sin carcelero estando en su misma casa, debido a que a la hora de salir a la calle topaba con la realidad, pues se materializaban de repente todos sus pesares, y todo por mor de la vecinita que le importaba un bledo que el resto de los vecinos no pudiesen desarrollar sus funciones cotidianas a causa de la desazón que sentían por las actuaciones del indeseable animal, ya que, por si fuese poco, la dueña nunca sacaba el perro con bozal y sujeto con la correa, sino que lo dejaba suelto a su libre albedrío.
Al cabo de un tiempo, y viendo que no podía más, se decidió a denunciar el caso en el ayuntamiento del municipio, pero recibió por respuesta un no rotundo, alegando que la penuria económica por la que atravesaban las arcas en esos momentos les imposibilitaba hacer frente a tal problema al no disponer de personal ni infraestructuras para tal cometido, por lo que la solución estaba únicamente en sus manos, es decir, que hablase con la vecina haciéndole ver que no podía continuar de esa manera con su mascota porque estaba arruinando su vida de forma galopante, si es que se podía denominar así la existencia tan mísera que llevaba, e inculcarle que si no prestaba el menor interés tomaría otras medidas, como envenenarlo en su ausencia o proporcionarle somníferos y transportándolo a un lugar desconocido donde alguien que cruzase por allí se le ocurriera hacerse cargo de él y de esa suerte acabado el perro se acabó la rabia, ese cáncer que flotaba sobre las cabezas de los vecinos desde que allí se instalara.
Finalmente perdió la paciencia y vendió el habitáculo mudándose a otro barrio de la ciudad ante la falta de apoyo de unos y otros, y de esa guisa lograría vivir la vida en plenitud exenta de furibundas pesadillas.
Decidió seguir caminando. Al fin y al cabo nada tenía que perder y nadie en realidad había asegurado que existiera un fin de trayecto.
José Guerrero Ruiz
PRINCIPIO ABIERTO 4 (José
Guerrero Ruiz-Javier Martín Franco)
NASTY
Nasty tenía ampollas en las manos y vejigas en la boca. No podía continuar con esa sarna que le picaba demasiado en sus proyectos nublándole el horizonte. No podía caminar así. Se lió la manta a la cabeza, se pintó los labios, cogió su pequeña maleta y se embarcó rumbo a lo desconocido. Anhelaba respirar otras fronteras, otros paisanajes, y se fue a países ricos, según le habían contado, con intención de labrarse un futuro más halagüeño y esperanzador. No soportaba por más tiempo la cochambre en la que se hallaba atrapada.
Había visto reportajes y películas de países lejanos impregnados de un brillante ambiente, de leyendas fantásticas, de paraísos servidos en bandeja y un resplandor tentador la sedujo de tal modo que se le mudó el color de la piel lanzando los dardos de su interés a ese núcleo vital, y tiritaba de emoción pensando en aquellos idílicos parajes donde vislumbraba un rico maná con el que saciaría su endémica hambre y la miseria que la enmascaraba con una fiel tortura.
Sus padres trabajaban de sol a sol y a malas penas podían sobrevivir, o caer en la tentación de comprarle un sencillo vestido para mitigar su frío amargo o calzarse unos rudimentarios zapatos.
Nasty llegó en un vuelo patrocinado por una firma de moda que, ofreciendo las mieles del confort en los más excelsos escaparates repletos de excelencias y bocados de enriquecimiento, se encargaba primordialmente de extender sus tentáculos firmando un contrato de trabajo a las personas que se alistaban desde su lugar de origen, o llegaban de allende los mares con las manos vacías y la cabeza llena de exuberantes expectativas de ensueño.
Al poco de llegar al nuevo territorio Nasty fue alojada en un almacén de las afueras de la ciudad, al igual que las demás compañeras, donde se guardaban toda clase de herramientas y utensilios, tractores, cachivaches, sacos descoloridos, coches viejos, cajas con productos que no se sabía lo que contenían pero que por la apariencia delataban algo que exhalaba un agrio aroma, un no sé qué que no era apetecible para nadie ni del que se pudiese uno fiar pues apuntaba atisbos de sustancias raras, acaso de contrabando, sustancias a todas luces prohibidas que las introducían clandestinamente burlando la vigilancia policial.
El caso era que Nasty acababa de llegar a su nueva y ansiada casa empujada por la precariedad que le apretaba el cuello y no tenía más remedio que adaptarse a su nueva situación si quería seguir viva, que junto a las nuevas compañeras que acababa de conocer sería allí y con ellas donde tendría que abrirse un futuro mejor.
Por la noche le ordenaron que se lavase a conciencia todas las partes de su cuerpo en el único grifo que había en el almacén utilizando para secarse una áspera y deshilachada toalla y a continuación se perfumase especialmente en las zonas más recónditas con unos frascos que le habían colocado en una caja que yacía como un veneno ubicada en un rincón. Todavía no se había percatado de la encerrona, de las músicas que le iban a acompañar en las primeras actuaciones, cuando obligada por el encargado se dispusiera a asistir al local donde los clientes que acudiesen a ver el “mira quién baila” le echasen negras flores o una lluvia de rijosas miradas de todos los colores hasta el punto de que descorazonada se le cayera el techo encima pudiendo sucumbir por mor del murmullo silencioso que se montase en aquel burdel entre aluviones de borracheras y gente sin escrúpulos compartiendo el sórdido local, desfilando ligera de ropa y cargada de vergüenza siendo lanzada al circo de las fieras a luchar como pantera domesticada con todo en contra, teniendo todas las de perder en aquel lupanar, porque el engaño y la falsa moneda de la estafa habían escalado tan alto que la caída del muro la aplastaría sin remisión. Era algo que no se lo podía ni imaginar.
La familia no sabía el paradero y todos los días le preguntaba al cartero si traían noticias de Nasty recibiendo la negativa por respuesta, deslizándose por los acantilados de una sombría pena que no podían superar.
Una noche la sacaron a la calle y la azotaron porque le había venido la regla sufriendo unos horribles espasmos y no podía levantarse del asiento cuando algún cliente llegaba solicitando sus servicios. En ese momento reaccionó con la uñas y se las clavó en el cuello de aquel buitre que la picoteaba en las entrañas de suerte que casi lo estrangula, por lo que fue retirada inmediatamente de la sala pasando a un reservado donde fue vapuleada con saña por el vigilante de turno.
Ella chapurreaba entre dientes palabras ininteligibles, pues no conocía aún el nuevo idioma, pero a malas penas articulaba desesperada unos monosílabos que traducidos venían a atestiguar algo así, p o r f a v o r e m i s e r i c o r di a n o a g u a n t o m á s y qui e ro morirme de una puñetera vez. Finalmente se desmayó rodando por el frío mármol con síntomas de haberse convertido casi en un cadáver, abrazada como estaba al polvo del mármol que masticaba si no fuera porque aún entre tinieblas se vislumbraban deshumanizados suspiros de esperanza. José Guerrero Ruiz
Aún no sabe si el escozor que todavía siente en su entraña cuando un hombre la abraza desaparecerá algún día, o si es ya parte de su mente. Quizá por ello visita a mujeres maltratadas a las que escucha y asesora, aprendiendo con ellas que la venganza no cura las heridas, sino que acaso sólo las alivia por momentos, prolongando su recuerdo. Quizá espera que en un futuro ideal, más allá de sus sueños, surja un nuevo mundo, un orbe de armonía y perfección donde sane por siempre la herida
Franjamares
PRINCIPIO ABIERTO 2 (Nekovidal-José Guerrero)
EL BOSQUE
Miró con cierta envidia a sus amigos que, ya subiendo a la nave, se volvieron para saludarle, ellos tenían un lugar al que regresar.
Su hogar, sin embargo, estaba aquí, en lo que quedaba de lo que pareció que era todo, y resultó, al final, no ser nada, apenas una vacía ilusión colectiva.
Tomando a Soraya de la mano regresó, cabizbajo, al bosque.
No se lo pensó dos veces y se tiró al monte de la vida, un auténtico bosque donde las fieras andan sueltas y los desvalidos son la presa que devoran sus colmillos y van aniquilando lo que se encuentran a su paso. La envidia no le abandonaba ni siquiera en primavera pues era muy fuerte para él, aun cuando la naturaleza se vista de nuevo y respiren los árboles escondidos en el bosque un poco mejor. No podía dejar de pensar en ello porque le conturbaba enormemente en lo más hondo y se colocaba de espaldas a la sociedad, en plena soledad al haber perdido además a su madre, a parte de otras cosas, por el ataque de una maldita enfermedad. Por eso seguía bañándose en las aguas de la incomprensión en busca y captura de respuestas gratificantes que satisficieran sus graves inquietudes, que no recibían atisbos luminosos por ningún resquicio en la selva en que habitaba.
Un auténtico bosque. La ley del más fuerte. Camina o revienta. Así todo en su hogar era un confuso aturdimiento sin ilusión ni humana compañía, viviendo un ambiente tétrico y lúgubre atrapado entre la maleza de la penuria que le rodeaba por los cuatro costados, pero que sin embargo lo prefería a la llegada de los leones y el resto de fieras, porque entonces su mirada se tornaba turbia y perdida por la amargura, sin ánimos para pelear por la defensa de sus derechos.
Él quería salir de aquel maldito atolladero, pero los medios de los que disponía eran precarios y no le prestaban la necesaria ayuda para emprender la huida a otros parajes con más corazón, rehaciendo sus ansias de vivir con otros amigos que no fueran fieras, que le prestaran un poco de cariño, una pizca de compasión que era de lo que adolecía y así levantar cabeza.
Soraya lo dejó a su suerte al poco de cruzar la esquina de los treinta y rehizo su vida con otro, pero él no llegaba a vislumbrar un horizonte limpio por donde dejarse llevar a fin de respirar tranquilo, que le alentasen en aquellas circunstancias para sobrellevar las tormentas por las que atravesaba, que arreciaban por momentos desde el día en que se quedó prácticamente solo.
Los amigos que se despidieron de él gozaban de una brújula, de un proyecto seguro en sus manos, como acaso era reunirse de tarde en tarde en un lugar acordado conversando sobre lo que más les inquietaba, o pasear por entre el verde de la campiña, tomando sus tentempiés y no padecían los sangrientos disparos del desamparo y la manutención. Sin embargo él se las veía y deseaba para satisfacer sus necesidades más perentorias.
El día de la despedida sintió lo peor, que el pecho se le cuarteaba como una roca por los efectos volcánicos, a causa de la cruenta rabia que le reverdecía a flor de piel, de modo que se pegó un mordisco en la muñeca queriendo poner tierra de por medio y vengarse a su manera de la estupidez que había cometido al no haber intentado irse con ellos aunque fuese de polizón y hubiera tenido que buscarse la vida en alta mar asaltando barcos como acendrado bucanero, pues a fin de cuentas resultaba que eran sus amigos de toda la vida y perderlos así por las buenas no le iba a reportar muchas ventajas, y menos cuando intentara abrirse camino en los quehaceres y necesidades del día a día; eso lo reiteraba cada vez que rememoraba el día de la despedida.
Durante un tiempo estuvo saboreando las mieles de la vuelta de su amor, pensando que a lo mejor volvía a su compañía, apoyándose en los buenos momentos que habían gozado juntos, y que tanto le costaba olvidar por lo bien que se entendían en aquellas dulces noches de abril en que el cielo como un capullo se abre de par en par mostrando las esencias de la madre naturaleza, exhalando un ardiente calor, sobre todo cuando cada uno ponía de su parte aquello que a ciencia cierta sabía que era lo que estaba esperando, la ternura que brota del interior.
Eso ya lo había soñado en múltiples ocasiones, pero por ciertos conjuros del destino hicieron que la cosa no funcionase entre ellos y Soraya se apartó de su camino, no se sabe si un tanto descaminada, lejos de lo que el sentido común le aconsejara; no obstante hay que reconocer que cuando a él se le desparramaba el flequillo por la frente se erizaba de tal forma que quedaba al descubierto exhibiendo sus torpezas, y los vientos se torcían bruscamente y no le cuadraban las cuentas del amor ni cuajaba ninguna de las propuestas que ambos se habían prometido recíprocamente.
Cuántas veces soñaba con irse a
una isla desierta, lejos de la umbría del bosque y pasar los días que le
quedasen de su existencia disfrutando de una soleada y auténtica paz, de una
sempiterna bonanza sin más enemigos al acecho que el sol, la brisa y la serena
noche proporcionándose a sus anchas el propio sustento, y solazándose decir a al
mundo con todo su ímpetu, soy un ser libre, viva la libertad.
José Guerrero Ruiz
FINAL ABIERTO – 10 (Begoña Ramírez-José Guerrero Ruiz)
IMPOTENCIA
Llevaba en aquella situación demasiado tiempo. Sin saber cómo ni por qué.
Su poder de decisión había sido sustituido por una especie de corriente vital que la conducía siempre al mismo lugar, al punto de partida, y cada vez que intentaba dar un paso hacia delante hacía el recorrido a la inversa, como los cangrejos.
Como si un potente imán la atrajera continuamente a su centro, por más que intentara sin remedio luchar contra esa fuerza invisible. Se preguntaba si habría llegado a ese crucial momento en el que ya es la vida la que tiranamente decide sobre nosotros y no nuestra voluntad. Se preguntaba si en el infinito devenir de lo cotidiano su poder de decisión había quedado anulado, aplastado, aniquilado.
Recorrió con el dedo meñique de la mano izquierda un plano de los lugares más frecuentados en los últimos lustros y se detenía a conciencia en los más punzantes revisando punto por punto los rescoldos que pudiesen quedar de todo aquel embrollo que le atizaba en el subconsciente como un fuego haciendo astillas sus mejores sueños y aunque nunca daba nada por perdido no daba con la clave de las desdichas.
El caso era digno de estudio en un laboratorio o exhibirlo en los foros más eminentes del cosmos, porque cuando pensaba que ya lo tenía todo resuelto surgía la inminente contradicción, el suspense en el compás, un ligero fogonazo y le deshacía por completo lo que hasta el momento había construido con toda la emotividad y pulcritud del mundo, siempre sin perjudicar a nadie. Eso sí, antes consentiría amputarse un miembro que caer en semejante lodazal, barruntando horrorosa maniobras para derruir la estructura de una criatura por algo ajeno a ella, quiérase o no. Ese proceder estaba aquilatado en su perfil ético, seguía la doctrina de los filósofos de la antigüedad clásica procurando llamar a las cosas por su nombre, al pan pan y al vino vino, guardándose muy mucho de no suplantar a nadie en el esplendor de las tinieblas, o a la luz del día mediante recónditos tejemanejes que al fin de cuentas no aterrizarían en ninguna parte del planeta echando por tierra incólumes ideales.
Pero no estaba aquel día para repartir agasajos y se dispuso a derribar cuanto caía en sus manos o topaba a ras de tierra por si acaso, todos los entramados y entuertos escudriñando en los subterfugios que cimentan las más atroces de las falacias o mezquindades humanas que le machacaban sin piedad. La incógnita seguía flotando en la penumbra, interrogándose por qué daba un paso hacia delante y dos para atrás, y anhelaba descascarillar el caparazón que ocultaba este maremagnum de manera que arribase luz a sus circuitos interiores y le demostrase palmariamente el quid de la cuestión.
Echó un vistazo a su programación y comprobó que se atenía a la norma diseñada; desayunaba a conciencia, como dios manda, siguiendo los pasos de su abuela, tostadas con aceite y jamón de la sierra y el hirviente y negro café que salía a borbotones de la vieja cafetera armando un horroroso estruendo que rememoraba la máquina a vapor del tren de mercancías que cruzaba su barrio con aquellas escandalosas volutas de humo que dejaban a la gente patidifusa, y añadía frutas del tiempo que le levantaba el ánimo y de camino completar una adecuada nutrición vitamínica; a medio día se apuntaba a lo más estricto, lo que se toma generalmente en el almuerzo siguiendo las pautas, en caso de duda, del endocrino cuando las circunstancias así se lo demandaban, de suerte que no había resquicios por donde pudiesen horadar su blindada vida, tan sensata y tranquila, y ni por asomo aparecían señales en que de improviso le doblegasen los argumentos o ahondaran en las debilidades, dado que a cada paso que daba aplicaba un control sumarísimo, por lo que era prácticamente imposible que en un descuido la neutralizaran, pero que sin embargo aquellas enquistadas sanguijuelas invisibles se las arreglaban sin saber cómo para minar la energía escalando progresivamente su esqueleto hasta las últimas consecuencias subiendo al mismísimo cerebro, y sin que hubiese motivos fehacientes que aquilataran la pólvora requerida para volar sus raíces volaban, si es que se puede apuntar tal atisbo, pero no había en el fondo duende por potente que fuese que alzara un dedo en contra de sus procedimientos tan severos, antes bien los endiablados duendes o los seres más reales le daban toda la razón en sus idas y venidas, en sus entradas y salidas, incluso más si cabe ya que todos los resortes y las artimañas más sutiles los guardaba en lo más hondo de las entrañas , y que se sepa hasta la fecha los conductos vitales estaban en regla, anotándolo todo en la sigilosa agenda con pastas doradas que portaba en el bolso, detallando todas las mezquindades que iban a remolque por entre los agujeros del recuerdo y revolteaban en sus mismas narices.
Por todo ello las oquedades que bailaban en su misma coronilla no había bicho viviente que se atreviese a desempolvarlas, incluso presentando de repente quijotescas batallas campo a través. Pero después de verificar las pruebas pertinentes y prodigar sutiles aldabonazos en el portón de la torpeza se vislumbró en lontananza que la hecatombe crecía viniendo a caballo o a contra pie –sic- o a escondidas enquistada donde menos se esperaba que aconteciera fulminando las refulgentes mañanas que sin duda ni el mismo Salomón con todo su bagaje de sabio hubiese sido capaz de descifrar, dando en el blanco, y lograrlo con precisión y cordura.
Vino a descubrir sin quererlo que cerca de su morada había un gimnasio con todos los enseres en perfecto uso, detalle en que con la premura cotidiana y el estrés que le acuciaba nunca había caído en la cuenta, y mira por donde lo tenía al alcance de la mano, tan sencillo y a un paso de la puerta de casa, y podría dirigirse sin problemas hacia él sin mirar para atrás en pos de un futuro más halagüeño, y allí sudando la gota gorda rebajar grasas, o enderezar las torcidas pisadas que le desquiciaban las piernas y fortalecer los músculos que por algún desliz anduviesen renqueantes o anquilosados, y navegar por esos mundos a pecho descubierto aunque fuese a veces a la desesperada pidiendo auxilio o algo de consuelo. Una vez asimilado lo anterior se introdujo en ese bálsamo vivificador expiando los malos humores que la humillaban, los ronquidos sordos respirando cada vez mejor, pero de súbito una mañana, sin saber cómo, de nuevo la atrapa la trágica impotencia, volviendo a tropezar en la misma piedra, aunque por las noches se sacudía los ramalazos y aminoraban las calamidades que la zaherían durante el día acudiendo a su ventana bocanadas de aire fresco, casi milagrosamente, como si fuese tornando en un color claro el oscuro aliento que exhalaba pese al estado depresivo que mostraba. Sin embargo al día siguiente vuelta a empezar y se retorcía de rabia echando espumarajos por la boca o se mordía la lengua porque unas malditas musarañas, cual minúsculos insectos, o tal vez los malos olores le hacían añicos los avances conseguidos y recaía en la pocilga del día anterior.
Estuvo deliberando cómo meterle mano al asunto y se dedicó a recorrer los parámetros más relajantes y brillantes por su prestigio internacional siguiendo las flechas de las isobaras de los mapas, aquellos que le recomendaban sus asesores más eximios, pero su psique, trucada como estaba y tocada por mil descompensaciones, pasaba del asunto y no daba opciones para adentrarse en la esencia y desembarazarse de una puñetera vez de aquellas escamas adheridas al frontón de su pensamiento de suerte que galopaban mentalmente palpando el agarrotamiento en que se movía al desplazarse de un lugar a otro.
Intentaba cargarse los vínculos a patadas, a mordisco limpio y finalmente se resignaba a las contrariedades deshecha, en estado sangrante y no tenía arrestos para luchar contra tales ogros provenientes de algún chamán u oráculo que le hubiese tendido una trampa en su fluctuante y cansino deambular por la rutina diaria. Además todavía era joven y, teniendo toda una vida por delante, no podía arrojar la toalla; por otra parte no poseía la picaresca de un currículo comprometido tan grueso como para cosechar tanta mugre hostil en los frágiles pies que marcaban su ritmo, sus pasos como un perverso marcapasos en el corazón que quisiera tumbar al paciente ejecutando las pulsaciones en contra de su misión de salvar al órgano y cumplir las funciones para las que había sido instalado.
Las carencias generalmente le dañaban el hipotálamo e incluso el espíritu, porque siendo una persona de buenos principios y perfección contrastada, no obstante si lo que practicaba era el bien o el sentido común entonces no había forma de tildar de contratiempos o aberraciones lo que le acaecía, eso era una nauseabunda estupidez.
La empatía con extraterrestres tampoco podía ser una justificación aunque la animaban sobremanera en horas de inspiración, porque la impulsaban a recurrir a recursos extravagantes que estaban descartados para el resto de los mortales, pero lo había desechado tiempo ha debido a que no le compensaba tal conducta tan obsesiva, ya que no le solventaba nada, y se lanzó al callejón de la vida, a las puertas de los enigmas presentando una pugna sin tregua a todo aquello que se interpusiese entre la potencia y el acto.
Deseaba echar el ancla a tope para no zozobrar en aquellas turbulentas aguas, empezando a bucear con arrojo buscando los restos de sus ancestros, células dispersas acordes con su idiosincrasia indagando en los abismos de la existencia a fin de extraer lo más lúcido que pululaba en las interioridades y de ese modo subvertir el ingrato enigma que la cubría de pies a cabeza, una vorágine de dislates que brotaban en la superficie al contacto de la suela de sus zapatos por donde pisaba que le impedía avanzar.
Se sentía presa en sí misma, imposibilitada en sus cinco sentidos. Era víctima de la acción de las fases de la luna con la pleamar y bajamar que acentuaba o atenuaba los efectos de sus instintos, elucubrando que estaba encerrada en la celda del panal de la existencia con una camisa de fuerza labrada con mil cuchillos y se negaba a continuar por esos derroteros, y la puntilla llegó cuando le espetaron con poca gracia entre los vecinos que les había sucedido lo mismo a sus antepasados, y recordaba a su abuela cuando le contaba cuentos al calor de la lumbre en tardes de crudo invierno, transmitiéndole que cuando ella era una niña pequeña sintió unos pálpitos en su cuerpo bastante raros que la zarandeaban de un lado para otro sin que pudiese poner remedio ni avanzar al paso que retrocedía y todo ese maremoto le ocurría en contra de su voluntad. Escenas todas ellas que no diferían apenas de lo que le acontecía a ella.
De todas las maneras se había propuesto romper con la tradición derribando con toda la metralla del mundo muros y hostilidades con la ayuda de la estrella polar que le infundía nuevos bríos, era su estrella preferida pese a haber nacido con mala estrella, antes de verse aprisionada en las mismas necedades y adversidades soportaron sus ancestros.
Se preguntaba llena de asombro cómo era posible que le sucediesen semejantes monstruosidades precisamente a ella en el siglo veintiuno, sabiendo que todos somos dueños de nosotros mismos y con los mismos derechos, naturales y sobrenaturales, o quizá no por lo que aquí se advierte, porque no hay que olvidar que las hecatombes arriban por sí solas.
Se puede tolerar que si amas el peligro y lo busques perezcas en él, pero si lo evitas la mano negra se debía desvanecer o cortar como mala hierba y dejar que crezca radiante la luz y la esperanza.
Un día en las postrimerías de los últimos pasos le vino a la memoria el célebre proverbio, “el querer es poder”….y sin más rodeos se puso manos a la obra.
Jose Guerrero Ruiz
FINAL ABIERTO 4 (José Guerrero Ruiz-Nekovidal)
Aquel día Roberto se levantó muy consciente de lo que hacía. Se colocó la corbata en el punto justo, abrochándose los botones de la camisa con cierta prisa mirando hacia ninguna parte y se calzó los zapatos nuevos. Iba más elegante que de costumbre. Hacía semanas que lo llevaba madurando, aunque había días que se le iba de la mente. El recuerdo de las últimas jornadas le fue avivando el rescoldo de cuando estuvo con ella en el chalé verde a la vera de la playa durante uno de los fines de semana. Allí bailaban y se bañaban al arrullo de las olas, sus pies eran acariciados por las aguas nada más pisar la arena. Se divertían como niños pateando la espuma que salpicaba la última ola.
El bañador preferido de Roberto estaba ya un poco descolorido por el paso del tiempo y el uso. Últimamente Laura no lo besaba como antes. Los labios destilaban un olor agrio de sucia borrachera, de turbia resaca.
Desde hacía un tiempo ella no usaba sujetador por prescripción facultativa, debido a una inoportuna y virulenta alergia que sufrió la pasada primavera, que la había tenido postrada en el sofá de la casa más de lo que ella esperaba, golpeándole con saña.
El último día que lo pasaron juntos, sin la menor sospecha y como el que no hace la cosa Laura se arregló en un descuido y salió del hogar a las siete y cuarto de la tarde como si fuese de compras, demostrando que nada extraño pasaba por su cabeza, acaso los diferentes saldos o gangas que pudiera hallar en alguno de los grandes almacenes o boutiques de moda.
Sin embargo, el hallazgo de unos pendientes de oro y un frasco de colonia selecta que dejó, tal vez olvidados, en la mesita de noche, la delató ante los ojos de Roberto en ese instante, aunque luego la cosa en sí pudiera no revestir mucho fundamento, nada más que meras sospechas a causa de la incertidumbre que rodeaba el caso y los hechos, ya que ella no se prestaba a ese juego de amantes, más que nada por pura soberbia heredada de su abuela paterna…
(José Guerrero Ruiz)
Roberto, sospechando lo peor, comenzó a ser víctima de unos celos virulentos que le hacían acercarse al personaje shakesperiano de Otelo a pasos agigantados. Barruntaba que algo tenía que haber, para desecharlo luego de su mente, pero sólo de forma provisional, pues las más oscuras sospechas volvían recurrentemente a romper el frágil equilibrio de sus desquiciadas emociones.
Otra nueva y extraña ausencia, pocos días después, ahondó aún más en su herida, y sus sospechas pasaron a ser certezas. Laura, mientras tanto, parecía cada día más radiante, esplendor sublime que él identificaba como resultado de largas horas de sexo frenético, el mejor tratamiento de belleza, según se decía.
Transcurrían los días, aumentaba la belleza de ella y la expresión de locura en el rostro de él, mientras ambos, haciendo uso de la exquisita educación recibida en los más caros colegios religiosos, fingian hipócritamente una calculada indiferencia ante la evidente metamorfosis del otro.
En tan sólo dos semanas la situación se hizo insoportable dentro de la desquiciada mente celosa de Roberto, que comenzó a sopesar la posibilidad de terminar con su dolor definitivamente, no sin antes castigar como se merecía a la arisca pecadora.
Visitó a su anciana e idolatrada madre, de la que se despidió con lágrimas en los ojos y, aprovechando un descuido de ella, se hizo con la pistola que había sido de su difunto padre, capitán del ejército.
Decidió que lo haría tres días después, el día de su cumpleaños, que posiblemente sería, como en las últimas ocasiones, una monótona cena formal para dos.
Llegado el día, se bajó de su automóvil y, dirigiéndose hacia su casa, vio aparcado el deportivo de Luis, de quien sospechaba desde hacía años que pretendía de su esposa algo más que una inocente amistad. Su ira, centrada en el frío metálico de su bolsillo, le impidió ver varios vehículos, también familiares para él, aparcados a lo largo de la calle. “Les sorprenderé in fraganti, así todo será más rápido, nos ahorraremos explicaciones y falsas historias, y de paso me daré el gusto de pegarle un par de tiros al Luis, que le tengo ganas hace tiempo ... me gustaría ver los periódicos de mañana: un crimen de honor, mi padre estaría orgulloso...” Entró sigilosamente en su casa, que encontró completamente a oscuras, lo que reafirmó sus sospechas, para recibir, de repente, un fogonazo de luz en la cara: “¡Feliz cumpleaños!” gritó al unísono un coro de voces.
“Perdona, cariño, se disculpó Laura, he estado algo distante estos últimos días, ocupada en prepararte esta sorpresa. Feliz cumpleaños, ya sabes que te quiero como el primer día, y hasta moriría por ti . . .”
Nekovidal 2010 – nekovidal@arteslibres.net
FINAL ABIERTO: (José Guerrero Ruiz)
ROBERTO, LAURA Y ALGUIEN MÁS
Aquel día Roberto se levantó muy consciente de lo que hacía. Se colocó la corbata en el punto justo, abrochándose los botones de la camisa con cierta prisa mirando hacia ninguna parte y se calzó los zapatos nuevos. Iba más elegante que de costumbre. Hacía semanas que lo llevaba madurando, aunque había días que se le iba de la mente. El recuerdo de las últimas jornadas le fue avivando el rescoldo de cuando estuvo con ella en el chalé verde a la vera de la playa durante uno de los fines de semana. Allí bailaban y se bañaban al arrullo de las olas, sus pies eran acariciados por las aguas nada más pisar la arena. Se divertían como niños pateando la espuma que salpicaba la última ola.
El bañador preferido de Roberto estaba ya un poco descolorido por el paso del tiempo y el uso. Últimamente Laura no lo besaba como antes. Los labios destilaban un olor agrio de sucia borrachera, de turbia resaca.
Desde hacía un tiempo ella no usaba sujetador por prescripción facultativa, debido a una inoportuna y virulenta alergia que sufrió la pasada primavera, que la había tenido postrada en el sofá de la casa más de lo que ella esperaba golpeándole con saña.
El último día que lo pasaron juntos, sin la menor sospecha y como el que no hace la cosa Laura se arregló en un descuido y salió del hogar a las siete y cuarto de la tarde como si fuese de compras, demostrando que nada extraño pasaba por su cabeza, acaso los diferentes saldos o gangas que pudiera hallar en alguno de los grandes almacenes o boutiques de moda.
Sin embargo el hallazgo de unos pendientes de oro y un frasco de colonia selecta que dejó tal vez olvidados en la mesita de noche la delató ante los ojos de Roberto en ese instante, aunque luego la cosa en sí pudiera no revestir mucho fundamento, nada más que meras sospechas a causa de la incertidumbre que rodeaba el caso y los hechos, ya que ella no se prestaba a ese juego de amantes, más que nada por pura soberbia heredada de su abuela paterna…
Se había arreglado tanto al levantarse de la siesta para darse seguridad. Habia decidido seguir a Laura.
No era difícil ,su Testarosa, rosa chicle no pasaba desapercibido, además desde el trabajo podía controlar el GPS, bastaba con una llamada, trabajar en seguridad tenia. sus ventajas.
Efectivamente ,aunque hacia ya mas de una hora que Laura había salido de la elegante urbanización “Los Moriscos” de Motril, no le costó ningún esfuerzo localizarla, dirección Málaga, hacia el Centro comercial el Ingenio...
Allí estaba.
Laura aparcó como siempre de forma algo ladeada.
Desde luego a Laura no le costaba localizar su coche en ningún parking, entre el color del vehículo ,que según decía ella, Ferrari había sacado para ella mezclando red metalic clear coast y blanco y su forma de dejarlo a la virulé, era fácil. Inconfundible ,era ella
Aparcó a una distancia prudente y espero.
Laura ,con su acostumbrada parsimonia se bajo del coche, abrió el maletero y saco su bolsón nunca nada a la vista en el habitáculo según le había enseñado un taxista sevillano...
La siguio dentro del centro comercial
.El recorrido habitual : Casa ,Tienda de cuadros, Servicio ,Bijoux Brigitte (¡ Por Dios si tenia joyas valiosas como para vivr 7 vidas bisiestas y no tener tiempo de ponérselas ¿para que quería tanta bisutería?) ...Coronel Tapioca, una mirada de reojo hacia el escaparate de Imaginarium ,juguetes para esos hijos que no habían tenido... y una tienda de ropa ,nueva al lado de la de juegos informáticos.
Laura no compró nada .
De pronto volvió sobre sus pasos y por poco lo sorprende.
Se sentó en “De Tapas” y se pidió una caña con una concha de ensaladilla. Estuvo allí más de media hora . ¿Esperaría a alguien? No lo parecía ,no miro el reloj en ningún momento. Saco su pequeña libreta y escribió. La inseparable libreta de Laura era un misterio ,tan pronto encontrabas hojas llenas de extraños cálculos y cuentas como cuentos fugaces de momentos vividos a solas o acompañada pero ausente ensimismada...”ultimamente está cada día más rara “,pensó Roberto ,sin duda ocultaba algo.
Laura saco su móvil del bolso y escribió lo que parecía un mensaje, pagó y se levantó. Siguió su camino ,entró en la perfumería Primor y habló animadamente con una cajera ,como si se conocieran. Esta le trajo algo del almacén. La vio a través del escaparate desde enfrente. Pagó en efectivo y con su pequeña bolsa colgada del brazo salió.
Hizo el trayecto inverso ,se fue al coche. Arrancó ,abandonó del parking ,pero en lugar de poner rumbo a casa ,tomó dirección Málaga.
Cada vez más intrigado fue tras ella...hasta ¡el aeropuerto, salidas !
Sus sospechas empezaban a hervirle en las venas.
No sabia si abordarla en la cola de facturación , o no, pero como explicar que la había seguido hasta allí ,se lo pensó.
La llamó...al móvil . _” el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura..”. ¡Maldita sea ,ya lo había apagado!”
Laura desaprecio por el pasillo hacia las puertas de embarque.
Se quedo perplejo... Bueno pues si tiene un amante, ya me enteraré, por lo pronto noche libre, libre para mi, voy a vengarme. Se sonrío a si mismo.
No lo pensó dos veces llamaría a Estefanía, la recordó entre la olas aquel día en que los había acompañado para preparar un picnic playero, y eso y otras cosas más le ponían, le ponían mucho...
Dicho y hecho marcó el numero: “el móvil al que llama esta apagado o fuera de cobertura...”.¡Vaya por dios, la suerte no estaba de su parte ese viernes.
Lo intentaría más tarde.
Llego a casa ,se fue hacia la camarera para ponerse un whisky ,entonces ,solo entonces vio apoyado entre los vasos y las botellas un sobre.
“-Hola Bob, querido estaba tan dormido que he preferido no despertarte :
Me voy a Barcelona ,mi tía abuela Dorí ha empeorado ,volveré el lunes si la cosa no se complica.
.No me llames ya sabes lo estrictos que son en los hospitales con los móviles.
Hospital = móvil desconectado. Ya te llamo yo..
Estefanía vendrá mañana a limpiar, dale tú el dinero ,o déjaselo como hago yo en un sobe bajo el azucarero en la mesa de la cocina : 50 euros.
Por cierto dile ,que si se ducha al acabar ,lo cual no me parece mal, vigile no quede ninguno de sus largos cabellos en la bañera. El perfume y los pendientes que hay en la mesita de noche deben ser de ella, no recuerdo tener pendientes así, salieron del sofá, dáselos y dile que usar ese perfume en pleno día es una osadía.”
José Guerrero Ruiz
FINAL ABIERTO 4 (José Guerrero Ruiz-Diego Pérez Sánchez)
Aquel día Roberto se levantó muy consciente de lo que hacía. Se colocó la corbata en el punto justo, abrochándose los botones de la camisa con cierta prisa mirando hacia ninguna parte y se calzó los zapatos nuevos. Iba más elegante que de costumbre. Hacía semanas que lo llevaba madurando, aunque había días que se le iba de la mente. El recuerdo de las últimas jornadas le fue avivando el rescoldo de cuando estuvo con ella en el chalé verde a la vera de la playa durante uno de los fines de semana. Allí bailaban y se bañaban al arrullo de las olas, sus pies eran acariciados por las aguas nada más pisar la arena. Se divertían como niños pateando la espuma que salpicaba la última ola.
El bañador preferido de Roberto estaba ya un poco descolorido por el paso del tiempo y el uso. Últimamente Laura no lo besaba como antes. Los labios destilaban un olor agrio de sucia borrachera, de turbia resaca.
Desde hacía un tiempo ella no usaba sujetador por prescripción facultativa, debido a una inoportuna y virulenta alergia que sufrió la pasada primavera, que la había tenido postrada en el sofá de la casa más de lo que ella esperaba golpeándole con saña.
El último día que lo pasaron juntos, sin la menor sospecha y como el que no hace la cosa Laura se arregló en un descuido y salió del hogar a las siete y cuarto de la tarde como si fuese de compras, demostrando que nada extraño pasaba por su cabeza, acaso los diferentes saldos o gangas que pudiera hallar en alguno de los grandes almacenes o boutiques de moda.
Sin embargo el hallazgo de
unos pendientes de oro y un frasco de colonia selecta que dejó tal vez olvidados
en la mesita de noche la delató ante los ojos de Roberto en ese instante, aunque
luego la cosa en sí pudiera no revestir mucho fundamento, nada más que meras
sospechas a causa de la incertidumbre que rodeaba el caso y los hechos, ya que
ella no se prestaba a ese juego de amantes, más que nada por pura soberbia
heredada de su abuela paterna…
Roberto salió a la calle con el paso decidido de esas personas que poseen una vida organizada hasta el último detalle, con horarios y resoluciones tomadas con anterioridad agobiante, entrenados desde su infancia para una vida respetable, burgueses con aspiraciones aristocráticas reveladas en los mas minuciosos detalles de su enjalbegado devenir. Sabía lo que tenía que hacer, lo sabía desde hacía mucho tiempo, su actuación venía determinada por siglos de adiestramiento, desde mucho antes de su servicio entusiasmado a la exigente patria. Recordaba sus años mozos en el regazo de su madre y su aleccionamiento metódico y sin disensiones. No aceleró su paso pausado y firme sino que lo mantuvo en su primorosa cadencia, mientras dejaba que los amilanados recuerdos de su mimada, anquilosada consciencia, se regodeasen ampulosamente en un ir y venir sin solución de continuidad.
Encerrado en quién sabe qué rutilantes ensoñaciones subió las pulidas escaleras de la estereotipada mansión, dejando a un lado los balaustres y atravesando los opulentos salones repletos de figuras desnudas, de paredes obscenas apenas disimuladas por los ampulosos tapices.
“Ramón de Almodóvar, abogado”, rezaba el cartel de la puerta en la que, con firmes nudillos, golpeó ligeramente antes de girar su reluciente picaporte y entrar en la antesala del despacho de su consejero vitalicio.
Ramón no le dejó apenas hablar, a buen entendedor pocas palabras bastan. Le aconsejo que no diese a entender lo evidente; que con disimulo saldría de aquella lidia mejor parado que lanzando su desventura a los cuatro vientos, lo que no sólo ensombrecería su prestigio y su honor sino que le pondría en desventaja en la querella; que quien pega primero pega dos veces, que pruebas son amores y no buenas razones y que, con prudencia y buenas maneras, escaparía sin duda aventajado en su litigio. Y con estas y otras tan buenas maneras le entretuvo algún tiempo, no más del necesario, saliendo tras un fuerte, aunque comedido, estrechamiento de manos del despacho con el convencimiento cierto de haber dejado su asunto en las mejores manos y, con las mismas, tomó un taxi y se condujo a su lugar de trabajo.
Diego Pérez Sánchez
FINAL ABIERTO 4 (José Guerrero Ruiz)
Aquel día Roberto se levantó muy consciente de lo que hacía. Se colocó la corbata en el punto justo, abrochándose los botones de la camisa con cierta prisa mirando hacia ninguna parte y se calzó los zapatos nuevos. Iba más elegante que de costumbre. Hacía semanas que lo llevaba madurando, aunque había días que se le iba de la mente. El recuerdo de las últimas jornadas le fue avivando el rescoldo de cuando estuvo con ella en el chalé verde a la vera de la playa durante uno de los fines de semana. Allí bailaban y se bañaban al arrullo de las olas, sus pies eran acariciados por las aguas nada más pisar la arena. Se divertían como niños chapoteando en la espuma que salpicaba la última ola.
El bañador preferido de Roberto estaba ya un poco descolorido por el paso del tiempo y el uso. Últimamente Laura no lo besaba como antes. Los labios destilaban un olor agrio de sucia borrachera, de turbia resaca.
Desde hacía un tiempo ella no usaba sujetador por prescripción facultativa, debido a una inoportuna y virulenta alergia que sufrió la pasada primavera, que la había tenido postrada en el sofá de la casa más de lo que ella esperaba golpeándole con saña.
El último día que lo pasaron juntos, sin la menor sospecha y como el que no hace la cosa Laura se arregló en un descuido y salió del hogar a las siete y cuarto de la tarde como si fuese de compras, demostrando que nada extraño pasaba por su cabeza, acaso los diferentes saldos o gangas que pudiera hallar en alguno de los grandes almacenes o boutiques de moda.
Sin embargo el hallazgo de unos pendientes de oro y un frasco de colonia selecta que dejó tal vez olvidados en la mesita de noche la delató ante los ojos de Roberto en ese instante, aunque luego la cosa en sí pudiera no revestir mucho fundamento, nada más que meras sospechas a causa de la incertidumbre que rodeaba el caso y los hechos, ya que ella no se prestaba a ese juego de amantes, más que nada por pura soberbia heredada de su abuela paterna.
A las once, después de una parada en la oficina en la que trabajaba trastocando el papeleo y dando consignas a la secretaria, fue a la cafetería donde solía tomar un tentempié y acaso se encontraba con ella, en aquella época de locura y pasión, en que ningún obstáculo hubiera podido impedir que se juntasen. Dentro del templado hervidero matutino, gente de alto copete y algún conocido del mundillo empresarial royendo sus churros y sorbiendo con fruición el café, la miraron, los unos de reojo, los otros con altivez y desprecio. Hablaban de ella los presentes sin apenas disimularlo, después de haberla identificado como objeto de escándalo –al menos era lo que allí se pensaba- , al entrar sin dirigir ni siquiera furtivamente un saludo por mera cortesía.
Al sentirse poco a sus anchas y por ello a punto de levantarse de su asiento, con mucha desfachatez y resolución, viniendo de una mesa lejana y plantándose enfrente, una mujer alta y espigada, rubia y de ojos verdes, porte arrogante y peinado de corte cuadrado que le daba aires de emperatriz seductora, deslizándose de un golpe del lugar que ocupaba, le pidió permiso para sentarse mientras lo hacía sin esperar su consentimiento.
De repente pero sin poder identificarla claramente, supo por los pendientes y el olor a perfume exquisito que exhalaba de toda su imponente figura que era aquella a quien buscaba.
Entonces en un arrebato de audacia inesperado y al tiempo que intentaba esta señora dirigirle la palabra, en un gesto raudo pero premeditado, hundió su mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta arrojando sobre la mesa los pendientes.
Ni siquiera había intentado protegerse y en la cafetería corrió un rumor de espanto.
-Siéntese, le espetó el ofendido. Seguro que sabe dónde los había colocado. Soy Roberto. Explíquese.
.Son míos sí. Lo mismo que Laura, su querida putilla, que no los ha sabido guardar dándole el placer que necesitaba. Es mía ahora y nunca, ni usted ni nadie me la usurpará. Si ha venido aquí para recuperarla, está perdiendo el tiempo.
-¿Perdiendo el tiempo? No me diga machota. ¿Piensa que voy a dejársela?
-Mire tonto. Nunca se ha dado cuenta de que nosotras, las mujeres de hoy necesitamos, además de culto a la belleza, consideración, buen sexo y una buena cartera…Ahora se paga todo eso y si quiere reanudar con ella le invito a una copa esta noche en el lugar convenido y le enseñaré el catálogo de los placeres programados que ofrecemos.
Al terminar la parrafada, se levantó, trincó los pendientes de la discordia y por despedida, masculló:
-Tendrá que preguntar por Eli…o por la inglesa. Así me llaman –agregó con soberbia, regresando a la mesa que minutos antes había abandonado, a reencontrarse con el tentempié que compartía con otras chicas del centro convenido.
A la mañana siguiente estalló la noticia en la ciudad de un ajuste de cuentas sucias en una discoteca de categoría en que un hombre –honrado, casado, con hijos…- había aparecido muerto en la acera, apuñalado por sicarios por querer forzar –a punta de pistola y alegando que era invitado- la entrada a dicho local.
Se perdían en conjeturas autoridades, policías y familiares.. La vida, macho, a secas y con derrame ocasional.
José Guerrero Ruiz
HOMENAJE A DON QUIJOTE
Evocando a Cervantes en el día del libro
Era preciso desencantar a la sin par Dulcinea. El mesmo don Quijote teníe muchas dubdas de que anssi fuesse y sobre el estado en que se hallaría.
En medio del revuelo que se armó en esas circunstancias dixo don Quijote: sabed vuestras mercedes que mi amantísima señora, dechado de singular simpatía y belleza y por la que soy arrastrado a recorrer inhóspitos territorios y países cuantos haya menester por escrutar su paradero atravesando castillos, calles y plaças por hallarla viva, e buscando de camino un médico que la levantase del postrado estado en que se encontraría imponiéndole las manos o administrándole algún ungüento milagroso que le hiciese volver en sí y anssí vivir feliz soñando en grandes venturas.
Sancho que está escuchando las proposiciones y agudos argumentos de su amo rascándose el cogote le dice apresurado: querido don Quijote, non sé commo fazer para solventar questa inquisitoria por su parte para satisfacer vuestras ansias de restablecer de esa guisa lo anterior y tornar al estado primigenio olvidando todo lo acaecido y mostrando anssí una fuerza suficiente para que honestamente salga a la luz todo el embrollo asaz contenta e segura porfiando por una auténtica libertad y sigamos en la travesía como antes lo veníamos faciendo y lo ficieron nuestros ancestros.
Todos los avatares se ficieron a la luz de la luna no sabiendo la estoria verídica de lo que aconteció tanto a ella como a los acompañantes, pues fueron sorprendidos en pleno bosque perdiéndose entre las malezas y la espesura que por allí reinaba raptando a Dulcinea en un pis pas, que por ser bien criada y de familia de alto abolengo no respiró y permitió sin resistencia ni quejidos que la atasen de pies y manos y se la llevasen de esa guisa sin grandes alharacas ni sollozos como si fuesse socorrida por aquellos malvados melindres.
A ciencia cierta que la escondieron en algún refugio de los que ellos frecuentan día y noche pero de todas formas un sitio desconocido ubicado en alguna facienda del espeso bosque, porque ella con mucho sigilo non quiso inmiscuir a los demás en aquella mala faena. No obstante ella fazía lo indecible por no dexarse abrazar por ellos, pero les había prometido que si la entregaban a su señor sana y salva no diría nada en su contra dellos. Las huestes que les seguían los pasos entraron en la facienda con los criados que les acompañaban, sus fijos y algunos ricos omnes e hidalgos que por allí cazaban, e dixeron al jefe del grupo de viva voz: soltad cuanto antes a Dulcinea, cobardes, porque corréis el riesgo de ser atacados por nuestras mesnadas, al frente de las cuales vendrá el inmortal e insigne caballero andante don Quijote, grant conocedor de los mayores subterfugios habidos y por haber, vencedor de mil batallas, que donde pisa no vuelve a nacer la hierba, y en consecuencia será irremediablemente buscada y hallada para vuestra perdición.
Alguien apuntó sotto voce fasta llegar a oídos del jefe de los bandidos que el que los arrasaría sería el propio prometido y enamorado de Dulcinea y lo más probable es que incendiase sus posesiones y aniquilaría todo cuanto poseyesen esquilmando las tierras como nunca jamás habían imaginado. Ante tanta presión y buen aprovisionamiento de los enemigos ellos contestaron que sólo querían agasajarla y ofrecerle parabienes y buscarle un lugar seguro donde las fieras del bosque no la devorasen ni algún desaprensivo le causase daño alguno.
Oído lo cual, finalmente don Quijote dixo: ¿quién sodes vos, caballero, e qué habéis venido a buscar en estos pagos que tan ingratamente los estáis tratando. Pensad que yo vivo plácidamente conforme a la ley y me dedico a hacer el bien a los necesitados y no puedo consentir tales desmanes, sea quien fuere la víctima.
Toda la comitiva desplegaron velas y comenzaron a desentrañar la sua ruta por do habían huido con la doncella, pero no husmeaban ni la más mínima huella de semejantes forajidos. Entonces en la lacería que padecerían y en la angostura de la senda por aquellos andurriales, allí se expresaron anssí: qué breve y diminuta es la estancia acompañada de bienaventuranza y felicidad en este oscuro mundo. E reflexionaron sobre los deleytes de la vida que ha sabor el ánima y continuaron preguntándose ¿cómmo sucede esto agora tan ominoso y forte que transporta al ánima a la pena perdurable?
Al cabo de un lapso de tiempo se oyó el rebuzno de un asno, lo que no quiere decir que cualquier omne tenga por dulce y atractivo algo que es desagradable y estridente llevando un dulzor que se convierte in ipso facto en grant amargura, porque el borrico andaba suelto y lejos de la mirada de su amo al haberse escapado de los dominios de Sancho, que habiéndose quedado dormido aflojó el ronzal y el animal puso tierra de por medio. Pero la cosa no quedaba ahí porque los rebuznos que se oían cerca eran del propio Sancho imitando al jumento como reclamo a ver si tornaba a su redil, a manos de su amo, que se hallaba en una profunda depresión, pues andaba con los calzones caídos y descalzo por las rocas de tanto trotar por aquellos cerros luchando con rebaños de ovejas que se interponían a su paso.
Mientras tanto don Quijote estaba arengando a unos molinos de viento que por allí se movían amenazándoles de muerte, que serían pasados a sangre y fuego si no obedecían sus órdenes, pues consideraba que eran cómplices y peligrosos enemigos, que tal vez, a su modesto entender, serían los verdaderos raptores de su amada señora, y no los pusilánimes vasallos que se escondieron en los refugios de la intrincada montaña.
Ante el temor a que el caballero andante ficiesse una de las suyas, según acostumbraba y temblase el orbe, se fueron amansando y ablandaron sus corazones y dicho y hecho, y al momento apareció Dulcinea ante los ojos del caballero enamorado y la concurrencia más radiante y bella si cabe que antes de su cautiverio.
A parecer la alimentaron con pócimas elaboradas con hierbas extraídas del mismo bosque, que la fizo despertar del encantamiento siendo la envidia de todos los presentes luciendo más que el astro rey.
Y para olvidar todo estos tejemanejes y trapisondas de martirio al que se vieron sometidos, una vez recuperado el asno Sancho, apresuróse a que preparasen unas buenas viandas, empezando por salpicón y queso manchego, brindando con un buen vino de la tierra por el feliz desenlace después de toda esta rocambolesca y disparatada tramoya.
José Guerrero Ruiz
EL SUEÑO
Ángela gozaba de una fantasía asombrosa, por cuyo motivo era arrastrada en volandas, cuando se hallaba sumida en el más profundo del sueño, a verdaderas simas de inconmensurables sueños como si su cerebro lo azotase una insensata ventisca. Aspiraba a darle la vuelta al mundo, ser trotamundos, un Marco Polo exiliado de mundos extraterrestres, brincando de un país a otro como en la pista con la pértiga y no le asustaba lo más mínimo llegar a ese trance, el pisar nuevos territorios, frías nieves sin hollar, sin conocer nada de nada, costumbres, lengua, gastronomía, dado que todo lo minusvaloraba enormemente, le daba igual.
Quería escudriñar el cielo terrestre, otros astros, porque este planeta le resultaba cansino, poco agraciado, pensaba que ya lo tenía demasiado visualizado, al menos en lo que hasta el momento le había sido familiar y que para ella no aparentaba más allá de un tablero de ajedrez.
Algunas veces lo soñaba de veras, otras lo veía en el cine tal como se observa un insecto con la lupa en la realidad del laboratorio, incluso en las tres dimensiones, pero siempre le perseguía la fatídica idea, que ya se iba haciendo vieja, insoportable, porque no se detenía ni de noche ni de día hurgando en lo más íntimo de su ser. Primeramente se encaminó a unas tierras lejanas, según sus cálculos, a ver si así olvidaba las pesadillas que se le agolpaban en la mente principalmente al albor y de esa guisa quedarse inmaculada, totalmente en paz.
Entonces, continuando su sueño, empezó a caminar y caminar por cerros y desiertos y no llegaba a ninguna parte, lo que le sacaba de quicio y se preguntaba a cada paso cómo era posible que eso le ocurriera precisamente a ella, que era tan alegre, tan poco dada a reflexionar y dispuesta siempre a soltarse el pelo. Cuando había transcurrido mucho tiempo, haciendo las correspondientes paradas de rigor para repostar dentro de su posibilidades, y había aliviado en parte la pesada sensación de las horas y los días que le oprimía el pecho se tumbaba a la sombra de un árbol abriendo profundamente los ojos y los pulmones para renovar el aire que llevaba dentro, ya que cuando caminaba no sabía si lo hacía durmiendo o estaba realmente avanzando sin cesar, pero al fin conseguía llegar al relajamiento tan ansiado.
Así pasaban los lustros en aquellos nuevos lugares, que a pesar de ser todo distinto no se sentía extraña ni rara, lo que se añadía a la triste realidad, por otro lado lógica, de no encontrar por los caminos a nadie de los suyos o algún conocido de sus antiguas andanzas por tierras moras o cristianas.
Ella tenía un primo que le indicaba de vez en cuando por dónde debía dirigirse, una especie de GPS, a la manera como se proyecta la ruta de vuelo del avión, pero le costaba bastante digerir la teoría del primo porfiando como estaba en descubrir unos mundos ignotos, nuevas galaxias, por lo que la encontraba obsoleta y falta de fundamento llevándole inconscientemente la contraria. Estaba deseosa de restregarle sus argumentos por todo el rostro para convencerle de que estaba en un craso error, ya que podía inducirla a buscarse su propia perdición por su culpa, pero la cosa seguía sin resolverse creándole una tremenda ansiedad y un continuo sin vivir.
Al cabo del tiempo fue acatando, por si acaso, los razonamientos e instrucciones del primo, pues al parecer los vientos soplaban a su favor, aunque ella estaba hecha un mar de dudas pensando que no las tenía todas consigo. De todas formas no fueron muy generosos con ella en la interminable gira que realizó, pues incluso en el último país donde recaló se encontró sola y abandonada por la multitud, la observaban como un extraño, y se revolvía sobre sí misma abatida por los fríos disparos de la aventura.
Su primo tenía razón: ella no le debía nada a aquel país que le había arrebatado todo, que le había negado incluso unos fundamentales derechos humanos; un país cargado de prejuicios y rencores rancios y olvidados.
Siguió caminando, hundiéndose en la nieve, durante lo que le parecieron horas infinitas sintiendo como le iban abandonando sus últimas fuerzas. Su primo la instaba a seguir adelante, con palabras de ánimo, suaves y temblorosas, en el silencio de la noche. En la lejanía se oyó el aullar de un lobo y otros le siguieron.
Estaba a punto de desmayarse cuando oyó decir a su primo:
“Hemos llegado, la frontera está tras aquella loma. Al otro lado deben de estar esperándonos Janus y Yuri con algo caliente”.
Despertó en una cama limpia, rodeada por rostros amables y sonrientes.
“No hay duda”, dijo, “el cielo existe”.
Jose Guerrero Ruiz
No, ése no, ése no
Cuando más tranquilos nos encontrábamos en casa cayó un rayo, llegó la visita del cartero como un mal augurio e introdujo la misiva en el buzón. La carta en sí no encerraba ningún misterio externo, era en apariencia como las demás pero el contenido como luego se verá sí difería de las que te ofrecen parabienes. Pues a veces, cuando trae alguna cosa algo rara o poco grata parece que el olor la delata al tacto. La referida carta portaba una invitación de boda. Con lo que odiaba las bodas.
Aunque parecía inofensiva no estaba exenta de un puro compromiso no compartido en principio, pues conlleva a sabiendas un mensaje especial, un tufillo nada agradable, con unas indicaciones que te obligan a dar el do de pecho en contra de tu voluntad, o a darte con un canto en los dientes por algo que puede quedarte muy lejano y te resbale, no obstante tienes que hacer de tripas corazón y recorrer diversos vericuetos anímicos guardando la compostura para que no se te caiga el alma a los pies, pateando distintos comercios, los grandes almacenes donde han encomendado su deseada lista de bodas con objeto de que cada cual estampe su sello y firma cubriendo el expediente.
En estos casos es aconsejable mirar por el ojo de la puerta, examinar atentamente la relación de artículos que figuran en la lista y no hacer el panoli, es decir, no pasarse en la elección, eligiendo aquello que vaya más acorde con nuestras intenciones para con esa familia, así que todo dependerá del compromiso que uno se imponga, lo que influirá finalmente en nuestra decisión, seleccionando los artículos más corrientes o por el contrario los más sofisticados en función de las inclinaciones más íntimas, sin menoscabo de tu amor propio, procurando capear el temporal, y salir airoso calibrando en su interior calidad y precio.
Una vez abierta la carta, se verificó lo que se barruntaba, quedándonos estupefactos, pues jamás íbamos a sospechar que esto acaeciese con tanta premura y dudosa delicadeza, si se puede denominar así en tales circunstancias, cuando no había ninguna relación entre nosotros desde hacía más de veinte años o más, cuando su hijo violó a nuestra hija en una romería aprovechando la mutua confianza que nos profesábamos en aquel período, unido al exceso y a la oscuridad de la noche, dispersos en mitad del campo. Era algo insólito.
De ahí en adelante ya se podía hacer cábalas sobre semejante evento, cavilando a cerca de si aquello iba en serio, era una tomadura de pelo o una simple provocación de las muchas que ocurren en la vida. No era difícil llegar a tal conclusión por las torcidas interpretaciones que surgían y más si cabe por los problemas que se cernían sobre nuestras cabezas en aquellas calendas, o acaso resultaba ser un acto de confraternidad, de sincero arrepentimiento, para restañar los desconchones de nuestras vidas anhelando que las aguas volviesen a su cauce, y por ello se dignaban realizar esa atención; aunque haciendo un poco de memoria la cosa no daba para mucho porque de los dos hijos mayores que se habían casado no se había recibido ninguna invitación demostrando la tesis citada, en cambio ahora con la hija que les quedaba cambian de opinión, como si sus oscuras veleidades se hubiesen desteñido, y por su cuenta y riesgo acordasen introducirnos en el círculo de los privilegiados, en el mismo festín suyo, vaya usted a saber el porqué, aunque viéndolo en positivo no sería complicado desentrañarlo, al observar que en la etapa en que se casaron los otros hijos las deudas nos asfixiaban, y nos encontrábamos al borde de la bancarrota, hundidos hasta las cejas, y no nos consideraron gente de su confianza, o que no dábamos la talla porque no se vislumbraban sólidos argumentos que justificasen tal proceder.
Sin embargo en estas fechas, como gracias a dios gozamos de buena salud económica, porque nuestra empresa ha mejorado y va viento en popa, puede que hayan recapacitado cambiando de opinión. El caso es que sin esperarlo hemos recibido la indeseable invitación, que más que nada se puede interpretar como una bofetada, se diría que nos han arrojado un escupitajo a la cara, dado que nos están tratando como si adoleciésemos de honestidad, pues cuando les conviene obran de una manera y cuando les apetece nos borran de mapa de los amigos; así por encima la cosa tiene visos de prepotencia y descaro.
No había nada más que observar la letra utilizada en la invitación, en la que se reflejan los rasgos distintivos de su rostro sin que se dieran apenas cuenta, unos renglones bizcos, desaliñados con un tono sarcástico. No cabe duda de que entre línea y línea había mucho que descifrar. Proyectaron su careto sin pretenderlo en las grafías y acentos de suerte que nada les era ajeno, y no desmerecía en cuanto a textura, trazos y pintoresquismo.
La lista de bodas iba bien surtida, con una rica gama de artículos de todas las clases y gustos, pero no hay que olvidar que el invitado siempre dispone de la última palabra, así que dependerá de él dicho regalo, pese a quien le pese, e irá en consonancia con el parentesco que se tenga o la estima que se sienta. En estos asuntos tan híbridos salen a relucir de una u otra forma bufonadas o actuaciones muy versátiles. Y ahondando en las adversidades y contradicciones del ser humano, de esa guisa fue discurriendo el caudal del diálogo familiar:
-Dolorcitas, ¿qué le regalamos?
-Lo que quieras, mamá, tampoco merece la pena perder la cabeza por tan poca cosa.
-Si por mí fuese le regalaría algo muy especial, peor que carbón, tan especial que no se sirve en tiendas, porque eso se tiene o no se tiene.
-¿Qué insinúas, mamá? No seas tan rebuscada, no te vayas por los cerros de Úbeda, la novia no es una desaborida y suele guardar la compostura. Aunque no sea muy de nuestro agrado, y poco agraciada físicamente. Pero de eso ella no es responsable, como tú comprenderás. Mamá, por lo menos vamos a intentar quedar medianamente bien y punto.
-Por supuesto que sí y no como otros que no quiero citar, pero eso no quita para que les dé su merecido, ¿comprendes?. Sabes, nena, que tengo una jaqueca que no puedo con ella.
-Mira mamá, ¿qué te parece este juego de té, parece mono, con una decoración muy original, vamos, que de buena gana me lo quedaba para mí..
-Dolorcitas, no, ése no, ése no, no vayas a acabar conmigo, mira que me da un trombo. Quítalo de mi vista, primero porque es caro, y segundo que no estoy dispuesta a que presuman ante los allegados y amigos con mi dinero. Antes prefiero verme muerta, busca cualquier chochajo, algún bolso de chollo o un jarrón decorado con aves de rapiña, que creo que no les iría nada mal con su imagen grabada a sangre y fuego, y saldríamos rápido del paso.
- Mamá, qué tonterías, oye, y aquél que está detrás de la columna, puede ser útil y posee buenas hechuras.
.-No, por favor, ése no, ése ni hablar. Tráeme un vaso de agua corriendo que me derrumbo; ése me recuerda lo que me regalaron el día de mi boda, y maldita sea la hora y la mano que me la entregó, que vistió de luto mi vida.
Aquella trituradora que le regalaron tronchó la tierna vida de su bebé. Y le evocaba aquellos tiempos cuando la cogía para triturar carne, frutas, verduras, y que fue la causa de la muerte de su hijo con cuatro añitos, al atravesarse en mitad de la garganta la horrible albóndiga que había preparado con sus propias manos, la trituradora fue un triturador de hombres, no tuvo corazón, dejando entero el duro hueso que se le clavó como un puñal, segando la tierna vida de tan inocente criaturita.
José Guerrero Ruiz
AMÉN
No había forma de que el monaguillo se mantuviera en su sitio y se centrase en su cometido, el ritual de la misa con la negra campanilla en las manos entonando el kyrie eleison pidiendo preces por el alma del difunto. No le salían las cuentas ni marcaba los tiempos, tal vez influenciado por infundados miedos del difunto. De pronto le cambió el rostro y se desmelenó dando toques a troche y moche desconcertando a la gente, de suerte que no sabía a qué carta quedarse, si en pie, de rodillas o patear de rabia el frío mármol ante tantas veleidades, aunque apostillara por los clavos de Cristo que la campanilla hilaba fino, ejecutando los toques como dios manda.
La trapisonda iba en aumento hasta que el cura, algo preocupado, empezó a toser con fuerza pegándole un tirón de la manga, recriminándole el lúdico estropicio que estaba montando en tan tristes momentos para familiares y amigos del muerto, como si se tratase de un concierto de rock o de vuvuzelas en la efervescencia de un partido de fútbol en Sudáfrica, y a renglón seguido miró con el rabillo del ojo y le espetó que trajera vino de la sacristía, pues no disponía de la cantidad precisa para alzar el cáliz que estaba sufriendo aquel día, con el frustrado deseo de decir, pase de mí este cáliz, lo que hubiera resultado cicatero a todas luces por su parte como ofrenda al Creador, aun en el caso de que se tratase de un recorte de presupuesto por la crisis, ¡qué pensaría el Todopoderoso!.
Según acometía el trayecto a la sacristía el monaguillo, le llamó la atención el hecho de que dos hermanas solteronas harto emperejiladas y provocativas se hubiesen apontocado con no poco descaro e hipocresía en primera fila, se mosqueó ya que se supone que lo hacían para no perder ripio de los pormenores de la celebración y vivir de manera más intensa los misterios del sacrificio, pero enseguida se percató de que estaban más por el parloteo cual pertinaces charlatanas que por el gozo de los designios de Jesucristo, que se ofrecían a la sazón en el templo; y más adelante, observando con más detenimiento sus figuras advirtió los coloretes y ungüentos que exhibían, lo que turbó más si cabe su proceder llegando a confundir tierra y cielo, o sea, el agua cristalina del manantial y el vino blanco de la viña que eleva el ánimo a las alturas, trayendo finalmente la jarrita llena de agua clara.
Al regresar al altar, algo cariacontecido por los contratiempos, acudieron a su mente ciertas bagatelas, diversos romances de famosillos del deporte y del mundo de la farándula que los servían sin cesar en el menú de las cadenas de televisión, proliferando en la época estival por saraos, playas y áreas de recreo, pero acaso por asociación de ideas se inclinó por el romance lírico de la bella en misa, que encajaba mejor en sus intenciones, que dice así, “En Sevilla está una ermita, que dicen de san Simón/, adonde todas las damas iban a hacer oración/; allá va la mi señora, sobre todas la mejor/. Saya lleva sobre saya, mantillo de un tornasol/, en la su boca muy linda, lleva un poco de dulzor/, en la su cara muy blanca, lleva un poco de color/ y en los sus ojuelos garzos, lleva un poco de alcohol/. A la entrada de la ermita, relumbrando como el sol/, el abad que dice misa no la puede decir, non/; monacillos que le ayudan no aciertan responder, non/: por decir “amén, amén”, decían “amor, amor”//, y al decir verdad algo de esto le acaeció, ya que lo que se oía al final de los rezos del oficiante no era el broche correcto, amén, amén, sino otra rima estrafalaria, diferente, que con el murmullo reinante no se podía apreciar en la totalidad.
No era la primera vez que el monaguillo se desentendía de los quehaceres divinos no arrimando el hombro, de modo que cuando erraba en el cómputo remedaba las campanadas de noche vieja para la toma de las doce uvas, que raro es que no sobren uvas o falten campanadas. Y la cosa no quedaba ahí, pues si alguna beata arribaba desnortada a las postrimerías de la función, cuando ya el público bostezaba por el cansancio y saboreaba las mieles de la estampida rumbo a la puerta de la calle, desafiando el ambiente y suspirando por algún milagrillo del santo de su devoción con altos tacones pisando con garbo como modelo de alta costura desfilando por la pasarela presentando bañadores de la próxima temporada, tal osadía se convertía en la comidilla de los feligreses, que corrían el riesgo de caer en la tentación de la carne, aunque se santiguaban aprisa y corriendo para mantenerse a flote y recorrer con no poco esfuerzo los últimos pasos del ceremonial.
Pese a todo el monaguillo pugnaba por dominar los instintos intentando congratularse con Dios y con los hombres, transitando por las pautas acostumbradas, acatando las instrucciones del cura con obediencia ciega, y procurando mantener los labios desplegados para que no le cogiese en babia y de esa guisa concluir decentemente el rezo con el conciso cierre del amén, amén.
En aquella misa matutina, unos parroquianos venían con los ojos pegados por los efectos del sueño, otros desangelados o contrariados por la súbita pérdida del finado y con reiterativo hipo, acaso por la resaca del día anterior al encontrarse en alguna fiesta de sociedad y atraparles desprevenidos; otros llegaban como pedro por su casa, y al poco rato estaban roncando al sentir una inmensa alegría en el fuero interno debido a que se iban purgando de las arrugas mundanas y las impurezas del espíritu.
Como casi siempre ocurre en estos casos, cada cual llegaba a la iglesia según sus compromisos se lo permitían, unos a la consagración o al padre nuestro, otros a la hora de la despedida recibiendo la santa bendición, y a algunos ni siquiera les había dado tiempo a cruzar el umbral, por haberse rezagado apurando la colilla y mientras daban la última calada, con la miel en los labios, les cerraban el portón en sus mismas narices.
Desde que el mundo es mundo las Parcas no avisan, actúan como la vida misma, en la que se llega al filo del abismo y cuando menos se lo espera uno asoma entre tinieblas la barca de Caronte, el barquero infernal que conduce las almas de los muertos a la otra orilla de la laguna Estigia.
No obstante el monaguillo podría haber exorcizado con mágicos toques a ese viejo personaje, avaro, huesudo, de ojos vivos, de espesa y blanca barba, de fúnebre y cruel semblante que da los toques siniestros de la existencia como nefasto acólito disfrazado, que lo hubieran contratado para tan macabro evento.
José Guerrero Ruiz
"DONDE LAS DAN, LAS TOMAN"
Al cabo de su dilatada existencia Genaro había pasado por los subterfugios más inverosímiles, de suerte que nada le era ajeno, o al menos así lo ponderaba en sus adentros en las augustas y lentas tardes de agosto, cuando la naturaleza se queda aletargada como lagartija complaciente y abierta a los ardientes rayos del sol.
Genaro era un hombre sereno, sensato y solidario, por lo que solía pasar desapercibido por los lugares que frecuentaba. Ni una palabra más alta que otra ni un desaire a nadie o un mal gesto. Practicaba el lema de la cordura, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, por ende sus razonamientos discurrían casi siempre por los conductos sensatos del término medio.
Todo lo olvidaba al instante por muy desagradable que fuese y nunca guardaba rencor hacia el infractor por fuerte que resultara la ofensa que le endosara, al contrario se apretaba los tirantes, se subía los pantalones tarareando un estribillo y acababa por ayudar en lo que hiciera falta al indolente al pensar que la persona no era dueña de la agresión, sino el subconsciente que le impulsaba mediante un ataque de cólera o unas fuerzas superiores a sus capacidades no pudiendo reaccionar, por lo que lo exculpaba con toda naturalidad, procurando transmitirle algunas sucintas ideas, frases relajantes o algún célebre consejo de sabios con objeto de que se bajase del burro y entrase en contacto con la realidad, más que nada por su bien, al verse desbordado y esclavizado por las garras de la ceguera y de esa condición lograse salir victorioso de la aberrante reverberación que le embargaba; entre tanto la parsimonia y tesón de Genaro crecía en mitad de las astillas del árbol caído iluminando los vericuetos por los que habían patinado.
En la vida hay muchos caminos, unos menos tortuosos que otros y gustos y opiniones como colores, de tal forma que con tan ingente cantidad de mimbres y material se pueden entrelazar los canastos más dispares o cubrir las inmensas profundidades de océanos y mares, por lo que algunos allegados a Genaro no veían con buenos ojos su proceder etiquetándolo de pusilánime y poco fiable, toda vez que, pensaban, no se puede quedar bien con todo el mundo así por las buenas ni incluso por las malas, sin sacar una pizca de mala leche, amor propio o un pequeño mordisco si fuese preciso, y cosechar, por qué no, algún fresco roce que ventile la monotonía y riegue con renovadas aguas la vitalidad de la convivencia.
Lo machacaban sin compasión en invierno y verano en los momentos menos apropiados, al salir de casa con las prisas constreñidas, al entrar en la cafetería para reponer fuerzas tomando un tentempié o dirigirse a los grandes almacenes con idea de renovar el vestuario o aquilatar los pensamientos contemplando las nuevas modas, los últimos avances tecnológicos y alejarse un poco de las malévolas interpretaciones a que se sentía subyugado dando rienda suelta a los instintos, a la fantasía, solazándose en los amenos corredores y stand atiborrados de artilugios y prendas tentadoras distribuidos por paradisíacos rincones con atractivas frutas y adornos de ensueño.
Los que se tenían por los seres más queridos maniobraban en su contra a fin de atarlo a sus egocéntricos caprichos con malas artes, con inhóspitas montañas de mendaces sentimientos que no venían a cuento farfullando entre dientes, qué será de este pobre hombre al cabo de los días yendo como va nadando y guardando la ropa de la personalidad, se lo van a comer por sopas, no llegará a ninguna parte, es curioso cómo da un paso hacia adelante y dos hacia atrás creyéndose víctima, un santo varón en vida, con lo turbia y enrevesada que anda eso que llamamos vida, y así un día tras otro urdían una red irrespirable que lo envolvía de pies a cabeza minando la robustez interna de Genaro.
Según trascurría el tiempo se multiplicaban los bulos en el trabajo y especialmente entre los suyos por la mala fe que ponían en práctica y se fue formando una gigantesca bola de insatisfacciones que torcían sus pasos, generando en su psique un tufo tétrico y tóxico que poco a poco lo iba sepultando en vida.
A Genaro le atraían las películas del oeste, de aventuras o las grandes gestas de la humanidad hasta el punto de llegar a ver varias películas de un tirón sin probar bocado, como si se nutriese de ellas, quedándose enganchado en los roles de los protagonistas con afán de emularlos y agitar en su honor la bandera del séptimo arte en las decisiones cruciales inclinando la tramoya en pro del héroe, que luchaba por defender a los débiles y desamparados. Se imaginaba que la vida era como una película en la que entran en juego los más diversos factores de la sociedad con fines encontrados, donde cada cual juega su papel según la idiosincrasia y punto de vista pensando siempre en lo que le va a reportar tal operación.
Nadie lo diría, pero de ningún modo desdeñaba Genaro la vida de anacoreta, sobre todo cuando en la soledad de su habitáculo reflexionaba pulsando otras teclas más ascéticas, anhelando en su fuero interno huir del mundanal ruido, viviendo en plena naturaleza y alimentarse de los frutos que da el campo, tanto era así que llegado el momento no le habría importado ingresar en una comunidad de tal calibre ligero de equipaje y saborear las inescrutables bellezas de la sabiduría divina saciando sus anhelos de saber, él, a quien se le consideraba tan insignificante y tan poquita cosa, y así gozar de la quietud serena y placentera que le habían narrado en los primeros años de la infancia, levitando en apoteósicos éxtasis en brazos del Sumo Hacedor.
No obstante, para completar su ciclo vital le faltaba realizar un largo viaje alrededor del cosmos, y columpiarse en los más variados parques de atracciones del globo, disfrutando como un niño y degustando nuevas tierras, exóticas costumbres, ensanchando la mirada y enriqueciendo los conocimientos del planeta, cruzando fronteras, tendiendo puentes entre los pueblos con idea de configurar un mundo más humano.
A Genaro le empujaba el ideal de escarbar en los secretos de los seres vivos, aquellos que se han ido hilvanando golpe a golpe en privilegiados altares a través de la historia según civilizaciones, pueblos y razas. Quería descifrar los formularios opacos que se codificaban de manera críptica en determinados círculos con objeto de desnudar el puzzle del universo deshilvanando la estructura de las conciencias mediante sagaces exploraciones por prístinas grutas o por terrenos abandonados, que duermen sigilosamente bajo las frías aguas por alguna hecatombe o por las transformaciones geológicas o tsunamis que de un tiempo a esta parte parece que hacen su agosto.
No le agradaría a Genaro despedirse de los suyos sin hacer hincapié en la justicia y hacerles ver que no es oro todo lo que reluce o se mueve en la superficie, ya que debajo pueden existir los mayores estratos de podredumbre, que deambulan enteramente confiados en el fondo, por lo que es preciso expresar aquí y ahora el más contundente rechazo al insensible núcleo que contamina el hábitat de alguien en particular con múltiples escupitajos y tejemanejes malignos instalando la injuria en sus células a través de míseros montajes, recalando al fin por sórdidas alcantarillas repletas de aguas fecales, que van asfixiando a las indefensas criaturas con asesinos parabienes de horrible espanto.
Genaro intentaba inculcarles a los demás que el estilo de vida que habían elegido con respecto a su persona les conduciría a su propia autodestrucción, privándoles de los tesoros y de los dones más hermosos que resplandecen en el alma humana, y que fueron generándose por la necia cicatería y el fatuo narcisismo de que presumían, siendo arrastrados al maremagnum de la inanición más atroz, sobre todo cuando al poco tiempo una rara enfermedad entró a saco por sus puertas viniendo a poner las cosas en su sitio, horadando muros, llevándose vidas inocentes, sembrando la desolación y la muerte, mientras Genaro, con la conciencia tranquila, navegaba cual intrépido nauta por cálidos mares de blanca espuma, sacando pecho y vislumbrando un horizonte preñado de esperanza, de viajes de ensueño, ofreciendo al prójimo lo mejor de sí mismo.
El fin corona la obra bien hecha. Así, quien actúa a sangre y fuego regocijándose con el mal ajeno, debe afrontar en buena lógica las merecidas consecuencias.
José Guerrero Ruiz
QUIEN A BUEN ÁRBOL SE ARRIMA, BUENA SOMBRA LE COBIJA - ALBERTILLO
Albertillo se sentía acomplejado por las necedades que urdían los suyos a su costa, sacando a relucir el comportamiento con tintes clandestinos en un carrusel de despropósitos, preguntándose insistentemente por las compañías, quiénes serían los compinches por los que se bebía los vientos, cómo pasaría las horas muertas a la intemperie sin dar señales de vida, deambulando por inhóspitos lugares desconectado de la familia, y de paso cociéndose en su interior insólitas emociones, imprevisibles secretos o aberrantes chiquillerías.
Los progenitores se desayunaban cada mañana con tostadas untadas de grasientos comentarios, y no respiraban sin informarse aunque fuese fugazmente de las amistades que frecuentaba; era una obsesión, siempre calibrando si serían muchachos decentes, si por un casual se relacionaría con los dos balas perdidas del barrio, si ejecutaba fechorías de grueso calado al socaire del anonimato, porque vaya usted a saber, se decían, cómo se las gastará en esos recintos, moviéndose a sus anchas y sin ninguna vigilancia; todo ello les conturbaba en exceso, y concluían que tal vez se encontrase en un mustio desierto, dejado de la mano de dios, porque si al menos lo observasen en la sombra o cobijado en una discreta penumbra y desempolvar las oquedades que cimentaban los ocultamientos del grupete, de qué pie cojeaban los líderes que diseñaban el cuadro de costumbres que debían pintar con los respectivos graffiti, o montando mil triquiñuelas en las desperdiciadas horas de esa edad.
No cabe duda de que la comidilla de los padres durante la semana era siempre la misma, comiéndole el coco al retoño con acritud, pues se plantaban en sinuosos meandros visionando los vídeos más intrincados, lo que le provocaba no pocos quebraderos de cabeza, de modo que se sentía como condenado a la guillotina, sumido en las tinieblas que le envolvían en invierno y verano, en especial cuando lo sometían a un sumarísimo interrogatorio en el cuarto de objetos inservibles con exasperantes rasgos de amenaza, sin consentir una chance, un breve ventanuco de oxigenación, a lo que cada hijo de vecino tiene derecho por muy cutre que se precie, y contar hasta diez antes de contestar a las intrigantes averiguaciones.
Según caían las hojas del almanaque el gusanillo de la incertidumbre crecía cercenando los brotes de esperanza, y alzaba sus garras corroyendo cada vez más la moral de los padres no dejando títere con cabeza, y lo que en un principio guardaban como secreto, pronto voló por los aires como castillo de naipes por prejuicios cobardes que se fueron fraguando, fragmentándose en mil pedazos, y, ninguneando las barreras de lo íntimo, empezaron a airearlo descaradamente a cualquiera que se les pusiera por delante, exteriorizándolo con tal ahínco que se les chafaban de repente las cuerdas vocales, convirtiéndose las gargantas en una guitarra muda, y en esa coyuntura farfullaban onomatopéyicos monosílabos, gesticulando en mitad del caos el latiguillo heredado de los ancestros, que portaban en las sienes como refulgente antorcha de las olimpiadas, “dime con quien andas y te diré quién eres”.
Toda esta ristra de componendas no cuadraba en las isobaras de Albertillo, toda vez que los amigos eran alimento sagrado, el tubo de escape de todas las frustraciones, formando entre todos una piña infranqueable con infinidad de ramas y brazos, disfrutando de los mismos derechos y obligaciones, y se reunían en cualquier parte a cualquier hora, porque les encandilaba la elasticidad del proyecto en común, aficiones, inquietudes, correrías, actos temerarios o fobias, resumiéndose en dos palabras, vivir la vida. En esa bola de cristal hervía el destino de cada uno, en un intento de pasarlo lo mejor posible, respetando las reglas, de suerte que si alguien por un desliz sufría algún revés y caía rodando por un precipicio desinflándose el globo de las ilusiones lo aceptarían como broma, contratiempo o metedura de pata, achacable a fin de cuentas a la fina lluvia que refrescaba sus amaneceres, humedeciendo la superficie que pisaban, provocando peligrosos deslizamientos, que recalaban en la pista de la duda al no esquivar a tiempo el obstáculo que les amenazaba, pero nunca culpaban a los contrincantes de traición o malas intenciones, dando por descontado que se batían el cobre en buena lid.
El meollo del proverbio lo tenían los progenitores bien digerido generándole ardores estomacales, llegando a un estado anímico casi enfermizo, con acompañamiento de calenturas y puntuales estragos en el propio seno de la familia, debido al egocéntrico afán de querer anular al retoño, instalándose en el ojo del triángulo divino y querer abarcar lo indecible controlando los tímidos pasos que daba. Ponían el grito en el cielo cada vez que les asaltaba el resquemor de la compaña, dime con quien andas… y lo recitaban con la monotonía de la tabla de multiplicar de los niños en la escuela, erizándoseles el cabello y frunciendo el ceño hasta límites insospechados.
El asunto exhalaba fetidez, una preponderancia inexplicable en sus actos, cuando un conocido de forma inesperada les relató las noches de frío invierno que les había hecho pasar el hijo por el estilo de vida que llevaba, viéndose acorralado en su propia mansión, en la tesitura de denunciar al hijo por malos tratos, al haber entrado por méritos propios en el mundo de la drogodependencia de la noche a la mañana, llegando a chantajearle con lo peor si no accedía a sus diabólicas pretensiones, las dosis indispensables para seguir vivo, de lo contrario acabaría con ellos. La confesión del amigo fue la gota de agua que colmó el vaso, viniendo a anegar aún más su vida, disparando sobremanera las alarmas.
El padre de Albertillo nunca se había planteado, ni en las peores horas de fuerte zozobra emocional, consultar con un especialista su problemática, o cuestionarse si el trato que había dispensado a su pupilo era el adecuado o si el tiempo que le dedicaba era suficiente para el funcionamiento de la mutua comunicación y afecto. Tales avatares no habían circulado por su intelecto, y a continuación empezó a emitir fogonazos de impaciencia cuando entraba por la puerta de la peluquería, al bar de la esquina donde jugaba las partidas de dominó, o bien vomitaba en el bullicio del vecindario que fluía alborozado por la plaza del barrio.
Entre otros pasatiempos de los que se nutría, se encontraba el gusto por la charla interminable, y llegado el caso desplegaba su armamento pesado con exabruptos a las puertas de la iglesia como envenenados dardos de Belcebú, o encadenaba esdrújulos de predicador barroco de vidas atormentadas, que advertía del tsunami que se avecinaba, explayándose en una catarata de reflexiones en nombre del Sumo Hacedor.
En los momentos de retirada, en que Albertillo arribaba a la guarida, tan pronto cruzaba el umbral escuchaba un chisporroteo de habladurías, y al instante el progenitor, en una operación relámpago, con idea de lograr el efecto oportuno le soplaba cuatro bofetadas rubricándolo con fríos latigazos, resoplando como fiera en la pelea en la nocturna irritabilidad dejándolo K.O., y metiéndole el miedo en el cuerpo casi de por vida.
Él imaginaba en un principio que a todos los de su edad les sucedía lo mismo, mas al descubrir la verdad se le agravó el abatimiento, produciéndole un hundimiento y unas convulsiones que le retorcían las tripas, no pudiendo salir a la puerta de la calle sumido en la más honda desesperación, pues no encontraba tierra firme, el momento oportuno para gritar con entusiasmo, eureka, lo conseguí, sino que se columpiaba en el vacío, sin sacudirse la negra testarudez de los suyos, que construían murallas impidiendo el acceso de aguas de libertad y autoestima que tanto necesitaba.
Durante esta etapa de la vida todo huele a laurel de triunfo y a juego, siendo eternos los minutos, que como chicle se van estirando, quedándose pegados en las suelas de los zagales y en las esquinas de las calles más transitadas por ellos, saltando y haciendo cabriolas como animalillos salvajes en la selva al calor de la manada, porque la naturaleza con su sabiduría así lo ha establecido, no poseyendo nadie suficientes atribuciones para abolirlo, y no interpretarlo como quimeras que no casan con sus lúdicas mentes que pertenecen a otra galaxia, lejos de los adultos, no utilizando el concepto de venganza, el trabajo remunerado o la preocupación por el porvenir; ninguna de estas letanías se reflejaba en la agenda infantil.
Ansiaban beber los momentos cruciales, divirtiéndose con cualquier cosa que se les ocurriese, pero Albertillo se sentía tetrapléjico, atado de pies y manos a la hora de ir a jugar, pues sabía que después sería transportado al infierno de su casa y vapuleado por la incomprensión, porque acaso la familia del compañero no gozaba de buena reputación, o bien el abuelo estuvo entre rejas por insondables causas difíciles de aquilatar.
No podía aguantar por más tiempo el fúnebre ceremonial de los padres torturándolo con tanto misterio, resultando para él era una pérdida estúpida de tiempo, ya que le importaba todo un bledo.
Ellos creían que si se juntaba con el negro se le pegaba el color, si con el drogadicto la enfermedad, si con el deforme la fealdad, y así sucesivamente.
Como
las apariencias engañan al flaquear la percepción de los sentidos, y el hábito
no hace al monje, lo aconsejable será cultivar el arbolito desde que despunta
con abundante agua, dulces caricias y altas dosis de comprensión.
José Guerrero Ruiz
AUSENCIA
Los días pasaban y no le llegaban noticias de su destino. ¿Estaría viva? ¿Se habría ido con otro? ¿Habría sido víctima de algún rapto? ¿Se habría arrojado al mar por un acantilado totalmente ida?
No alcanzaba a atisbar la fórmula que le aclarase tantos misterios en su cabeza en tan poco tiempo.
Para ello se propuso recorrer los parajes más recónditos, los lugares más diversos buscando pistas que le arrojasen alguna leve sospecha del paradero; otras veces se dejaba llevar por la melancolía, por una llamada anónima, o por meras intuiciones cuyos vientos le arrastraban sin darse cuenta como en la selva a la fiera la presa.
Estaba dispuesto a cualquier cosa por tener alguna luz, incluso a dar la vida por ella si fuese menester, aunque puso todo su conocimiento en esa dirección sin renunciar a nada con tal de conseguir que volviese a la morada sana y salva.
En las noches de pesado invierno meditaba profundamente como un monje en el convento analizando de forma meticulosa todos los pasos que había dado en las últimas fechas a fin de que le alumbrasen en el túnel en que se hallaba inmerso. Caminaba torpemente, a rastras por los campos más insospechados y no podía romper el silencio del muro que le atenazaba sin descanso noche y día.
Algunas veces intentaba atrapar a la luna, que se colaba furtivamente en su aposento, con el propósito de arrancarle los secretos más íntimos, sobre todo cuando los rayos lo acariciaban tiernamente queriendo adueñarse de la energía y el calor que le brindaban, porfiando con ellos para que no lo abandonasen y de camino sonsacarle algunos datos ocultos sobre el refugio donde ella se guarecía.
Quería abrir una puerta a la esperanza, ver el mundo de otra manera más positiva, y antes que nada estar a su lado ya, sin más demora, y escuchar su melodiosa voz tan cruelmente apagada, abrazándola en el silencio con todo el amor de que fuera capaz, como antes cuando la alegre primavera se mecía entre sus brazos, y se deslizaba por sus dulces ojos, abiertos de par en par al cariño del otro.
Sin embargo la áspera ausencia fue tomando cuerpo en mitad del precario sendero, acentuada por momentos y no encontraba los resortes con que vislumbrar leves pesquisas, aunque fuese un espejismo o una brizna de la efigie en el enmarañado horizonte.
Illa fugit, se decía desconsolado, y no sabía ni cómo ni adónde, si se fugó a una isla desierta con lo puesto o fue devorada por la vorágine de la insensatez humana.
José Guerrero Ruiz
Miguel Hernández en el recuerdo
Amor y labios en la voz del poeta; amor, bandera al viento desplegada por Miguel
Hernández. Hombre responsable y solidario del vivir y soñar, pese a no
acompañarle la suerte. Días difíciles vivió en el hogar debido a la escasez de
recursos económicos. El padre tenía un rebaño. Pastor primero, Miguelllo estuvo
colaborando en las necesidades de los suyos, pero, aunque el cuadro sea
virgiliano, lo que tocaba era aprender. Pasa brevemente por el Colegio de Santo
Domingo, en Orihuela; lee en la pizarra de las rocas, de los árboles, de las
flores, de la naturaleza... sabias lecciones de cosas del campo –de la vida-.
Luego explora otra lectura, las páginas de los libros: “Lo primero que leí
fueron novelas de Luis de Val y Pérez Escrich”, dirá Miguel; y después,
Cervantes, Lope de Vega, Gabriel y Galán, Gabriel Miró...Y las tertulias en la
panadería de los Fenoll, constituidas por un grupo entusiasta, con ansias de
crear, vivir y soñar escribiendo (entre ellos, el gran amigo que como el rayo se
fue, Ramón Sijé, a quien evoca en la célebre elegía: “Yo quiero ser llorando el
hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan
temprano./..(.). Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y
homicida,/ un empujón brutal te ha derribado...).
Simbólica y ricamente humana es la trayectoria poética del oriolano Miguel
Hernández. Con tres heridas llegó, síntesis y avance de su producción: “Llegó
con tres heridas:/ la del amor,/ la de la muerte,/ la de la vida...”. Repica
sobre el metal puro de las vivencias con un canto lírico-épico, hurgando en los
umbrales del alma: “Que mi voz suba a los montes/ y baje a la tierra y truene,/
eso pide mi garganta/ desde ahora y desde siempre”.
A la sombra de la higuera en su casa natal, debidamente reconfortados con el eco
de su voz, bebamos unos instantes los vientos de sus pensamientos, acendrados
pararrayos de chispas humanas; como por ejemplo, el siguiente soneto El rayo que
no cesa: “Umbrío por la pena, casi bruno/, porque la pena tizna cuando estalla/,
donde yo me hallo no se halla/ hombre más apenado que ninguno./Sobre la pena
duermo solo y uno,/ pena es mi paz y pena mi batalla,/ perro que ni me deja ni
se calla,/ siempre a su dueño fiel, pero importuno./ Cardos y penas llevo por
corona,/ cardos y penas siembran sus leopardos/ y no me dejan bueno hueso
alguno./ No podrá con la pena mi persona/ rodeada de penas y de cardos:/ ¡Cuánto
penar para morirse uno!
M. Hernández transita por la senda de Pablo Neruda -la denominada poesía impura,
en las antípodas de la pura de J.R. Jiménez-, y con la fuerza de la naturaleza
de V. Aleixandre. Se establecen en su mundo creativo diferentes etapas:
influencia gongorina –Perito en lunas-; poesía militante -Viento del pueblo-; la
fuerza del amor –El rayo que no cesa, El silbo vulnerado-; y la época de la
contienda civil –Cancionero y romancero de ausencias-.
El soneto ofrece una honda herida en el alma, y utiliza adjetivos cultos
apuntando al estado anímico: “umbrío” y “bruno”; y la palabra clave “pena”, que
repite nueve veces como sustantivo, y dos más como verbo y adjetivo: “penar” y
“apenado”. Aquí expresa, hiperbólicamente, toda la pena que le quema, con
expresión dura, áspera; con abundantes consonantes nasales y vocales graves o
neutras, que conforman un texto pausado y solemne. Los versos tienen sentido
completo cada uno por separado y no hay encabalgamiento; predominan las
oraciones coordinadas y yuxtapuestas, la construcción bimembre, reiteraciones
semánticas: umbrío-bruno, cardos-penas, solo-uno (intensifica el sentido dolor).
Los recursos metafóricos corporeízan el concepto del dolor: la pena tizna, el
lugar de reposo y relax, un perro fiel, cardos y coronas, leopardos. Utiliza
algunas expresiones coloquiales como: no me dejan bueno hueso alguno, morirse
uno; antítesis como: paz-batalla, fiel-importuno.
José Guerrero Ruiz
Los libros plúmbeos (relato epistolar)
El viejo profesor Losada tiene una tarde áspera. Sus humores, acaso por las sequías esenciales de su bioquímica, reflejan una tristeza indefinible que se expresa en forma de hosquedad ladradora e irritabilidad sin freno. Están organizando un acto colectivo donde expondrán sus trabajos literarios, y un profesor nuevo llamado Palomino ha hecho una propuesta: evitar los protagonismos, que las firmas queden solapadas al resultado creativo del conjunto; nada de nombres de autores, sólo el resultado de la obra colectiva. El ego del veterano profesor no logra, quizá no puede o no sabe, entender tal extremo.
Cuenta Losada 76 años de una vida en primerísima persona. Profesor reenganchado en dos ocasiones, siempre fue el sol de su universo particular brillando de día y de noche; el león de su manada con la fuerza en la melena y en su rugido potente, que siempre era la última palabra. El cáncer le ha mordido en las entrañas desde hace unos años y su lucha contra la enfermedad se libra en varios frentes. El fisiológico parece combatirse con las dolorosas sesiones de quimioterapia, que lo dejan extenuado. En el plano metal se ha atrincherado en el geocentrismo. Negándose al pútrido estanque de la decadencia física y psíquica, al reflejo repulsivo de la calva de la pelona que relumbra en el horizonte cada vez más cercano del final, el profesor coloca a su ego, exaltado como nunca, en el centro del mundo. Lo pone como eje central de todo, reforzando más que nunca un esquema mental construido tras largos años de lidia, de supervivencia dentro del sistema competitivo y materialista.
Por último, su alma de guerrero incansable apenas capta las señales que a gritos suenan por todas partes, incluso de manera redundante: “La importancia personal no es tan importante”; “tú eres otra cosa, Losada, y puedes ver el perfil de tu alma en el reflejo de los demás porque estáis hecho de lo mismo”; “olvídate de la muerte, existe pero no es, es parte de nuestra mentalidad: separada de la naturaleza, fraccionada de su concepción del conjunto, de la unidad”.
Esas voces pasan desapercibidas para Lozano, pero no la palabra pretenciosa del impertinente Palomino, joven profesor pletórico de vida, lleno de futuro y por su juventud de belleza. Una idea que al viejo le suena esnob y mojigata, y que en sus años de docencia ha visto surgir otras veces en personajes que luego labraron su nombre en oro en la puerta del despacho de su cátedra.
Losada apenas puede contener su indignación: es indecente el desprecio que de su autoridad como autor hace ese pollo con olor aún a fotocopia entre los dedos. Un nombre el suyo largamente cincelado tras los años, empapado ya de cuidado prestigio, y reescrito y escogido para albergar las páginas de su obra continuada, de su legado vital. ¿Cómo pretenden estos principiantes borrar de un plumazo su firma del proyecto?
–Estas sandeces ya las había oído antes –dice con los ojos inyectados de sangre poniéndose de pie–…Sepan ustedes que mi trabajo sobre los orígenes de la literatura son el resultado de treinta años de investigación, que están refutados por las mejores universidades del país y han sido distinguidos en varios premios. ¡Ahj! –ruge con ira mirando fijamente los ojos pardos de Palomino–. ¡Qué desfachatez! Cuanto trabajo ninguneado por cuatro jodidos advenedizos.
El joven profesor, que aguanta con calma su mirada, suelta sin más:
–Amigo Losada, hay que echarse más la siesta –y esboza una sonrisa de gazapo.
El gesto de Losada delata claramente su estado. Siente que esta vez es mucho peor. La impotencia parece ahora dominarlo, se siente viejo y ridiculizado. Su grito queda ahogado y corre resentido por sus venas, se enrosca en sus tripas y escapa por uno de sus ojos con una tímida gota que no quiere salir del lagrimal. En su olla bullen los pensamientos.
“Echarme la siesta: dice este jilipollas. Claro, para él es fácil, tiene tanto tiempo por delante. ¿Pero cómo puedo yo permitirme ese lujo? No podría gastar el tiempo que me queda entre sueños, en la inopia; tengo que vivir despierto hasta el último segundo. Dormir lo justo. ¿Y si no despertara?… ¿y si la reina del hades sumerge mis sueños en las aguas negras de la laguna Estigia, extinguiéndome para siempre entre ellas?
–Ustedes no tienen idea de nada. Saquen mi nombre de esa porquería –dice al cabo mientras se marcha cabizbajo y achacoso ante la mirada perpleja de los presentes.
–Disculpe, Losada –se exime Palomino–, no sabíamos que para usted es tan importante que figure su nombre… para su texto podríamos hacer una excepción…
–¡Colorín… colorado! –remata el viejo–. ¡Váyase al cuerno!
José Guerrero Ruiz
LA CHICHARRA
Jerónimo comenzó a trabajar con los dientes de leche con un desparpajo y un amor al trabajo digno de encomio. Se puede afirmar que echó los dientes ayudando al padre en sus quehaceres. No sabía cuando era lunes o viernes. El desfile de los días se reducía a uno solo. Siempre con las botas puestas. Así toda una vida. Las vacaciones de rigor o la tapa en el bar con la cañita no llamaban a su puerta. Era una auténtica hormiguita atesorando unos remanentes para la vejez, para un futuro incierto, libre de zozobras y sobresaltos.
En la familia no se conocía nada más que el trabajo, no había tiempo para encender un cigarro, eso lo dejaban para otra gente que tuviese a bien dedicarse a vivir la vida, a vivir como cigarras en el campo disfrutando del aire libre al amanecer y los aromas campestres riendo, bailando y cantando después de opíparas orgías, saciando de paso la lubricidad de sus apetitos.
Jerónimo no tuvo tiempo de mearse en su rutina, de mirarse al espejo. El pelo le crecía sin control cubriendo las arrugas del día a día. Los hijos crecieron en sus raíces pero echaron por la calle de en medio contraviniendo su voluntad, yendo cada uno a su antojo por los vericuetos que vislumbraban más a su gusto haciendo de su capa un sayo. Desde los primeros balbuceos bailaban en la abundancia gracias a la hormiguita del padre viviendo una vida alegre, caprichosa, disfrutando a tope de los placeres más selectos.
Los hijos no comulgaban con la teoría de la hormiga, preferían sacar pecho y el máximo provecho a lo que tenían a su alcance y conformarse con ello. Desde luego que la avaricia no les rompía el saco ni mucho menos, y vivían gozosos y sin preocuparse por el devenir del tiempo, por lo que disponían del tiempo suficiente para encender todos los cigarrillos del mundo. La agenda la tenían cubierta de lunes a domingo, no siendo devorados nunca por el hastío o la incongruente monotonía porque el canto per se lo llevaban sin darse una tregua en su corazón.
Si se aplicase el aforismo, de tal palo tal astilla, a buen seguro que la hormiguita hubiera ahuyentado de buena gana y con todas las armas a su alcance a las chicharras que se enquistaron en las faldas de su montaña lanzándolas por otras majadas y oteros bien lejos de sus lares.
En las isobaras del mapa de la existencia, como seres libres, se puede elegir entre un extremo u otro, o seguir la teoría aristotélica instalándose en los parámetros de la cordura sin caer a ciegas en los precipicios del abismo, navegando por diferentes meandros guiados si se quiere por una excelente brújula, por el prisma del término medio de la sensatez.
José Guerrero Ruiz
LA LEYENDA DE LA ASOCIACIÓN SIN NOMBRE
La leyenda de la asociación sin nombre era una leyenda fantasma, no obstante figuraba sin proponérselo en todos los frontispicios de los edificios más representativos de las ciudades con más arraigo, y en todos los frentes, políticos, económicos, culturales, sociales y deportivos. Se podía testificar que era un ente con identidad propia, con su ADN, constando de unos directivos y empleados fieles a sus funciones, sin ningún afán de lucro. Se fue extendiendo mediante los medios de comunicación más dispares, incluso los más peregrinos a la mayoría de los países del orbe de manera prodigiosa, creando centros modélicos en las principales foros, e implantándose paulatinamente en las capas más reacias a lo nuevo hasta el punto de que de no había cenáculo donde no se venerase su efigie o se citara su prestigioso avance y abolengo, como era la categoría de sus orígenes, el enfoque de sus miembros, que dictaban el modo de hacer las cosas más delicadas con el mayor sigilo, no quedando ahí el progreso, porque había otras asociaciones con nombre consagrado, emblemático y apellidos míticos que aplaudían en su fuero interno la callada y eficiente labor que llevaban a cabo en los ámbitos más inhóspitos con una llaneza sincera y digna de encomio.
Como sabían que no poseía nombre reconocido para que figurase en los anales de la historia escrita apostaban con más coraje por ella, por levantarla y verla reconocida no como una pequeña cenicienta algo maltratada desde la cuna, especialmente en el ranking mundial de la publicidad, y por ello pugnaban por fortalecerla en cualquier tiempo y lugar con acepciones inventadas, nombres supuestos o advenedizos pero siempre seleccionados por algún especialista del ramo, e imaginados sin duda con la más pulcra intención, de suerte que pensaban que le podría cuadrar en determinadas circunstancias en el ejercicio de su cometido, aunque al final solían echar en falta ciertas carencias y querían contrarrestar el que no tuviese ya desde tiempos inmemoriales un nombre acorde a su valía como todo hijo de vecino.
A veces elucubraban que le podía favorecer el hecho de no tener nombre, por la fortuna de poder viajar de incógnito por los cinco continentes. Trasladarse donde le pluguiese sin ningún recato, y no necesitaría huir de mirones que le hicieran sombra o de algún otro intruso, sea reportero o paparazzi, y así apareciese como desposeída de secretos atributos que enaltecieran su aureola, y al mismo tiempo mostraba su lado humilde, sin alharacas, y su misión consistiría exclusivamente en resolver conflictos o la problemática de la sociedad, sobre todo de los más débiles económica o físicamente, aquellas criaturas que tampoco figuraban por su nombre de pila en ninguna lista o padrón municipal. Eso le aportaba unos fulgores nunca dispensados a nadie y le daba un encanto que pocos se atrevían a ocultarlo, o quizá querer aventajarle en tan singulares peculiaridades.
No cabe duda de que se conocen por doquier infinidad de leyendas de los ancestros, así por ejemplo la denominada entre los vecinos de un pueblo de la Alpujarra baja “la cueva del negro”. El nombre, tomado tal vez por la oscuridad de la noche, no hacía referencia a etnia alguna sino que venía dado por la higiene de los moradores, por los churretes y descoloridos harapos que llevaba el que se suponía que se refugiaba en las entrañas de la lóbrega cueva en noches de frío invierno. A la gente menuda del lugar, los peques, le rechinaban los dientes cada vez que pasaba por su cabeza la necesidad de cruzar aquellos parajes. La leyenda cuenta que una especie de diabluelos turbados merodeaban por allí y se sentían nerviosos y molestos cuando alguien rompía su silencio, y esos estrambóticos endemoniados, vaya usted a saber por qué, al parecer se le echaban encima, y les paralizaba el corazón, según cuentan los más viejos del lugar, reaccionando como si fuese un verdadero cadáver. Qué cosas no le habrían contado a los peques a cerca de los mendicantes venidos de cien leguas a la redonda, en una época en que no había trenes ni aviones u otros medios de transporte para acercarlos por aquellos entornos, y lo pasaran tan mal. Tal vez se pensaba en el sacasebo u hombre del saco, de forma que al primer adolescente que viesen lo raptaban introduciéndolo casi sin darse cuenta en una especie de saco y luego arrojarlo a la olla hirviendo para saciar sus famélicos gaznates, o despedazarlos vivos para vender los órganos al mejor postor. La cosa no era para tomársela a broma, pensarían los nativos, porque si alguien se pone en su lugar a ver cómo se justificarían ante su comportamiento, alegando que sólo era agua de borrajas y pelillos a la mar. La leyenda se expandiría como un reguero de fuego por los vericuetos más lejanos.
No se sabe a ciencia cierta si habían consultado a algún oráculo pero acaso por eso no querían que existiesen más leyendas de una asociación sin nombre, a la que el ciudadano acudía en sueños y a veces por qué no en la realidad, aunque no se sabía exacto cómo explicarlo, el hecho de que los habitantes de las comarcas limítrofes no supiera su historia, antecedentes, la auténtica biografía de la leyenda a fin de saber a qué atenerse, dándole largas cuando fuese menester, o tratarla con cariño cuando se lo merecía, además puede que alguien pensase que una asociación de este tipo es como un cuchillo sin hoja ni mango, o sea la nada pura y dura, digan lo que digan.
La leyenda de la asociación sin nombre necesitaba de todos modos de un espacio donde caerse muerta –sic-cuando le llegase la hora fatídica, un lugar palpable donde reposaran sus restos, o bien para reunirse los miembros de la asociación a fin de debatir los temas más candentes o sospechosos, y partir de alhí, una vez acabada la reunión, cada uno dirigirse a sus respectivos hogares u ocupaciones, porque no es posible vivir en el Vacío, en la pura entelequia, en una asociación nunca jamás manchada o decorada por alguien.
Si fuera por narrar leyendas no iría mal la trama, pero habrá que ofrecer un trato consistente, una presencia con rostro, brazos y miembros inferiores que conforman al ser humano o a una asociación en el buen sentido de la palabra, el esqueleto que lo sostenga, porque si no quién va a aclarar todo este maremagnum con objeto de que el gran público lo comprenda. Se pueden aducir mil y una leyendas a través de la historia de la humanidad y sin que se apunte al corazón de la leyenda de la asociación pero eso no le agradaría a los expertos en estos proyectos.
Últimamente se había trabajado a fondo con vistas a que la asociación tuviese un nombre digno, y fuera valorada por todo los terrícolas. Para ello se contrató a espigados publicistas con objeto de que lo colocasen en las horas de máxima audiencia y así conseguir grandes réditos, aquello que más ansiaban en la vida, otorgándole el más alto rango, pues ese era el honor que según los entendidos en la materia se merecía dentro de todas las leyendas de asociaciones sin nombre.
No obstante les daba pena que siendo una asociación tan poderosa virtualmente, con colosales tentáculos por toda la tierra se arrinconase en un recinto escueto y no dispusiera de un mínimo de credenciales para presentarse diplomáticamente ante cualquier embajador de cualquier país y alegar las quejas a quien hiciera falta, sin andarse con remilgos, y expresar alto y claro que dicha asociación era la más conspicua y mejor pertrechada de todas las que circulaban por el cosmos, mas le faltaba algo, el nombre, y según los más fehacientes rumores se debía a que lo impedían intereses inconfesables de los poderosos.
Poniendo en la balanza los distintos dictámenes de unos y otros, por fin se decidieron desplazarse al lugar donde moraba el espíritu de los mejores chamanes y gurus, y con cierta ironía al parecer encubierta por su parte, confirmaron que para que fuera grande y reluciente lo más acertado era subir el listón sin más ambages, desplegando velas y recogiendo las semillas de las más genuinas leyendas de asociaciones sin nombre del planeta, y por ende eso influiría notablemente en su ennoblecimiento y sería precisamente el motivo de que se mantuviese con el rótulo con mayúsculas, “LEYENDA DE UNA ASOCIACIÓN SIN NOMBRE” lo que le daría el espaldarazo definitivo, obligándole a echar indelebles raíces creciendo sus verdes tallos en una eterna primavera de ubérrimos frutos.
José Guerrero Ruiz
PASO
PALABRA
No me eches el muerto,
pásalo sin dilación a otra persona como si fuera la palabra que lo representa,
pues las palabras se las lleva el viento. Que rueden los muertos de mano en mano
como las monedas, como una llamada de teléfono donde vuelan atropelladamente las
voces, achuchándose unas a otras, yendo del hablante al oyente a través del
canal.
Hace tiempo que me acontecen algunas aventuras extrañas. Una de ellas se debe a las palabras, he de reconocerlo. Me pesan mucho, en especial las esdrújulas, creo que no las trago porque no las comprendo en su verdadera dimensión, tal vez por ser tan enigmáticas, y no digamos los sobreesdrújulos, ahí ya no hay forma de hincarle el diente, de hallar palabras llanas, sencillas que lo aclare, parece que no tienen corazón o hartura con tanta hojarasca y tallos como le florecen por todas partes, y sucede que cada vez que asoma una por la ventana enseguida te echas a temblar, pues deja pringando la casa, las ropas, el entendimiento, como si entraran tropas enemigas a saco en una auténtica guerra de asalto y pillaje resquebrajándose hasta los cimientos del cielo del pensamiento, es decir, que lo dejan a uno hecho un asco, con los hechos heroicos o las tristezas más horrendas que se puedan contar con ellas, al ir acumulándose en multiformes montones de excrementos físicos, metafísicos o morales.
Los contenedores, a buen seguro que se quedan atrás en aromas estridentes cuando se vislumbran por lo alto del callejón las esdrújulas o los sobreesdrújulos con sus perfumes, de ahí que esos vocablos no haya manera de poder pasarlos a nadie que sepa su ADN, a no ser que se mastiquen concienzudamente extrayendo la esencia, ya que los rechazan. Además rara es la vez en que no llegan a tu vida como simples okupas adueñándose de repente de excesivo espacio en la cavidad bucal, y encima se quejan de mal trato por el hostigamiento de la estrechura y salen desbocados como toros a la plaza, una vez que los colocas en fila para pronunciarlos, y te das cuenta de que ni suena en condiciones la úvula o campanilla del velo del paladar, ni nada de nada, pues le falta alimento, aire a las criaturas para emitirlas.
Ya está bien de tanta insistencia en paso palabra, y sobre todo sin especificar; habrá que hacer distingos entre las más dóciles o las menos corrosivas para que los más rebeldes a la recepción puedan dormir tranquilos protegiéndose de la metralla connotativa que en determinados momentos o situaciones límite conllevan.
El otro día un amigo pensó que sería bueno llevar a cabo un lifting en la cara principal de tales palabras o realizar en el vientre una liposucción, donde más masa literal hay, al aire libre para que nadie se intoxique de su veneno, en la parada del metro o en la salida de un campo de fútbol y todos aplaudan por la hazaña.
Tal vez fuera todo un éxito pasar palabra donde más amor le dispensan, un foro de Chat de Internet, una sesión parlamentaria de políticos en el congreso, o en una clase que se imparta la enseñanza de un idioma, que seguramente que ya las tengan amordazadas o cautivadas por la cantidad de cadáveres lingüísticos que habrán pasado por su piel y lo más probable es que les resbalen.
Sin embargo es chocante y no se entiende el porqué nadie puede vivir sin pasar palabra, continuamente están largando, enviando SMS, fax, e-mail, cuya materia prima son las letras, como se sabe, y precisamente lo que están realizando es eso, pasar palabras encadenadas formando un puente comunicativo que no tiene fin.
A los niños cuando son pequeños le cantan nanas para dormirlos meciéndolos en la cuna o les cuentan cuentos según van creciendo y se quedan extasiados escuchando las aventuras de las heroínas, de los héroes, los cerditos, el lobo y funciona como alimento, como si se nutriesen más de las palabras que de la teta de la madre o de los potitos o plátanos aplastados que les daba su abuela.
En cierta ocasión un niño lloraba desconsolado, como si lo estuvieran matando, y cuando le pusieron en la tele una historieta de dibujos animados se le cambió el rostro y se puso a sonreír como si entendiese todas las palabras que pronunciaban los animalitos del bosque encantado.
Las palabras que se ponen pesadas pronto nos las quitamos de encima de un manotazo como mosca molesta, y a veces son las primeras que se quieren pasar al que se considera el enemigo para hacerle la pascua, pero no para divertirse con ellas jugando o tirándoselas como pompas de jabón, de ahí que se puede arreglar en estos casos el entuerto convirtiéndolas en juguetes que sean del agrado de la persona a la que se la pasamos, y así lograr conquistarla con floridos y bonitos crucigramas que lleven brillantes rayos de sol con ramilletes de flores o dulces trofeos de oro, todo confeccionado con rico chocolate, untándolo en las palabras antes de pasarlas a los demás.
De esta forma las palabras tediosas u horribles las transformaríamos en una rica aureola que fuera la envidia de los respectivos oyentes o lectores, de tal suerte que todo el orbe quisiera asistir al festín, atrapándolas, abrazándolas de todo corazón.
La incomunicación, la
depresión, el estrés, la ansiedad son los enemigos primigenios del paso palabra,
por el estado anímico en que se encuentran. Así que gritemos todos con fuerza,
“viva el paso palabra”, que no decaiga la fiesta, y perdure por los siglos de
los siglos.
José Guerrero Ruiz
AGITAR ANTES DE USAR
Hubo un tiempo en que Alfonso pasaba las vacaciones de la infancia en casa de los abuelos y recordaba de los mayores algunas canciones como, “Cuando la tarde languidece/ renacen las sombras/ y en la quietud de los cafetales/ vuelven a sentir/ esta triste canción de amor/ de la vieja molienda/ en el letargo de la noche/ parece decir/ una pena de amor/ una tristeza/ lleva el zambo Manuel/ en su amargura/ pasa incansable la noche/ moliendo café//. Pero no alcanzaba a descifrar el significado de tales palabras –triste, canción, amor- y menos aún lo de moliendo café cuando contemplaba a la abuela moliéndolo en la cocina con mucha parsimonia, y qué entrañaba la canción con la de cosas que allí se amasaban, viandas de todo tipo, sobre todo los preparados que se trituraban o recortaban durante horas y luego se moldeaba o removía la masa después de moverla y agitarla a fin de elaborar exquisitos platos que a la postre se servían a la mesa participando él en el festín.
Uno de los que más le atraía era la ensaladilla rusa, con la mayonesa producida batiendo aceite crudo y yema de huevo con otros añadidos. Siendo el nieto más pequeño de la familia y el más revoltoso, la forma idónea para que se relajase era echarle de comer el primero, pues se comía a pavía, y así, comiendo a dos carrillos, templaba los nervios sobremanera. Pero había otros batidos que no le iban a la zaga, así, la tortilla española o a la francesa, batiendo los huevos en un recipiente, tortillita de bacalao, añadiendo harina, agua, ajo y perejil, el gazpacho andaluz, con tomates, pimientos, cebolla, pepino, sal y ajos, o el rico helado de postre, batiendo leche, azúcar y frutas.
Con el paso del tiempo Alfonso ha ido creciendo, entrando en años lo que ha motivado que su experiencia y gustos evolucionen al unísono como todo lo que conlleva, y al igual que se fue convirtiendo de niño en adulto, así también le ha acontecido con respecto al cuerpo y al espíritu.
A partir de entonces le ha tocado vivir múltiples vivencias, políticas, sociales o culturales yéndosele inoculando paulatinamente en el cerebro nuevos caminos, proyectos inéditos, y como el arbolito que va creciendo empezó a echar tallos, hojas, flores, fruto. En su agenda hervían los más dispares condimentos que le arrastraban como viento inesperado y no podía por menos de exhibir sus armas, su fortaleza, sean dictaduras, vidas adocenadas, imposiciones oligárquicas o burguesas rechazándolas de plano, según la agitación de sus inquietudes, lo que le causó no pocos quebraderos de cabeza o estancias entre rejas en lóbregos calabozos o en cuartelillos con las consiguientes manchas en el expediente académico.
A pesar de las borrascas que brotaban en el mapa de su vida no se amilanó nunca por nada, antes bien crecían sus alas ante los obstáculos siguiendo las directrices de su corazón, a veces por testarudez, otras por emociones, y se lanzaba al campo de batalla revolviendo, agitando las mansas aguas del estanque en feroces agitaciones de masas y se desenvolvía como pez en el agua, todo en pos de sus ideales, que, aunque utòpicos, le encendían el ánimo llenándole de orgullo, y de esa suerte respiraba tocándose su cuerpo, palpando las vibraciones que lo envenenaban antes que pegarse un tiro en la sien.
Posteriormente vivió en pareja y aunque tenía bien aprendida la lección, agitar antes de freír, cocer o condimentar, sin embargo sus conocimientos ofrecían un límite, no podían abarcar todas las ramas del saber. Llegado a este punto podría exclamar como el filósofo, sólo sé que no sé nada.
Y no cabe duda de que en las relaciones sentimentales dejaba mucho que desear.
-Cuántas veces te he dicho, Alfonso, que antes de abrir el preservativo lo muevas y lo agites sin miedo para ver en qué estado se encuentra, si te han entregado gato por liebre, si trae algo extraño en el interior, o está hecho una piltrafa como le sucedió a tu amigo, o vaya usted a saber, pero ni por esas, no hay forma de que te responsabilices-apostillaba ella.
<<Alfonso, según atisbo por las indicaciones que aduces acerca de tales escenas que apuntas, observo así por encimilla con qué escrupulosidad agitas todas las mañanas el tetrabrik de soja antes de beberlo por si apareciese algún gazapo, un lagarto engullido por la máquina de la fábrica, embalsamado o algo por el estilo.
<<De lo que refieres infiero que lo que en verdad te quita el sueño es la situación de tu vientre, la tripa, y los demás que se busquen la vida como puedan. Pues mira, hasta aquí hemos llegado, te doy el ultimátum, la próxima vez que agarres un preservativo y no apliques las mínimas instrucciones que se recomiendan en estos casos te vas con tu madre, coño, dejaré de confiar en ti y por supuesto que dormirás en plena calle, porque cambiaré la cerradura y sanseacabó. Así como lo oyes, y no hay más, yo también tengo un vientre, además de una vagina, y procuraré que al menos funcione como el tuyo.
<<Da la impresión de que a ti te da lo mismo ocho que ochenta, claro, siempre jugando a tu favor por supuesto, pues empápate de una puñetera vez de que yo no soportaría en estos momentos por nada del mundo, con lo que estoy pasando, un embarazo ni de broma, a mis cuarenta y un años, que se dice pronto, te lo digo muy en serio, o sea, que si por tu mala cabeza me quedase por descontado que no lo dudaba, te rajaba como a un cerdo de arriba abajo colgándote en mitad de la plaza pública para escarmiento de zascandiles y espabilados que andan sueltos por ahí, y no me daba por satisfecha porque me plantaría en los foros más concurridos del orbe para divulgar tu necia hazaña, bien en programas de radio, prensa o de televisión, pero atizando de lo lindo hasta el punto de que no me importaría desnudarme en el plató, en los programas del corazón, llámese noria, sálvame –nunca mejor dicho-, tal cual o las hormigas blancas, ea.
Así que agita la bandera de la paz y grábalo no echando en saco roto la sentencia, “agitar antes de usar”.
José Guerrero Ruiz
NO TEMAS
No te preocupes, Baltasar, que gozas de onomástica bíblica, nada menos que de uno de los tres inmortales reyes de oriente ( consagrados magos, hombres sabios que llevaban valiosos presentes ), así que levanta la cabeza, respira hondo, y con un poco de suerte, que seguro que no te faltará, y en línea con la probada paciencia de la que hizo gala tu antecesor, (cuando iban guiados por la estrella obedientes por aquellos desiertos y desolados montes, con aquellos transparentes camellos con una entereza de acero, olvidando las penurias de la sedienta ruta), lo conseguirás.
De todo ello se deduce que se puede pregonar a los cuatro vientos que la hipoteca, la parásita crisis, el hediendo préstamo y el resplandeciente plan de pensiones se lo va a tragar quien yo sé, porque tú te pasearás en el buque insignia del éxito, y punto.
Escucha bien lo que te digo, otros en peores circunstancias cantaron lo que no creían, y han sobrevivido a la hecatombe y a los mayores destrozos no sólo físicos sino del alma, pues si haces memoria (ahora que tiene tanta trascendencia en nuestros días para cargar las baterías, poniendo las cosas en su sitio y luchar de paso contra las enfermedades seniles), precisamente recordando al insigne incrédulo que se tomó la osadía de alimentar una horrorosa cobardía, como las delicadas flores que se rodean de abundantes espinas protectoras, andaba titubeando ante la voz de su amo, del todopoderoso que le invitaba a caminar por la superficie de las aguas como pedro por su casa, sólo apoyándose de puntillas mediante las herramientas de la fe. Así que si aquél lo logró, no temas pues lo tienes más fácil.
Si miras desde otro ángulo observarás que hay gente agraciada con espléndidas fortunas y excelentes honorarios o sueldos que han hincado la rodilla a las primeras de cambio, se han desmoronado, pero más que nada porque les faltó lo que a ti te sobra, fe, mucho amor propio y confianza en la providencia y por encima de todo la esperanza.
Baltasar, no sería descabellado que intentases relacionarte un poco más ampliando tus redes sociales y arrimarte a buen árbol, que ya sabes las consecuencias que acarrea, no te lo voy a desvelar a estas alturas de la película, y una asombrosa sombra te cubrirá especialmente en lo pecuniario.
Y a las interrogantes que tal vez inunden tus campos, sobre cómo arrimarse uno a esa sombra, pues lo tienes bastante asequible si consigues unos lazos, por qué no –si rubios mejor que morenos- a los que ya hemos hecho referencia, alargando el hilo de la caña de pescar, lanzándola de nuevo y con más bríos hasta que pique por ejemplo una Esperanza en regla como la de la copla, con bastantes caudales por supuesto, pues de lo contrario la presa sería un fracaso más que añadir a la lista del día de difuntos o guerras perdidas, o sea, más de lo mismo, que a veces has cosechado en la vida pese a tu beatífico nombre, Baltasar, figurando en el santoral de los días más ilusionantes y mágicos de la época infantil o quizá de toda la vida.
Acaso tus dotes no las has removido y puesto en el lugar adecuado, en tu predio de confianza sacándole el trescientos por cien de rendimiento, regando y abonando como es debido y a su debido tiempo, y, según parece, las conservas olvidadas en el cajón de los desastres, lo que impide su maduración en vez de exponerlos en un revolucionario stand exhibiéndolas a la consideración y mirada de las futuras generaciones.
Ya es hora de que te pongas a trabajar en serio y eches toda la carne en el asador sacando pecho y enfrentarte a los retos.
Presta atención a los prístinos tiempos en que tu homónimo, ni corto ni perezoso, llevándose a todo el hato de rebaños tras él por las cimas de los campos en pos de un oasis donde abrevar el ganado, y regaló mirra entre otros ricos presentes, uno de los más preciados a través de los pueblos, te sirva de algo. Quítate la máscara y te percatarás de esa suerte de que tú no serás menos y no vuelvas la cabeza para otro lado, y ahí te las den todas soltando un órdago y quedarte tan fresco, y que el resto del género humano pringue por ti, con la que está cayendo.
No lo voy a consentir, Baltasar, por mucho que gruñas o me amedrentes pegando bufidos al viento como león enjaulado. Interprétalo como quieras, pero tires por donde tires seguiré tus huellas hasta el fin del mundo, si es preciso.
Ah, a propósito, se me ocurre una nueva idea, podrías acudir a clase de valses, salsa merengue o algo por el estilo o por qué no aprendes a bailar el tango. A lo mejor éste último se te da mejor por tu constitución atlética, agilidad e hiperactividad innata, y además sea más fácil para tus características dado que guarda similitud con los dados y el juego de las cartas precisamente donde siempre has triunfado por lo bien que lo haces, ahora te cojo, te suelto, te agarro, te odio, te adoro, te escupo, te arrollo, me quedo embelesado o tirado, me abro, me cierro, no me hagas trampas tramposo, que es lo suyo en algunos lances o circunstancias de la vida para sobrevivir, lo mismo que para cultivar el baile del tango y no caer exhausto en mitad del cemento, de una roja alfombra, o vaya usted a saber si devorado en la arena por las fieras.
Y no me menciones en estos momentos la moral o la ética, haciendo juicios de valor, pues una persona que se encuentra al borde del ataque de nervios y sin ninguna moral o con ella por los suelos, hecho polvo, con el agua al cuello, no puede andarse con chiquitas. Así que hay que mojarse el culo haciendo de tripas corazón, jugarse la vida en donde haga falta, a las cartas, a la ruleta, bailando tangos o valses en los tejados o en plena calle, en el escenario de la vida.
Baltasar, no olvides que vida sólo hay una, y que por mucha Biblia que hayas mamado y te hayan etiquetado con montañas de ética las conductas de las personas en el proceloso mar de la existencia, mi consigna sigue siendo la misma, siempre adelante contra viento y marea y cantarás victoria.
Todo depende de ti. Así que levántate y no te hagas el remolón inventando excusas infundadas.
Que no te tiemble el pulso y la barquilla no zozobrará en las frías aguas de tu dársena.
Pon los ojos en el punto de mira divisando el horizonte como buen cazador y dispara sin temor a la presa, y a buen seguro que le darás a la caza alcance.
De tal forma que sin proponértelo emularás al genial conquistador de la antigüedad, conocido por la célebre y concisa frase, llegué, vi, vencí.
Jose Guerrero Ruiz
SINESTESIA
La vida se hacía insoportable en el planeta. Los gatos no saciaban sus sentimientos. Los gestos cansinos y monótonos afloraban por los rincones. El letargo obligado de los moradores ya harto enfurecidos alargaba sus garras por los recovecos más recónditos sin ningún miramiento y fueron proliferando como setas en el bosque dormido de la vida. No arribaban soluciones a fin de evitar la mortandad incomprensible que se expandía calladamente en mitad de la tormenta.
EL mundo de los humanos no caminaba alegre, satisfecho; iba como un viejo navío haciendo aguas por todas partes, la vida peligraba, y las criaturas se habían quedado estupefactas, inmóviles, sin voz en las gargantas, sin garra ni entusiasmo. Adolecían de empuje, de una efusión rabiosa que derribara los muros de su existencia.
Lo cual hizo que estallaran las metralletas del arte, la pintura, la música, la escritura, la escultura. Las palabras pronto sacaron el pie del tiesto, se soltaron el pelo y se echaron a la calle exhibiendo sus mejores galas. Nunca habían visto la luz esos fenomenales fonemas tan disparatados e incoherentes a simple vista. Siempre habían sido abortados, tildados de sórdidos y antipáticos, no se sabe el porqué.
Un buen día, allá por tierras helenas y romanas se bajaron los pantalones los industriosos de la creación ante el expectante foro que los contemplaba, y se fueron tatuando e inundando los papiros, los papeles, los muros y las pizarras de fisonomías y posturas nuevas, imágenes inéditas, metáforas inimaginables, surgiendo de su vientre, de su ferviente tinta un hermoso y genuino hallazgo, la locura del vocablo en carne viva, lo que todos estaban ansiosamente buscando.
La túnica de la sinestesia fue cubriendo dulcemente, como el manto de la tarde, los sembrados de los cultivadores de la escritura, Se disfrazaron a ojos vistas de los más incrédulos, lo que se dice a lo bestia, de forma que no los conociera ni la madre que los alumbró en una noche tan especial. De repente todos los colores, los números más dispares se pusieron el mundo por montera y exclamaron, revolución, subversión, adelante mis compinches, esta batalla la vamos a ganar entre unos y otros, y pasaremos a los enemigos de la mezcolanza de los sentimientos, del universo sensible a sangre y fuego de besos irrepetibles e irreparables.
Hasta aquí hemos llegado, pensaron, pero desde ahora en adelante la tristeza será dulce si la untamos con rica miel de la Alcarria, y la tarde la haremos de plata de ley, o para que no sean menos los esbeltos álamos del río los vestiremos de púrpura para oírlos murmurando en una fuga de almíbar .
Los hombres opinaban que las desdichas todavía tenían remedio y cirugía, que estaban a tiempo, y empezaron a disfrazar y enriquecer las sensaciones en una gigantesca caldera donde echasen a hervir exquisitos cócteles de fríos o chillones colores y sordas alegrías que asomarían con su pico y ojos por un cálido horizonte de perros, o acaso nubes de chispeantes golondrinas como antesala de una primavera nunca jamás vivida.
En un esplendoroso repertorio de flautas, guitarras, acordeones y pianos de verdes sonidos, bailarían sevillanas en la bruma de la vida, besándose con la mirada y acariciando con el resplandor del alma los alientos más sutiles o pusilánimes.
Entre tanto la humedad de
oro de su mano relucía en la lejanía del collado sobre los roncos pasos de una
tierra amarga, que sin embargo se sentía acariciada por el azul claro de un
refulgente amanecer, una inolvidable y maciza alborada brotando como cristalina
agua del firmamento.
José Guerrero Ruiz
LAS FLORES DEL
CEMENTERIO
Los síntomas no apuntaban a que le fascinasen los temas románticos, torreones medievales, esqueletos estrangulados, edificios en ruinas o cementerios pintorescos ornados con flores casi como un jardín de un chalet en la Costa Azul o en las Costa Blanca. Nadie podía vislumbrar desde esa atalaya el veredicto final o explicar a las futuras generaciones ni por asomo un futuro tan misterioso.
Resulta complejo desvelar el hecho de que en la madurez se convirtiera en un enamorado de la flora, acaso por coincidir con la diosa itálica de la vegetación que presidía la eclosión de las flores en primavera, aunque en la infancia mostrase predilección por la fauna, bichitos enrabietados e insectos enclenques realizando instantáneos trasplantes en sus partes más sobresalientes.
En los años de estudio académico en los distintos centros por los que pasó ya se había topado César en los diferentes estadíos por donde discurrió con obras literarias de todo tipo, porque así lo requerían los programas del grado o máster que llevase a cabo, Cementerio marino, Las flores del mal, El monte de las ánimas o la poética del rebelde Espronceda cuando dice, “Me agrada un cementerio/ de muertos bien relleno/, manando sangre y cieno/ que impida el respirar/, y allí un sepulturero/ de tétrica mirada/ con mano despiadada/ los cráneos machacar”…, y un largo etcétera de mamotretos que permanecían apilados en las estancias o colocados en las respectivas estanterías o en librerías de ocasión para los amigos del libro antiguo, coleccionistas empedernidos creando su propio dormitorio o cementerio de libros acompañados de búcaros de flores, en ocasiones entre sus páginas, a lo mejor flores del bien antes que del mal, porque a ver quién tiene la certeza de ello para poder afirmar públicamente que las flores son malas en alguna estación de la vida.
En principio se puede arrancar de la frase que ya ha hecho su agosto, adueñándose de la psicología humana, y que hace furor entre la multitud, “dígaselo con flores”, y la costumbre se ha extendido como el fuego por todo el orbe, y así las circunstancias o compromisos o eventos se solventan con flores, pues no cabe la menor duda de que perfuman la vida, encienden los corazones y encierran poderes mágicos, pudiendo brotar la semilla en los sitios más intrincados e inverosímiles como las cristalinas aguas de los veneros en los picos de las sierras.
Ya las cultivaron los poetas románticos y fueron parte de su alimento, obligando a trabajar al cerebro y la pluma a toda pastilla atrapando sus esencias y aromas de forma asombrosa.
Todavía debe de andar revoloteando por el baúl de los recuerdos estudiantiles de César algunos versos de las Flores del mal, como La muerte de los amantes, “Tendremos un lecho de suaves olores/, divanes profundos como sepulturas/, y en tallos y búcaros nos darán las flores/ aromas extraños bajo albas más puras”.
En las mañanas de euforia César entonaba cancioncillas pegadizas de las últimas décadas, que se hacen famosas entre la gente como las ya conocidas como triunfadoras, con el insigne epígrafe de canción del verano, que al entonarla hacía más radiante y fresca la alborada, “Manda rosas a Sandra que se va de la ciudad, manda rosas a Sandra y tal vez se quedará. A su lado yo viví y jamás fui tan feliz, pero un día me dejó…”. El estribillo lo tenía grabado en la memoria desde los años mozos, y nunca pensó que un buen día le transmitiese un algo especial más allá del tarareo rutinario, o le fuese a calar tan hondo a través de las vicisitudes de la existencia o los puntuales cambios de luna.
No podía elucubrar que en los avatares del camino, sin comerlo ni beberlo, el sino, como un raro vientecillo que caprichoso retornara a los orígenes rebotando en el frontón del tiempo, y a él le fuese a ocurrir algo semejante transportándolo a unos parajes tan esquivos y olvidadizos como los que le había tocado hurgar.
Su pareja se fue un día aciago y se quedaron los pájaros cantando, como la canción de Sandra, cuando menos se lo esperaba, y según van cayendo las hojas del calendario llegaron las nuevas golondrinas, pero ella no regresaba, pues se hospedó en el dormitorio eterno, el cementerio más cercano, quedando en plena soledad.
Su amor voló con todos los requisitos y los pertrechos necesarios para un viaje sin retorno. Se instaló durmiendo con todos los sueños y las más variadas fantasías, y César para mantenerla viva y revivir cada mañana sus períodos de felicidad quiso recuperarla en buena armonía, y pensó que lo mejor sería expresarlo y evocarla con flores.
Las flores, como cualquier criaturita, se deprimen, exhibiendo la ternura de que están hechas y con el transcurrir del tiempo, quizá con más contundencia que los humanos, se marchitan, como le sucede a la rosa, que al poco de ser cortada perece, flor de un día, y no digamos si en el hábitat les falta mimo o agua como cualquier ser vivo, entonces es más complicado que perdure.
A veces las labores cotidianas se agolpan en el cerebro y acaban anulando los distintos roles pendientes de ejecutar, y sin pretenderlo se acumulan los descuidos jugando una mala pasada, menos mal que en determinadas turbulencias del viaje aparece un ángel, una mano caritativa que anima y arrima el hombro, casi un prodigio, acudiendo en auxilio del necesitado, y riega las mustias carencias al sentirse impelida por la proximidad del habitáculo, y los ojos comprensivos y la caridad cristiana hacen el resto, empezando a resucitar las maltrechas flores plantadas por la mano del amado con esmero y a ser regadas con tanto cuido que brotan con una fuerza inusitada, hasta el punto de contagiarse las almas, convirtiéndose casi en almas gemelas, emitiendo un ardiente chisporroteo entre las flores.
En los últimos días de estío, cuando las jornadas aprietan con saña, sucediéndose pegajosas y lentas y crecen las picaduras de mosquitos y moscardas, haciéndose notar con mayor ruido en el silencio de la soledad, entre el crujir de las hojas secas y las ausencias afectivas, todo ello va generando un viscoso flujo que al fin fluye con insólitos tintes,
-Oye, ¡tengo un regomello cuando la veo! ¿Sabes que con esa muchacha estoy en deuda?
-¿Con quién?
-Con aquella que está sentada en esa mesa de atrás.
-¿y eso?
-Sí, tío, porque cuando atiende a sus flores en el camposanto le pone agua a las otras.
-Pues que se las ponga, joven.
<<Anda, qué menos puede hacer, ni que fuese…no es para tanto, muchacho, pues del agua que sobra la aprovecha echándola en los jarrones que tiene cerca y así no se mancha la falda, antes de darle de beber a los gusanos, y puede que hasta le sea rentable.
-Bueno, son actos que te tocan la fibra… y no sé cómo agradecérselo.
-Tranquilo, joven, no seas tan romántico, pero eso se puede zanjar con un ramo de flores, un apretón de manos o un fuerte abrazo.
-Uf, uf… esta maldita mosca, con las calores, no me deja en paz.
-Qué remedio te queda, tío, dale un manotazo y sanseacabó. No obstante es de bien nacido ser agradecido.
La vida sigue. El resquemor de la fiebre humana se dilata y crecen las ampollas de la sensibilidad y la pasión. El tiempo todo lo cura, las heridas y orfandades o las reabre, pero cuando una puerta se cierra incluso in aeternum, otra se abre al instante; si bien no está probado que en todos los episodios acontezcan idénticos desenlaces.
El caso es que las florecillas del camposanto sonrieron, echaron raíces, tallo y al final del proceso, con las aguas de abril y un poco de suerte, han dado su fruto: el alumbramiento de un nuevo amor.
Es evidente que siempre
las malas compañías no fueron malas, aunque hablando en plata, lo suyo hubiese
sido un nuevo diagnóstico de la situación, o no.
José Guerrero Ruiz
PEPE EN SU BARCA
Después de un día de calor sofocante , nos sentíamos muy aliviados por el fresco
que hacia en la terraza de nuestro salón de Caraveo ,es día viernes y nos
preparábamos para la noche tertuliana mientras acomodábamos las sillas ,la brisa
mediterránea nos hacía sentir a cuerpo de rey, ese momento es mágico todos los
asistentes se muestran con todo el respeto que tenemos cada uno por el otro y
para si mismos el sonido de sus voces dicen lo importante que es que te escuchen
la inquietud de saber que sigue después de cada palabra la expresión de
satisfacción que tenemos al terminar cada uno lo suyo ,sin hacer juicios
destructivos a los que no sabemos las reglas de los escritores ,todo lo
contrario el animarnos a la escritura nos alimenta la autoestima y esa seguridad
que te da el sobrevivir a cada viernes te sientes mas fuerte con ideas nuevas he
importante como cada uno que somos muchos ,y si falta alguno se hace sentir
,pasaban los minutos y los que no estaban los extrañábamos y llego el momento de
comenzar a leer los relatos ,,,,de pronto una vos conocida que no sabíamos de
donde provenía , HEEEEE los tertulianos AQUÍ HEEEEEEEE, si era PEPE pero no lo
veíamos su vos venía del profundo oscuro horizonte del mar pero lo buscábamos
por los pasillos miramos los escalones que dan a una galería pero nada la vos de
Pepe resonaba mas cerca HEEEEE TERTULIANOS tratábamos de buscar su figura que no
es pequeña HOLA AQUÍ ABAJO EN LA BARCA movimientos bruscos de sillas sonidos
diferentes de zapatos que pisaban fuerte nos arrimamos al balcón y entre risas y
desbordante sorpresa ,allí en la cala meciendo su figura ,iluminada por los
faros colgantes de nuestra terraza con su cabello mas blanco y sus ojos que
parecían estrellas enormes ya que sus gafas reflejaban la luz se veía como un
pirata fantasmal ,si era el PEPE pero baya sorpresa estaba sobre la cubierta de
una barca y no pequeña , iluminada totalmente con lucecitas de colores y
haciendo de guirnaldas banderitas ¡era una fiesta!...Pepe, Pepe ¿Qué haces en
esa barca? Todos reíamos, con un alta vos manual respondía QUE HOY DESIDI LLEGAR
ANTES COSTEANDO EL MEDITERRANEO, ¿Cómo harás para subir aquí a la terraza? NO NO
subiré yo, vosotros bajarán y subirán a mi barca, todos nos pusimos en la tarea
de guardar sillas cerrar puerta y el gran portón que identifica
Los cierres seguros de otros tiempos. Un bote nos esperaba en la playa no nos dimos cuenta de que la arena se introducía en nuestros zapatos y me quede allí quieta adormecida por la belleza del momento la magna presencia de un hidalgo del mar un capitán de su propia vida PEPE decidía que esa noche los tertulianos se transformaran en piratas de abordo y desplegaran los pergaminos relatos escritos como mapas de tesoros, SI VAMOS yo no ,ni yo, yo me mareo y si nos caemos al mar quien nos salvará, ¡Que va! No ven que esta como un plato y así con el bote que nos llevo hasta la barca subimos uno a uno entre risas y carcajadas que rompían el sonido de las pequeñas olas entre ruidos de cuerpos y voces se dispuso el lugar que cada uno ocupaba, en medio había unas cajas que hacían de mesa manteles de papel y un gran cubo con hielo que dejaba ver botellas de agua, cerveza, zumos, tinto de verano, hasta una cava …saladitos aceitunas tortilla española frutos secos gazpacho, y una tarta helada y pensé …este marinero sabe como atender a sus amigos .Todos estábamos desbordados de tantas atenciones y sorpresas, no éramos conciente de lo que pasaba por que fue muy de prisa y allí estaba El con su entereza hablando de su barca por una noche la había alquilado para darnos eso que nos dio una noche tertuliana llena de magia, Y su vos como un trueno resonó en medio de la noche para preguntar ¿Quién comienza a leer? Venga que se hace corto el tiempo y la vuelta es larga ,las lecturas perdieron su importancia impregnamos el aire yodado húmedo y fresco con nuestros relatos ,como en una mecedora y muy cerca uno de otro esta isla flotante nos unía más, la luz coloreaba nuestras facciones la reacción infantil de cada uno de nosotros estaba a flor de piel la barca de Pepe era una alfombra mágica sobre ese colchón de agua ya salía la luna y el horizonte plateado era una línea divisoria para identificar el cielo y la tierra al otro lado las luces de la Villa de Nerja iluminaban la costa ,una tenue música confundía su origen ,entre brindis y risas llego el momento de la despedida y bajar a tierra firme otra ves bote playa ,zapatos en mano saludábamos a Pepe ,ninguno de nosotros se olvidaría de jamás esta noche tertuliana se alejaba de la costa despidiéndose …”hasta la vista digo el viernes amigos tertulianos” un pequeño motor ayudaba a mover el pequeño crucero,” adiós Pepe “Buenas noches capitán, el camino se hizo corto al subir la cuesta los comentarios eran muchos y la felicidad se respiraba y de pronto me vi envuelta en una nostalgia espesa Pepe no me llevaría en su coche tuve que caminar y eso dio lugar a revivir la imagen de Pepe en su barca un señor ,un hombre honesto con principios y verdades que se a ganado un puesto significativo entre los tertulianos.
Blanca,
para ti
Pepe, con cariño
Estaba leyendo la carta de Laura cuando se le vino el alma a los pies al leer,
“ya no te quiero, hemos terminado”, y le insinuaba que se buscara a otra pues no
tenían nada en común, y proseguía, “ya llevamos demasiado tiempo para conocernos
y no coincidimos en lo fundamental, por lo tanto lo mejor es cortar por lo sano
antes de que sea tarde”, y con esa decisión a buen seguro que evitarían muchos
sufrimientos a gente inocente, que los futuros retoños no tuviesen que pagar por
algo que no tenían culpa, y no crear a conciencia una familia desgraciada, sin
una luz que les guíe por la vida; por consiguiente consideraba que lo más
aconsejable era arrojar la toalla echando cada uno por su lado y suspender las
relaciones.
Tales reflexiones le nublaron el pensamiento, careciendo del suficiente arrojo
para seguir leyendo.
El marca páginas, que mostraba el dibujo de unos novios felices y contentos, lo
sostenía en la mano izquierda pesándole como el plomo mientras leía la
contrariada y pesada carta. Y sin querer extrapolarlo, sopesaba el contenido tan
distinto de ambos mensajes. La imagen del marca páginas le infundía tal
satisfacción y sosiego que temía que se despintara si rozaba la carta y se
contagiase de ella; resultaba que sin proponérselo estaba reviviendo los oscuros
subterfugios o los enigmáticos laberintos que había vivido y respirado en las
aristas de sus dilatadas lecturas por múltiples terrazas o al abrigo de una
sombrilla en la playa, donde pululaban las aventuras más rocambolescas contadas
por los narradores en los bosques de sus libros, abandonos, asesinatos,
incompatibilidades, engaños, desgracias incomprensibles. Esta trama le
entusiasmaba y entretenía sobremanera en los libros que leía, pero nunca imaginó
que se hallaría metido de pies y manos en tantos charcos ejecutando la propia
tramoya, y que su vida se vendiera a tan bajo precio, viéndose envuelto en dimes
y diretes, en idénticos o similares episodios que los antihéroes o los héroes de
la novelística de todos los tiempos, pues lo encontraba como algo nauseabundo y
sangrante abominándolo de cabo a rabo.
Sin embargo hay que reseñar que todas las historias no terminaban lo mismo, pero
no recordaba casi nunca las que acababan bien.
El marca páginas tenía su pequeña gran historia, dado que era el que utilizaba
en la lectura de las obras por él seleccionadas, donde se paseaban por sus
escenarios de terror o bosques encantados los personajes más célebres por sus
grandeza de espíritu o la mayor de las miserias, por sus aficiones exquisitas o
las bajezas más viles en su devenir por el mundo creativo.
Por eso procuraba guardar las distancias, ya que le hubiese encantado que al
abrir la carta colgase en el interior una cinta de oro adherida en medio bordada
por ella como la que llevan los libros de lujosa encuadernación, que está sujeta
en la parte superior, y permite marcar la página donde se interrumpe la lectura
para retomarla más tarde con facilidad, y ello hubiera sido una de sus grandes
conquistas pese a la brevedad de la misiva, y de ese modo no erraría el
recorrido cuando quedara embelesado por los halagos o perdido entre las redes
del breve manuscrito al exprimir el jugo de las frases, las entonaciones o el
doble sentido, de suerte que por donde transitase no corriera el menor riesgo,
disponiendo de las pertinentes ayudas, un báculo o un faro que lo alumbre a fin
de no derrapar por los distintos párrafos.
Prefería verse como la afortunada pareja del marca páginas a la hora de desnudar
la carta encontrándose en un estado de gracia, recién peinado, oliendo a rosas,
el cuello de la camisa impecable y disfrutando de las mismas sensaciones que
exhibían aquellos novios, en donde ella lo abraza con fuerza borrando parte del
lunar que se había pintado adrede junto a los labios.
De todas formas no estaba conforme con el rumbo que llevaba, pues unos días se
sentía navegando por las cumbres de lo placentero y otras mordía el polvo de la
derrota, y ansiaba cambiar de aires, abrir la mente a otras posibilidades más
enriquecedoras, a otros universos desafiando la gravedad si fuera preciso,
desplegando al máximo sus habilidades en los más variados ámbitos, pero casi
siempre caía en la trampa y surgía un no sé qué, un obstáculo que anulaba su
caudal humano impidiendo llevar a la práctica sus entelequias más realistas.
No cabe duda de que se sentía como un petrarca enamorado locamente de Laura, del
porte, de su estilo, del hoyillo de la mejilla derecha, pero fallaba a la hora
de tomar decisiones firmes; necesitaba un empujoncito, un algo que le marcase
los tiempos hacia ella, rellenar las páginas que aún permanecían en blanco en su
corazón que suspiraba por sus vientos, y juntar un puñado de cartas de amor de
manera que configurasen la obra, un libro de enamorados, una réplica de Calixto
y Melibea, y leerlo los dos juntos en carne y hueso con un marca páginas
especial, incombustible, cogidos de la mano como los que aparecían en el dibujo.
¡Qué sudores tan fuertes y tentadores le embargaban!
No encontraba la ocasión de vestir las páginas de su vida con los colores, los
sonidos y las expresiones que a él le hubiesen gustado y enmarcarlas dentro de
unas relaciones estables donde derramar la tinta del cariño y construir
rascacielos de caricias sin fisuras, por las buenas o por métodos caciquiles
apoderándose como un vulgar caco de la valija del cartero y sustraer los
arrumacos y besos de todas las cartas de amor que transportase en el día de San
Valentín y así confeccionar una auténtico álbum de cartas acorde con sus
obsesiones.
Laura le escribía una carta lejana y fría como si residiese en una desangelada y
desértica estepa a miles de kilómetros o llevase a cabo un viaje por los picos
de los Andes y no pudiese incrustar en los espacios del papel el calor o la
temperatura ardiente de las palabras y los sentimientos que estaba esperando.
Al abrir la última carta que recibió no pudo contener las lágrimas de rabia
estrellando el marca páginas contra el suelo en un acto de rebeldía por la
ausencia de alma en lo que le transcribía y sobre todo por el estado en que se
encontraba cuando se lo decía, descalza, despeinada, sin pintarse los labios y
los ojos enrojecidos por el doble juego, escribiendo como si tal cosa, a
sabiendas de que mentía, pues se reprimía a la hora de plasmar en el folio las
emociones más sinceras sin máscaras ni tapujos y decir de una puñetera vez las
cosas claras, al pan pan y al amor amor, y no lo que se le escapó
subliminalmente, la tachadura, que la borró con tal torpeza que aún se podía
averiguar con la lupa, decía, “no puedo vivir sin ti”, ahí se le descubrió el
engaño quizá por el efecto de los fármacos ingeridos que le jugaron una mala
pasada.
Donde indicaba azul no era lo correcto, confundiendo los colores tontamente como
en un juego de niños distraídos, cuando debería reseñar lo contrario según sus
latidos más íntimos.
En el fondo del espíritu moría por él, pero las ansias de poseerlo le
traicionaban al pronunciar, “te adoro, contigo iría al fin del mundo o nos
montaremos nuestro propio paraíso”, donde hirviese el cariño y las aguas cálidas
de la ternura derritieran los témpanos de frialdad que le atenazaban.
Por todas estas dislocaciones Laura lo traía por la calle de la amargura, no
sabía a qué carta quedarse, tanto así que si le sonreía ignoraba si lo realizaba
de veras o era puro humo, simples fogonazos para huir de la quema.
Cuando evocaba los tiempos en que paseaban por el parque agarrados a la cintura
le notaba como un sudor raro, gelatinoso, casi maloliente y las pulsaciones por
las nubes, como si necesitase un marcapasos porque la muerte estuviese llamando
a la puerta de su corazón…o quizá hacer una fuerte inversión en el negocio
farmacéutico acaparando los fármacos más rentables y milagrosos para su
maltrecha salud, o encomendarse a poderosos elixires y de esa guisa ahuyentar el
mal de amores.
José Guerrero Ruiz
CHEQUEO
No
sospechaba Anselmo que un día fuese a caer por un terraplén o en la ratonera
sólo por un simple chequeo rutinario, ya que deambulaba de aquí para allá por
parajes saludables, sembrados de verdor y era impensable que el destino le
tendiese una emboscada con la vida tan estricta y sana que llevaba, siendo la
envidia de conocidos y vecinos que lo encumbraban por el interés que siempre
había exhibido por estar en plena forma ya desde su juventud, comentarios que
hacían sentados en la puerta de las casas mientras tomaban el fresco, a la luz
de la luna, durante las largas tardes del lento verano.
Lo consideraban una persona modélica en dicho aspecto. Y daban fe de ello las
acometidas que realizaba cada día poniéndose manos a la obra contra viento y
marea, gimnasio, frutas, verduritas, carnes y pescados a la plancha y un sinfín
de infusiones cumpliendo escrupulosamente las recomendaciones que aconsejaba el
dietista para conseguir el equilibrio.
Por ello el informe médico que le acababan de entregar lo dejó grogui; lo
interpretaba como una puñalada por la espalda, un dictamen propio de un centro
sanitario tercermundista, catalogándolo en su fuero interno como algo enigmático
y sin sentido, un manotazo de los dioses que hubiesen amañado el norte de la
brújula confabulando los elementos contra su figura quebrando los cristales de
la existencia.
Los resultados de la resonancia y el escáner no reflejaban el estado real de
Anselmo, al parecer eran falsas alarmas, bien por un fallo del cerebro de la
máquina o por un inoportuno corto circuito en el momento de la exploración, pero
a ver quién era capaz de coger el timón del barco con la que estaba cayendo y
enderezar el rumbo.
Tales acontecimientos le echaban por tierra los sueños que acariciaba, la luna
de miel que tenía aplazada de mutuo acuerdo con su pareja por los fiordos
noruegos y posteriores escapaditas a Londres o Atenas como solía hacer a menudo.
Y no atisbaba en el horizonte el modo de sobreponerse, saliendo del bache y
batir al advenedizo enemigo.
La aberración se nutría de la seudo lectura de las superficies examinadas, de
suerte que donde aparecía el signo más correspondía el signo menos, y donde
recogía la negra mancha apuntando a un tumor cerebral de consecuencias
imprevisibles debían refulgir vibrantes puntos de luz anunciando la buena nueva,
un bello amanecer despejando así los vericuetos de la duda, mostrando que en
aquellas zonas nunca declinaban los vivificantes brotes de salud, debido a las
chispeantes ilusiones que titilaban en el mar de su vida y se percibían con
nitidez en los ojos de Anselmo pero que en estos momentos aparecían denostados
por tamañas brutalidades dibujadas con malévola saña en esas partes del cuerpo.
Por lo que se deduce de todo este affaire la máquina amaneció ese día con los
cables cruzados apuntando al paredón de fusilamiento o a ninguna parte en
concreto pero con el veneno en el engranaje, porque en el tremendo yerro en que
cayó le iba a Anselmo la posibilidad de seguir o no viviendo.
Cuando el doctor se acercó a la cama nº 68 donde yacía maltrecho Anselmo
zarandeado por las mil cábalas que llovían sobre su cabeza, con la ansiedad por
las nubes y las dudas que lo asaltaban por conocer a fondo lo que le acontecía,
los perversos augurios que se cernían sobre su cerebro, necesitando disipar todo
tipo de sospechas o prejuicios, pues se sentía sumamente inquieto, arrastrado
por la servidumbre de las informaciones, a pesar de haber acudido al centro para
un breve chequeo por su libre albedrío y estar dispuesto a cargar con las
consecuencias que se derivasen del reconocimiento, pero jamás calculó que le
espetasen postrado en el lecho tan indignantes noticias, muerte inminente, que
tenía los días contados, que hiciera declaración de herederos o consignase su
último deseo en vida o algo por el estilo: eso jamás se lo podía imaginar por
nada del mundo.
Quería las cosas claras. No obstante le comunicaron que permaneciera tranquilo,
que acaso fuese un pequeño quiste que hubiera reverdecido y atravesado con tan
mala fortuna en la lectura de la resonancia, aunque no las tenía todas consigo
por si resultaba ser algo más raro que pasara desapercibido para los oncólogos,
pero le insistían de que siempre quedaba la dulce esperanza de la intervención y
que no perdiera la confianza en los milagros que con frecuencia llevan a cabo
los cirujanos.
Recordó vagamente que no era la primera vez que le ocurría algo semejante, pues
cada vez que entraba por la puerta del centro hospitalario le azotaba la
incertidumbre de que algo extraño le encontrarían incluso por algún craso error.
Por ello al cruzar el umbral del hospital se consideraba una especie de
gladiador romano que se enfrentaba a la muerte bajando los escalones del
anfiteatro para enfrentarse a las fieras expresando el célebre saludo, Ave,
Caesar, morituri te salutan (Dios te guarde, César, los que van a morir te
saludan), con la convicción de que su vida se la jugaba cada vez que pisaba esos
terrenos como el torero en la plaza peleando con un miura.
Se rebelaba contra todo cuanto le acaecía. No era posible que tuviese tal sino
sin más cuando él hizo siempre todo lo posible por llevar un excelente estilo de
vida ajustándose al dicho popular, “dime lo que comes y te diré lo que eres”, o
aquel otro de los latinos “mens sana in corpore sano (Mente sana en cuerpo
sano)”. Por todo ello no se explicaba la causa de la supuesta enfermedad.
A decir verdad los tintes del verano nunca le fueron propicios, las altas
temperaturas, la hipotensión, la astenia lo dejaban K.O., plantado cuando menos
se lo esperaba y no llegaba a alcanzar los frutos que perseguía, quedándose casi
siempre a mitad de camino. Y no sería porque no le echase ganas, que en eso no
había quien le aventajara empezando a maquinar mil estratagemas para sobrevivir
llegando a desbordarse como un río en época de lluvias alimentando proyectos a
más no poder, convencido de que nunca una enfermedad tan desconcertante llamaría
a su puerta, pero ese día la indolente máquina se propuso lo peor, trastocar los
resultados de la exploración dando el perfil de un tumor cerebral según se
reflejaba en la prueba. Al cabo del tiempo se comprobó que todo fue causado por
un exceso de calor, tal vez por acción del cambio climático estando a las
puertas de la misma muerte según el diagnóstico de los facultativos.
En las últimas fechas acaba de firmar un manifiesto de principios vitales donde
lo único que pretende es no aparecer por un hospital ni vivo ni muerto, y cuando
muera sus cenizas las arrojen a las corrientes marinas a fin de que convivan con
la realidad de la madre naturaleza, y saluden a los peces y aves del cielo en
plena libertad sin ningún margen de error.
José Guerrero Ruiz
EL APEGO
José Guerrero Ruiz
EL OLOR DEL PARAÍSO
Génesis. V. 21.24. “Y desterrado el hombre, colocó Dios delante
del paraíso de delicias un querubín con espada de fuego
fulgurante para guardar el camino
que conducía al árbol de la vida”.
-Esto huele a chamusquina, tío, y si no que venga Dios y lo vea. Cómo se explica el hecho de que una pareja tan bien avenida, que bebe en el mismo cuenco, toma la misma compota de frutas y se había propuesto ser espejo de las futuras generaciones donde se miren todas las parejas del universo, viviendo tan compenetrada y feliz, sin el menor atisbo de violencia de género, van de repente y la ponen de patitas en la calle por el mero hecho de amarse sin tapujos, a la luz de la luna, entregados en cuerpo y alma en una noche de pasión, llevando a cabo la ansiada luna de miel, siguiendo las instrucciones de todos los santos, “ama y haz lo que quieras”. -dijo en fuga, chillando como un grillo Alfredo, muy dolido por el desahucio del paraíso.
El enfado de Alfredo fue descomunal, y no era para menos acostumbrado como estaba a su pequeño gran paraíso, levantarse a medio día, dar unos placenteros paseos por el barrio, oler las flores del jardín, pasar revista a los intereses y necesidades más perentorias y saborear unas copitas de vino blanco mezclándose con los ardientes rayos solares que trasmutaban su rostro en un artificioso juego de chispeantes luces de inmensa felicidad, propia del goce del exquisito oasis por el que cada mañana trotaba como un niño por la playa, o como los ángeles o el mismo dios en el paraíso eterno.
-Es que no hay derecho, demonios –pregonaba a los cuatro vientos Alfredo-, que quieran acabar con el hábitat en sus mismas barbas. No lo acepto. Por supuesto que no les va a salir gratis, tendrán que indemnizarme por daños y perjuicios, además esos avatares ocurrieron en aquella época de tinieblas, pero las circunstancias han cambiado enormemente, y haré valer mis derechos con el abogado de oficio. Qué se habrán creído esos cretinos, que tienen un morro que se lo pisan.
-Si demuestras que eres fiel a nuestra cadena te regalamos un paraíso –uf, indicaba gruñendo con furia Alfredo al oír la promesa en la emisora de radio asegurando que era otro camelo; si es que no hay manera, cielos.
<< Apaga esa maldita máquina, que se entretiene en propalar monsergas por las ondas. Ya está bien de jugar alegremente con la mítica palabra, pardiez- apostillaba.
No quería recibir más golpecitos en la espalda, ni fraudulentos escarceos de sedución, pues estaba embotado de tantas falsedades, tratándolo como un iluso o un ingenuo bebé postrado en su cuna. Con las disquisiciones deshojando la margarita, ahora te doy…, ahora te lo quito, mañana te regalo el oro y el moro; si sonríes a mis veleidades te obsequiaré con un viaje al fin del mundo, y si te portas bien recibirás de premio el cielo. Y maldecía a todas horas tanta dádiva interrogándose contrariado, ¿hasta cuándo vamos a soportar esta hipócrita actitud que azota las conciencias a sus anchas en mitad de las inmundicias del amanecer?
-Hay que dar el callo, macho, –le apremiaba al hijo Alfredo- , a ese ritmo no llegarás a ninguna parte, que perdimos el paraíso, coño, y no te has enterado, y como sigas por esos derroteros te comerá el hambre y la enfermedad, así no puedes seguir, a no ser que retornásemos al paraíso perdido. La vida está muy revuelta, la crisis nos asfixia por todos las esquinas, así que no te queda más remedio que sudar el pan que te comes. Venga, tírate de la cama, levántate rápido que es medio día y nos va a llevar por delante la infelicidad, además ya lo dijo el señor nuestro Dios, y todavía sigues acostado, como si tal cosa.
<< No querrás que ponga un querubín en la casa con una metralleta para que cumplas las normas de sentido común, no tenemos otra alternativa. Lo más arduo de esta tramoya es que no podemos permitirnos el lujo de costear un querubín-guardaespaldas para guardar nuestro pequeño oasis, si es que se puede llamar así, dado que no disponemos de la plata suficiente y carecemos de lo primordial en estos menesteres, los poderes sobrenaturales.
<< Si lo lográsemos, trabajaríamos una semana escasa, o sea, seis días y al séptimo descansaríamos como Dios manda, y a vivir de las rentas en nuestro rico territorio eternamente. Y que se mueran los ineptos y los feos. Ya me gustaría a mí. Tener poderes fácticos y reales de esa índole, mandar calmar los vientos o pasearme por la superficie de la aguas de orilla a orilla y atravesar los océanos hasta que oscurezca y amanecer en la otra orilla sin más molestias que las del que practica el senderismo, como sería llegar al final del trayecto con los pies hinchados, y tener que meterlos en agua para reponerse. Porque viviríamos como dioses tú y yo, sólo deleitarnos, comer y dormir o lo que se terciase, y sin alergias ni picaduras de mosquitos en el aula número once de la sala Clara de Campoamor.
<< Mira, tío, todavía sigues durmiendo pero en qué piensas, ¿crees acaso que tu padre es el amo del paraíso? Sí, mis antepasados fueron en un tiempo los que lo cultivaron pero aquella delicia de perfumes y olores fue tan fugaz que ya nadie lo recuerda, ni siquiera la serpiente envenenada si no fuese por el correctivo, que desde entonces se arrastra en su deambular por la vida, nosotros al fin y al cabo podemos llorar con un ojo aunque a veces nos arrastremos por los suelos para tirar del carro de la vida, pero ellas, deben serpentear obligatoriamente muy a su pesar subiendo a los árboles o deslizándose por los desfiladeros o en su propia casa nutriendo a su hijuelos.
<< Nosotros, no obstante, debemos agachar la raspa, jugándonos el tipo, pero en cambio podemos sacar pecho cuando las cosas nos van bien, o ir sopor la vida con la cabeza muy alta por la satisfacción del deber cumplido. Pero al llegar a ese punto se le encasquilló la lengua a Alfredo cuando evocó el ataque por sorpresa de que fue objeto por parte de una serpiente cuando regresaba por el atajo en una tarde lluviosa de crudo invierno y se le abalanzó al cuello en una emboscada como recordándole a los mortales que su castigo fue por su culpa, y no pudo cerciorarse del peligro y cayeron rodando por la ladera, donde gracias a unas ramas que se atravesaron en la caída se despegó de la víbora y consiguió salir airoso.
En esos instantes le vino a la memoria los versículos bíblicos, cuando la serpiente con cara seductora se acercó a la compañera de Adán y la llevó con dulzura a su terreno engatusándola con eróticos guiños y omnipotentes promesas, y tal vez le dijese que se había enamorado y quería casarse con ella dándole en dote el paraíso terrenal, recalcándole que todo sería para ella y al marido lo expulsarían intentando envenenarlo y así pasaría a mejor vida, pero ellos dos se quedarían con el paraíso de por vida en usufructo, y a continuación le preguntó al respecto,
-¿Qué te parece, Èva?
-Hijo mío, todavía sigues durmiendo, so pedazo de bribón, inútil, que eres un inútil. Parece que te hicieron de mala sangre, como la serpiente, sangre corrompida. Mira, te voy a descabezar, a ver si trabajas aunque sea por recomendación o castigo divino, que no le das un palo al agua y no te importa la hoja de ruta que nos trazaron.
<< Y después de tantos y tantos cientos
de lustros sigo buscando el olor del paraíso y no lo percibo por ninguna parte,
estoy perdido entre reptiles, árboles del bien, del mal, de la ciencia y retoños
estériles, de forma que me siento con el agua al cuello; yo me asomaría a
Londres, a Moscú o cualquier parte del cosmos, a la luna si fuera preciso, a
recaudar fondos para pagar la hipoteca, para poder seguir viviendo, pero si allí
no hay paraíso y no me deben nada cómo voy…; si tuviese posibles me apoderaría
de un inmenso vergel y contrataría a un querubín en toda regla y haría mi agosto
convirtiéndome en un hombre rico colocando al guardián con una afilada espada de
fuego en la puerta de mi particular paraíso a fin de que me preservase de todas
las gripes, de todas las incertidumbres que me acechan en primavera y otoño,
disfrutando como un dios de los placeres de la vida.
José Guerrero Ruiz
VENTARRÓN
-Procura cerrar las ventanas, Benjamín, que el viento del norte es muy tozudo y agarra por el cuello a las criaturitas. No lo olvides, que me da que el ventarrón viene de camino- insistía preocupada la abuela remendando el descolorido mantel de la mesa del comedor
-Sí, abuela, pero ahora las dejo entreabiertas porque va a pasar Almudena silbandito y no la voy a oír, y necesito verla sin falta, cosas nuestras-
-No vendrá con barriguita, verdad, como estamos en primavera, y la naturaleza anda al desquite con brotes verdes, y parece que todo anda manga por hombro, pues qué quieres que piense, con las cosas que se oyen por la calle, y me creo, no sé, que eres ligón confeso como tu abuelo.
-No abuela, se tomó la píldora del día después y no hay ningún problema, pero necesito recoger algo-
-Estos jóvenes, es que no tenéis arreglo, vais a acabar con una. Si Anastasio, que en gloria esté, levantase la cabeza, madre mía, la que se armaba, a buen seguro que regresaría de inmediato al féretro por el maléfico repullo que cosecharía.
El ventarrón lo revolvía todo, hasta lo que guardaban en los bolsillos, que no se sabe cómo, salía volando, pero no volaban las bolsas de los ojos del sufrimiento de los descorazonados habitantes ya hastiados de sufrir el avieso viento durante tantos inviernos de brega y pertinaz sequía.
Los vendavales arribaban de tal suerte que desquiciaban incluso a los más centrados, sobre todo los días en que el obcecado ventarrón paseaba a hombros por los desfiladeros un humo negro como salido de las entrañas del averno, que hubiese sido alimentado con ingratos troncos, en cambio cuando tiraba a blanquecino por el contagio con la neblina del valle al menos había ribetes de una leve esperanza, preconizando otros amaneceres más placenteros, porque el humo blanco se revestía de un cariz limpio, con cara de buenos amigos, despuntando ricas cosechas, respirando halagüeños aromas por las veredas del entorno, o por las callejas del barrio, y acontecía una mutación espontánea en la mirada del vecindario, como si se percatasen de que el ambiente estuviese alfombrado de vivos colores, hasta tal punto que serenaban el ánimo en las agitadas tardes de embrutecido ventarrón.
Aunque lo peor, espetaba la abuela, acaso está por llegar, los malos humos de algunas personas, cuando una no sabe a qué carta quedarse, si abrir o cerrar la puerta a la confianza, vientos que se disfrazan con piel de cordero, que vienen torcidos desde la cuna y soplan en tus mismas narices, siendo muy distintos de los que te obsequian con cálidas bienvenidas desde su infancia, lindas bocanadas como las de Benjamín, iluminando en primavera o en invierno la existencia.
Había vuelto el ventarrón, el ruido rodeaba la mansión. Un ruido insoportable penetraba por las rendijas de puertas y ventanas y llegaba como un espía enemigo arrancando cuanto hallaba a su paso sin ningún miramiento, objetos, plumas de ave, hojas secas, papeles rotos o despintados espíritus en carne y hueso, como si fueran almas en pena volando por el monte de las animas.
Los bríos del ventarrón despellejaban a todo bicho viviente con su problemática insensata, descascarillaban los troncos de los árboles extrayendo virutas de la madera como el carpintero con el cepillo, las ramas crujían deshechas por los hirientes hachazos de que eran objeto.
Nadie estaba a salvo, pues hasta los caracoles y tortugas volaban a trechos por los aires cual aves de rapiña impulsados por las deshumanizadas convulsiones aéreas.
Todo se tornaba infumable, insensible. Casi siempre caía atrapado el vecindario en el cepo de la marea, desprevenidos, en paños menores, lo mismo ocurría al despuntar el alba o al ocaso o ni lo uno ni lo otro tirando por la calle de en medio y entonces era cuando de verdad la liaba, porque en esos momentos un bebé a lo mejor cruzaba la calle en su carrito o el mendigo atrincherado en la esquina del bulevar roncaba sobre el saco de harapos y cartones cuarteados con su perro guardián.
No había más remedio que estar en guardia noche y día a lo largo del año, pues cuando menos se lo esperaban el ventarrón bramaba comenzando a barrer desde los ángulos más inverosímiles con toda la artillería mordiendo tejados, doblegando cables y postes, o lanzando metralla contra los indefensos en el paredón o contra algún ser desvalido perdido por el precipicio abajo y sin retorno.
Tenían que darse por satisfechos y dar gracias a la divina providencia cuando los azotes no venían acompañados de una lluvia pestilente que se incrustaba por chimeneas y poros de la piel, pues los paraguas y chubasqueros eran violados con virulencia en mitad de la plaza saliendo despedidos como obuses a ninguna parte o al fin del mundo.
-Abuela, ¿y el abuelo no durmió nunca hasta que descansó en el féretro?
-No, Benjamín, dormíamos por turnos sobre todo cuando roncaba el ventarrón.
La abuela sabía que en tales circunstancias no había forma de pegar un ojo, pues nadie se fiaba del malvado viento, se ponían nerviosos en cuanto tosía con acritud enseñando sus garras destructoras, sus señas de identidad como un fiero king-kong atemorizando a quienes osaran atravesar la plaza o cualquier vericueto. Y se dejaba caer de golpe como una fruta picoteada por las aves de la copa del árbol o una teja negra del tejado así porque sí como pedro por su casa, como si evocase lo que el viento se llevó, intentando emular el mito cinematográfico.
Durante esas horas de furor eólico a los residentes se les ponía la carne de gallina, y los ojos rojos por la sangre de las irritaciones y el dolor del castigo que les infligía, y luego la piel se les secaba sin remisión partida en pedazos como la muda de las serpientes, extendiéndose por el cuerpo de pies a cabeza con unos escozores de muerte.
Tales episodios se asemejaban a un ajuste de cuentas, como un eterno litigio que se hubiese desplegado en aquellos pagos conformando tan ciega venganza, azuzada con sutil sigilo por la vorágine asesina del viento del norte.
Los vientos bajaban desde arriba, de la meseta, a tumba abierta, rodando a sangre y fuego cual balas endemoniadas, siendo los de abajo el blanco de sus iras al recibir los horrorosos revolcones.
El ventarrón no se andaba por las ramas, arrastraba lo divino y lo humano como si un ejército bien adiestrado con los tanques transportase toda la mugre de los muertos y la ropa tendida de los tendederos.
Un día, al caer la tarde, se le posó a la abuela en la boca las braguitas de un bebé del bloque de arriba y ella, sin saber de qué se trataba, las confundió, en su galopante miopía, con un saltamontes escupido por las fuertes corrientes provenientes de los cerros que la circundaban
La abuela echó sus cuentas y se dijo, los vecinos de las casas del barrio alto deberían pensárselo dos veces antes de colgar las prendas íntimas de cualquier manera en los tendederos, porque de lo contrario todos se van a enterar sin pretenderlo de las debilidades, de sus secretos pregonados a voces por los descarados vientos.
José Guerrero Ruiz
¿CÓMO SEGUIR VIVIENDO?
La
infusión aquella tarde olía a huevos podridos, infundía desaliento, era un árido
desierto sin una mata vivificante a que agarrarse en los cimientos. Cómo es
posible que se desplome tan rápido el edificio de lo reconfortante, lo que
destila vida y estímulo, se cuestionaba apoyado en la esquina agrietada de la
habitación Zacarías. Sin darse cuenta en esos instantes cruzaban por su cerebro
unos versículos de su homónimo bíblico, “Verdad y misericordia. 8 14. Y los
dispersé por todos los reinos desconocidos de ellos, y quedó su país asolado,
sin haber persona alguna que transitase por él. De esta manera convirtieron en
un páramo lo que era tierra de delicias”. No sabía si tales frases eran un
trasunto de su vida presente.
No se podía explicar que cueste tanto amargor el seguir viviendo. Reconocía que las circunstancias no son propicias en ciertos vaivenes del viaje. Los picotazos llegan cuando menos se esperan en la convivencia como insectos descarriados por el espacio. Alguien urde techumbres de fétida hojarasca a la sombra de los pasos transparentes. Ocurre que se cuenta una menudencia, una insustancial anécdota y puede que se desborden los ríos del orbe, que crujan los lechos y rujan como rayos encendidos, levantando rascacielos de diatribas sin que figure en el guión.
Sin guía se contemplan con mayor nitidez y parsimonia las bellezas naturales. Es aleccionador que la bombona de butano resista las acometidas mientras los corazones insensibles disparan cohetes de mugre por los aires fagocitando la más rutilante sutileza sin mensajes que lo justifiquen. Las hecatombes vitales no acontecen por casualidad o por atracción química, antes bien parece que en el fondo son ansiadas con vehemencia por el individuo y su circunstancia. Resulta, según los cálculos de Zacarías, que son avatares que llegan como un obsequio de cumpleaños, con fundamento certero, acaso cicatero y amasado en las entrañas del día a día, yo te digo, tú me dices y tú más. Tú, el horrible estrangulador de inocentes, el que no se merece el pan y la sal sino pernoctar bajo tierra y ser pasto de viles gusanos, porque no siente empatía y no lo aprecia ni en las súplicas, toda vez que no estima su idiosincrasia ni comparte con el otro nada de lo que posee; por consiguiente lo malinterpreta y condena al fuego de la soledad erigiendo muros de incomprensión, considerándolo persona non grata debido a que no le cae en sus planes, y odia su aureola apoyándose en una ciega prepotencia.
Estos tejemanejes tienen patente de corso en el cruce de caminos, son de
creencia casi obligatoria y totalitaria en el destino, aunque la persona humana
lo perciba como un desatino. Volar al fin del mundo de tales sinsabores desde
cualquier parte del universo a tientas o acatar incongruencias de hondo calado
así porque sí no encaja en todos los comportamientos, farfullaba expectante
Zacarías.
¿Qué se le habría perdido en esos lejanos lares del alma humana o qué canto de
sirena le habrá sumergido en semejantes corrientes en esas calendas, eligiendo
un mes como abril propio de poetas, de veladas de primavera, de enredarse en los
corazones como en el muro la hiedra, y va él, con su mala cabeza y se embarca en
un viaje que puede ser una catástrofe, vaya usted a saber, sin apenas un
vislumbre chispeante sobre si habrá un gozoso retorno a la vida cotidiana o si
deberá cargar las cartucheras del último viaje sin tiempo para acometer otras
historias y contestar a la incrédula estirpe humana sobre la inquietante zozobra
¿cómo seguir viviendo?.
Qué más da que la causa sean olores o sabores. La sensatez dictamina en las
provocativas encrucijadas que no es aconsejable amar el peligro, sino esperar a
que brote la cordura y el trigo tierno de las pampas argentinas o de Castilla
por ejemplo o más allá de los Pirineos si cabe pues todo es el fin de algo o el
principio de una venturosa resurrección.
El acontecimiento no reviste rasgos de epopeya ni parece que tenga el visto
bueno de los dioses. Esta aseveración es la que cuadraría en estos maremotos
puntuales, se crea o no en el más allá, asunto que está por dilucidar en el
juzgado de guardia a cara de perro, tocando el meollo del conocimiento, el
“nosce te ipsum” –conócete a ti mismo-, colocando una vela a Dios y otra al
diablo, por si arrecian más de la cuenta los vientos de la incertidumbre.
Mira que si fuera un hallazgo no evaluado valientemente por Zacarías y el
paraíso que tenía reservado para su uso como un piso a estrenar y disfrute de
por vida lo perdiese, es decir que estando al alcance de la mano se fuera a
pique por pura distracción, o por arrepentirse en los últimos tragos de la
parranda nocturna aunque el amor no le abandone durante la travesía, y se
empeñara en evocar la canción, veinte años no es nada. La cuestión es que
burla burlando tome tierra felizmente en fin del viaje a donde le plazca, Roma,
Santiago o acaso sea todo un espejismo.
Así como quien no echa cuentas, tan ricamente y sin apenas instrucción alguna de
paracaídas por la atmósfera vital, aunque se lo explicaran con pelos y señales
rubios de terapeutas o azafatas de turno en pleno vuelo sin opción a protestar
por la frialdad del entorno o sentirse entristecido o contrariado por
inconfesables motivos.
Qué demonio de vida, no resta sino comulgar con piedras de molino en la casa en
que habitas, qué otra cosa iba a hacer si no a esas alturas de la película, del
viaje por este valle, ya que si te descuidas te vas a hacer puñetas, y a esas
horas tan inoportunas, cuando uno no recuerda ni las formas ni la fecha en que
la madre lo parió. Y no quedaba en ese punto la cosa por mucha sumisión y
obediencia que mostrase el pobre Zacarías. Luego vendría el salvavidas por si
amerizaba en un mar de hambrientos tiburones, la mascarilla de oxígeno para
atravesar aguas contaminadas, las puertas de emergencia para cuando no hay un
túnel por donde huir de la quema por muy vasta que sea la pista de aterrizaje y
se quedase atrapado como una rata en el cepo depresivo. Pero Zacarías insistía
una y mil veces, cómo seguir viviendo, qué puedo hacer.
Después de todos los altibajos, picachos y pesares arribó al parecer el viajero
a buen puerto con las botas puestas, las ilusiones intactas y la esperanza de
que su compañera de fatigas se derritiera en parabienes o colocara al menos
diminutas banderitas en el mástil de la mirada congratulándose de la feliz
llegada, y le alumbrara cual rayito de luna en la torcida senda del paseo que
dieron por el bosque –para desentumecer el alma y los músculos- a fin de estirar
las piernas después de permanecer durante varias millas enlatado en el catamarán
por las frías aguas de la existencia sorteando témpanos de hielo como corazones
congelados, aunque no se sabe si más incisivos que los de la acompañante por el
resbaladizo sendero de la convivencia, porque no cesaba de llover irritante agua
durante la travesía tanto interna como externamente.
Maldita sea tanta lluvia, cavilaba Zacarías; parecía un alevoso complot que
urdiese asfixiar los sentires que embelesan, como si ya de antemano no
estuviéramos anegados por las incongruencias, las aviesas curvas del camino o
incluso perdidos por las espantadas de otros compañeros de viaje que enarbolan
engreídos sus trofeos y se niegan a arrimar el hombro en momentos de abusivas
ventiscas.
Los glaciares circundantes fríos como ellos solos, como si Zacarías no se
percatara al amanecer de su esencia, la estructura, los engranajes enigmáticos
de la supervivencia o los títeres en el circo de la vida luchando contra las
fieras cuerpo a cuerpo como los gladiadores romanos.
Se podría suprimir el itinerario de Ítaca, echar marcha atrás y no cruzar
terrenos movedizos pasando de largo o tirar por la tangente o por lo pateado
como las costas del Mare Nostrum, que ya recorrieran a sus anchas otros pueblos
de la antigüedad partiéndose el pecho sin terapias, móviles, hojas de ruta ni
radares que irradiaran luz en las tinieblas de las relaciones humanas, y con tan
precario bagaje salieron a flote logrando seguir viviendo de todas maneras y por
encima de todas las mareas. Lo negociarían si acaso con los elementos o los
dioses de la madre naturaleza.
Se puede afirmar con toda rotundidad que para Cristóbal Colón la travesía por el
mar de la vida fue un camino de rosas en relación con los nautas de la
antigüedad, fue casi de rositas pues llevaba incluso los encantos deseados y
virtuosas doncellas que se prestaban a un trabajo artístico íntegro como la vida
misma, amén del almacén del barco repleto de víveres o ratas si se quiere para
los momentos duros y de suspiros regios al detalle, al menos en los comienzos.
Luego vendría la penuria de los posteriores viajes y colones, con los
levantiscos temporales y los tsunamis, puñaladas al fin y al cabo, o la
piratería con los ensimismados gilipollas que portaban de América oros, joyas y
lo buscaban con el viento a su favor, sin apenas mover un dedo, o sea por la
cara.
Ahora Zacarías, en estas horas pegajosas del cuarenta de mayo, también se la
juega, va desnudo, con el cuerpo taladrado por las penurias de un ingrato
invierno que le hiere el alma, en mitad del carnaval, cuando el amor comprensivo
y generoso discurre por rincones y callejones llamando suave a la puerta, y pese
a ello apunta que él es el ser más desolado del cosmos.
En noches de luna clara Zacarías, remedando al profeta, se cuestiona en la intimidad cómo podrá seguir tirando del carro de la vida.
José Guerrero Ruiz
UN
ANCIANO
En noches de luna llena Paco lucía sus
mejores galas y pegaba cabriolas como nadie. Se iluminaba su rostro como una
bombilla en la negra oscuridad y se sentía un orfeo amansando fieras en el
bosque cotidiano, las que encontraba a su paso por los dispersos vericuetos por
donde se deslizaba con la guitarra a cuestas, playas, supermercados o en el bar
de la esquina jugándose unas copas a las porras con algunos conocidos.
Fue siempre una persona cabal pero de culillo de mal asiento, por lo que se
movía más que un pez en alta mar, por eso el hecho de ausentarse de su domicilio
a menudo por cuestiones de trabajo no le resultaba nada oneroso, sino que le
abría el apetito, los sentidos y le despertaba una inusitada fruición por
conocer y saborear los caldos, el pan tierno de los acontecimientos, innovando
conductas u horadando brechas en los frentes más cerriles, aunque lo llevase a
cabo a requerimiento de la clientela en el ejercicio de abogado del diablo o de
oficio.
Ello le permitía alejarse de los meandros rutinarios, de las esferas pegajosas
de costumbre, y hacer la mar de kilómetros de incógnito viajando a toda
pastilla, pernoctando durante ese tiempo en el apartamento que poseía en el
litoral mediterráneo donde morían los embates de las olas. En esas jornadas no
se daba tregua y aprovechaba al máximo el tiempo para limar asperezas interiores
lavando el paño de las heridas y satisfaciendo las necesidades y caprichos.
Mientras devoraba leguas por la carretera no se saltaba los semáforos del
cerebro, no ingería ni gota de alcohol por muchos compromisos que se le
ofreciesen, y de paso intentaba alegrarse la existencia y llenar los pulmones de
brisas nuevas, contactando con los puntos que más le alucinaban, llevando una
vida sencilla, de auténtico anacoreta por los diversos escenarios que
frecuentaba.
Sus argumentos se basaban únicamente en dos o tres principios, los mínimos
exigibles para su intelecto cumpliéndolos al pie de la letra, un amigo en quien
confiar, y sus hobbys favoritos, la práctica del tenis, y el canto de la
guitarra.
En consonancia con sus preferencias coleccionaba raquetas de ensueño, como si se
tratase de un niño mimado por la familia con un arsenal de juguetes,
provenientes lo mismo de países europeos que de allende los mares, las
distancias nunca le amedrentaron, y para ello seguía la pista a los cabezas de
lista, consiguiendo aquellas que más le fascinaban aunque calibrando en cada
momento los distintos aspectos, bien la empuñadura o el tipo de red conforme al
prestigio en el ranking internacional o a la calidad que encerraba.
Una vez saciada la vena deportiva, a renglón seguido se entregaba en cuerpo y
alma a las veladas órficas, a los impulsos de la guitarra como un virtuoso,
según apuntaban los más encendidos contrincantes, incluso los más allegados pese
a la inquina montada en su contra, con esas hechuras cuando caía alguna en sus
manos vibraba el ambiente de tal suerte que bailaba como un trompo hasta el gato
que se tragó las raspas del pescadílla, cayendo durante la delectación en un
profundo éxtasis al pulsar las cuerdas mediante el plectro con su ágil pericia.
A veces se confundían el crujido de los huesos de Paco con la notas agudas del
instrumento, lo cual le irisaba el ánimo como los rayos solares en los cristales
de la ventana, y en tales casos no lo decía lo musitaba entre dientes pesaroso,
¡ojalá tenga suerte y me vaya antes de caer en el pozo, en un estado calamitoso
de extrema dependencia y me tachen de anciano insonrible!
Cuando cruzaba el portal de la casa con el equipaje la familia repicaba las
campanas respirando dichosa, como si le quitaran una pesada piedra de su camino
y se percibía en la oquedad de la casa un horizonte de alegría, inhalando aromas
celestiales. Era obvio que los vientos familiares soplaban en otra dirección y
apenas respetaban sus formas y aires vitales.
No era extraño oír por la escalera de la vivienda comentarios como:
-Es un desaborido – decía alguien sotto voce.
-Sería un castigo inmerecido, no quiero pensar que un día llegue a viejo y tenga
que cargar con una persona anciana en mi hogar, lo que me faltaba, espero que
Dios sea justo y se lo lleve a su santo reino antes, menuda cruz, y no te digo
si quedara inválido en silla de ruedas, incapacitado para moverse, uuuf ¡qué
horror!, Piliii, rápido, agua corre dame un trago de algo que me muero, por
todos los santos del cielo, Virgen santísima del Perpetuo Socorro.- murmuraban
los labios de Ángela.
La familia se frotaba las manos siempre que oteaba desde su atalaya la fuga, que
vigilaban expectantes para dispararle de lleno por la espalda con las armas que
guardaban en secreto detrás de la puerta junto al artilugio casero que
utilizaban para acabar con moscas e insectos. Esperaban ansiosos como el perro a
su amo sus salidas, y según transcurrían los años las reclamaban a voces con
mayor urgencia.
Los viajes le daban aliento, formaban parte del sustento, era su modus vivendi,
siendo ya algo muy normal en el entorno familiar, casi una necesidad, así que
cuando traspasaba la puerta de la calle se afanaban todos en sus quehaceres
propios con más ahínco si cabe y sin acordarse de él en absoluto, pese a no
advertir el más mínimo eco de sus gruesas pisadas, el roce de las raquetas por
entre las cortinas ni los suspiros de la guitarra que chocaban con los suyos,
disminuyendo los decibelios a la hora del almuerzo o el zumbido de la cisterna
al cruzar por el pasillo, desembocando en un descarado relajamiento de las
normas de convivencia, yendo cada cual a su conveniencia, soltándose el pelo o
acometiendo cuanto le venía en gana.
Los días se alargaban o acortaban como de costumbre según las estaciones, la
vida sigue, y es raro que se repitan en su totalidad, ya que surgen
inesperadamente unas briznas en el horizonte que tumban lo anterior, aunque la
mutación se disfrace y llegue en ciertos aspectos con caracteres casi
imperceptibles.
La hora de la entrada triunfal de Paco en la mansión no sonaba en el reloj.
Aquellas semanas se hacían soporíferas, eternas, en esos instantes todos con la
oreja puesta en sus pisadas, a la espera del regreso.
Sin embargo la familia por otro lado dormitaba en el fondo tranquila en la sala
de estar y elucubraba con distintas resoluciones hipotéticas, que acaso se le
habría acumulado el trabajo, lo que serían unos chispazos de buena salud, sobre
todo económica, lo que era un signo de regocijo y orgullo para todos, o que se
hubiese presentado algún contratiempo en el viaje, pero sin que generase apenas
ningún nerviosismo en el ambiente.
Se sucedían las noches y los días y seguían sin noticias, no sabían nada de su
paradero, le telefonearon pero no daba señales de vida.
Al cabo de más de veinte días de lo acostumbrado la familia comenzó a moverse.
Lo encontró la policía dentro del vehículo con el cuerpo embotado, la boca
abierta y el corazón partío. El forense determinó el veredicto, un infarto había
acabado con él a orillas de las tranquilas aguas mediterráneas donde tenía el
refugio, y ésa fue su mayor frustración porque le hubiera encantado haber
pernotado allí por los siglos de los siglos.
En este caso se cumplió a rajatabla el proverbio popular, el muerto al hoyo y el
vivo al bollo. La maltrecha viuda se quedó en la gloria de los justos, pero
deseaba que no le saliese gratis el viaje al barquero de Caronte, y nada le
impidió arrojarse a las llamas del infierno para rescatar de sus garras al pobre
orfeo con su rico seguro de vida, lo que sin duda creía que le pertenecía, una
suculenta suma de las finanzas del fallecido.
Se presentó a todos los programas basura de televisión como el que no hace la
cosa y como un buitre carroñero fue picoteando por los distintos canales
abriendo en canal el cuerpo y los secretos del difunto, haciendo valer los
llantos y la pena que la embargaba, que vivía sumida en una tremenda depresión,
que no probaba bocado desde que lo perdió ni dormía de noche ni de día y todo
por amor del amor que sentía por él, y así a salto de mata sacar la entrañas al
extinto si hiciera falta llevándose la mejor tajada.
José Guerrero Ruiz
ENTRE LÍNEAS
Fructuoso se saltó la línea de la cordura y cayó en un estado afectivo
lamentable, de intensa alteración, perdiendo el control de las emociones. Al
cabo de un tiempo la fisonomía le fue cambiando, era otro. Se fue dejando la
barba, la alimentación acostumbrada, incluso el trabajo, y se abandonó a su
suerte.
No se arreglaba, y llegó a perder la línea tan esmerada que había conservado siempre, tanto en el comer y como en el comportamiento con familiares y amigos. Comenzó a engordar, adquiriendo una obesidad mórbida. Se planteó el acudir a un cirujano para que lo interviniese, arrancando lo que hiciera falta. Estaba dispuesto a todo, no le agradaba la nueva imagen que tenía. Aunque pasó un período en que no le importaba, que le daba los mismo ocho que ochenta. Ahora, sin embargo, se encontraba atrapado en el quiero pero no puedo y se veía impedido para muchas labores, debido a la carga que transportaba a cada paso que daba sobre las maltrechas piernas. Quería quitarse unos sesenta kilos de golpe, lo tenía más que asumido, en algunas cuestiones era inflexible.
Un día se le apeteció
darse un baño y se zambulló de cabeza en las saladas aguas del mediterráneo, al
borde de las rocas.
Nada más contactar con el agua notó un incipiente hormigueo en la planta del pie, no era martes ni trece ni creía en esas zarandajas, pero hete aquí que de repente sintió como el roce de una roca, o algo que no podía precisar con exactitud que lo turbó en exceso en los inicios, entre el balanceo rítmico de las olas, aunque no le otorgó mucha trascendencia, calibrando que no era para tanto, hasta que se fue cerciorando con más certeza conforme se acercaba nadando a las rocas.
El percance fue en aumento, creciendo en intensidad, provocándole unas vibraciones galopantes y extrañas cada vez con mayor contundencia, y al verificar que no se detenían ahí, -pese a los diferentes ejercicios que puso en práctica aprendidos de cuando practicaba natación en sus años de mili con el duro monitor que le tocó en suerte-, sino que subían piernas arriba, extendiéndose como una corrosiva sombra por un vasto bosque como el que no hace la cosa, y seguía extendiéndose por los vericuetos de los principales miembros y extremidades del cuerpo. Eran unos calambres fuera de lo común, que no acertaba a explicarse, ni recordaba que le hubiese acontecido jamás desde que tenía uso de razón.
Son contratiempos que se atraviesan en el camino, pensó, y no se le encuentra fundamentos y suelen pasar desapercibidos en un primer término, pero que ya advertían de que la muerte le pisaba los talones, pues se quedaba varado en pleno oleaje de una mar embravecida, no lejos de las rocas, aunque expuesto a los mayores peligros, corrientes inesperadas, ataques por sorpresa de cualquier inquilino advenedizo, y sin bote salvavidas ni siquiera unos brotes de esperanza. No podía avanzar ni un milímetro, y a malas penas flotaba en aquella encerrona que se le había venido encima, moviendo como loco piernas y brazos, ya que se asfixiaba de forma galopante, permaneciendo inmovilizado en medio del juego marítimo, como si estuviese en una enorme balsa aislado en el desierto, mirando con rabia e impotencia hacia las rocas, como desvalido bebé a la madre, también inmóviles, que las ubicaba cada vez más en la lejanía, intentando con uñas y dientes caer lo antes posible en los brazos rocosos.
Pero cuál no sería su
estupor cuando atisbó a su espalda, no muy distante de donde se encontraba, una
descomunal sombra de algún cuerpo u objeto que, al sumergirse tal vez asustado,
provocó un espectacular y malintencionado alboroto, en que las aguas pugnaban
entre sí con todo el coraje del mundo, tirando cada una por su lado haciéndose
añicos o moñeándose, como si quisieran llevarse el agua a su molino, en un
bárbaro combate entre tribus rivales, con visos de un histérico tornado que no
se avenía a razones, en un haz de colores confusos, entre verde-oscuro y
reluciente añil, impulsado desde las hondas simas subacuáticas. Un desconocido
producto expulsado por algún monstruo marino, que en esos momentos hubiese
cruzado atemorizado por aquellos parajes, y hubiera defecado de súbito por
necesidad, como protección por haber percibido ondas extrañas en las escamas y
se sintiera preso de un ataque de pánico, o pretendiera tomarse la justicia por
su mano, pensando siempre que el que da primero da dos veces, en caso de que
algún osado salteador de caminos lo abordase.
Al ver las oscuras e intratables aguas, leía entre líneas casi sin darse cuenta varios guiones, que algo gordo podría estar maquinándose por aquellos contornos, si bien no quería creérselo, aunque le generaba no poco desasosiego. No concebía en su atolondrada cabeza las diferentes medidas ni fisonomía del bicharraco que a lo mejor merodeaba por allí, y se cuestionaba con inquietud si sería un tiburón, o un gigante cachalote que se hubiese descolgado de los suyos por algún tirón muscular en alta mar, y bogara a la deriva.
Una gélida angustia se apoderó de él, y temía que lo quitaran del medio de un zarpazo, borrándolo del mapa en menos de lo que canta un gallo. Y ni corto ni perezoso exclamó con la moral por los suelos ¡santo cielos, qué susto más grande!, añadiendo a renglón seguido, ¡tierra trágame!
Por otra parte, tampoco le apetecía leer entre líneas los renglones verídicos de la historia de Moby Dick, cuando el viento aumentó hasta convertirse en un aullido. Los negros nubarrones chocaban como toros bravíos entre sí, y la tormenta de repente rugió, se partió en pedazos, y crepitó en torno a los que estaban presentes, como un fuego incendiario que arrasara los campos y vaciara balsas y lagos, arrastrándolo todo alocadamente al mal, a la perversión. Y todo se hizo de noche.
Se le obstruyeron los sentidos, perdiendo la dirección de la línea que se había trazado, cosa que nunca le había pasado por la imaginación, y todo por tirarse de cabeza en aquellas malignas aguas, que peinaban tan ariscas rocas, que se revolcaban prepotentes y envidiosas ante su presencia, como si las piedras pronunciaran frases al viento no muy cálidas aquella mañana gris. Era un recodo desconocido para él, algo retirado del punto de otras veces, a donde solía acudir a bañarse los fines de semana, o en los puentes que construía en la empresa siempre que podía, a fin de huir de la rutina y de la guerra diaria.
Entonces ocurrió que la mar se oscureció de golpe, tan pronto como se zambulló en las frías aguas, y sin percatarse de los guiños envenenados que le lanzaban las gaviotas golpeando la superficie, como a traición, se fraguó un alevoso tifón que lo envolvió, hocicándolo en las sombrías profundidades, inyectándole la misma muerte en las venas, una claustrofobia que le impedía revolverse, respirar, durándole una eternidad. En tal estado le era imposible leer entra líneas rectas ni curvas y menos verticales. Perdió la verticalidad vital, y se le desvanecieron los cimientos de los pilares edificados. La obesidad mórbida acabó con Fructuoso, diluyéndose como minúsculas gotitas de agua en el inmenso mar.
José Guerrero Ruiz