Una alegría compartida es una doble alegría; un disgusto compartido es medio disgusto. (Jacques Deval)
Todos los miércoles, a partir de las ocho y media quedamos para leer escritos propios o de otros, esos textos que nos apetece mostrar, esos libros que nos han tocado el alma y que queremos compartir.
La lectura no
es erudición, la lectura es otra forma de animar la conversación, porque la
conversación es la base de la cultura, y la cultura es la base de la
convivencia.
(LOS TITULOS DE LOS TEMAS SOBRE LOS QUE ESCRIBIR PARA LA SIGUIENTE TERTULIA SE ELIGEN AL AZAR PREGUNTANDO A CUALQUIER ASISTENTE, GENERALMENTE UN RECIÉN LLEGADO, QUÉ TITULO O TEMA PROPONE: SUS PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS SE CONSIDERAN EL TEMA EN SI MISMO, DE AHÍ LO CURIOSO DE ALGUNOS DE ELLOS)
A LA COLA
¡Hala! Vamos; venga rápido, que nos desplazamos a la costa. Fíjate la hora que es. Tardísimo. La arena, la espuma, el rizo de las olas, el murmullo del mar bailan en el cerebro. Visten de frescura el entorno matutino. Las caracolas, a lo lejos, decoran el litoral. El sol, potente y exultante, despliega sus rayos en el horizonte. En estos momentos el pensamiento se amansa y se solaza en un remanso de felicidad. Nos acomodamos en el coche a toda prisa y emprendemos la marcha rumbo a la playa. Aún quedan bastantes kilómetros para llegar a la costa de Granada. Sería un dislate en este punto el hablar de caravanas, conos o colas en el trayecto.
Oye, caradura, a la cola. Estamos todos hasta el gorro esperando y llegas con todo morro del mundo y te la zampas. Chalado. Hocícate aquí como tiburón disfrazado. Anda ya. Fuera. Largo. Macarra. Narciso emblemático. Ombligo del orbe. No te lo perdono. A la cola, coño.
El otro día te colaste. Con la cola que había para la corrida de toros a las cinco de la tarde, que había despertado un inusitado interés en la comarca. Parecía como si fuese a actuar el mítico Pepe Hillo. Esperemos que enhebre la tarde una corrida de escándalo. Hoy me encantaría ver en su salsa a otro Pepe Hillo, y rememorar su perfume torero, como en el romance.
En esta vida hay que perdonar. Tener paciencia. Condescender en situaciones a veces comprometidas, donde al menor descuido se puede desestabilizar el intelecto, algo similar a descabezar un pollo, o lavarle el cerebro a una criatura con teorías filogenéticas, o vaya usted a saber.
Pero hoy no me toques las narices. No te lo consiento. Vete a la cola. En aquella ocasión se me averió el dos caballos, y me costó un ojo de la cara al proseguir el viaje con el coche de un amigo, pero con tan mala fortuna que fui a abrazar el tronco de un corpulento árbol a la orilla de la carretera. Menos mal que tenía buena sombra, y se cumplió el proverbio, salí ileso. Más acertado hubiera sido guardar cola. Me la pegué en el momento que caía una tromba de agua y el coche, pobrecito, por generoso, se le ocurrió acelerar huyendo de la negritud de la nube y situarse en cabeza. Perecía el objeto de su devoción, llegar y besar el santo.
Que no, ni lo pienses. Hoy no te adelantas, gilipollas. Hoy me la ligo yo. Ya está bien de contar batallitas de trenzas por las terrazas, en el rebalaje, a la luz de la luna, o entre velas enanas. Sintiéndolo mucho el que se va a la cola eres tú.
¿Te acuerdas de la cola de la italiana que confundías sus rasgos con los de Heidi?
José Guerrero
YO NO SÉ LO QUE...
Yo no sé lo que haría si después de jugar un partido de fútbol en la explanada de un río que fuera de sangre viril y me bañara en sus mansas aguas embalsadas en una presa, apareciera Marilyn Monroe en pleno vuelo de su falda según voy ascendiendo desde la ribera del río por la falda de la pendiente hasta la cumbre de una suave meseta.
Figúrate que conforme me acerco a la cima estuviera ella, pero no una cualquiera si no mi Marilyn soñada, luciéndose con la fuerza del viento allá arriba en la era, así como suena, donde de veras sopla el aire, a los cuatro vientos.
Y si alguien duda que se lo pregunte a los nativos que tantas tardes y albas bailaron con las cuchillas de acero del trillo tirado por la yunta trotando en la noria de la parva, triturando mieses, arrancando el grano de la paja.
No sé si el masturbarse sería pertinente ante tal acontecimiento escénico. Tal vez sería una blasfemia en semejante espacio, debido a que alguien por devoción izó allí una Cruz, acaso una prolongación de la propia, o la que cada uno lleva escrita en la frente, tomando de ahí el nombre. Un área empedrada, resistente, petrificada, acorde con la dureza de los cascos. El eslogan equivaldría hoy a la cita evangélica, Tú eres Pedro, o sea piedra y las fuerzas del mal no podrán contra ella. Por ende, los desfiles procesionales, quizá con tintes reminiscentes, transitan por tales parajes, tatuados de intrahistoria y ancestral encanto. Un mirador privilegiado para volar a mundos inimaginables.
Abajo el valle, por donde discurre –menguado ahora por canalizaciones- sonriente y quedo el murmullo del río al encuentro del hermano mayor, el río más grande, de aguas turbias en invierno y antes tumba de vidas humanas, el Guadalfeo.
Lo que no se llevó el agua del tiempo son aquellas esculpidas noches de cine negro sobre blanco y blanco sobre negro, con graciosos rizos de oro sobre los rojos labios de una Marilyn que levantaba el vuelo del pensamiento y enterraba los horrores de la tarde joven, nutría el vacuo vientre y emperejilaba los pingajos del alma. Su pasamontañas protegía las balbucientes y frágiles mañanas.
No sé. Sigo sin saber si algún día pasará con la falda hecha jirones, mugrienta, desbocada, ese mito en carne y hueso, mi Marilyn, mi muñeca, mi vuelo sin faldas y a lo loco.
José Guerrero Ruiz
SEMIVIVOS O SEMIMUERTOS.
Emergiendo semivivo del huevo oscuro de la desesperanza se lanzó por un
tobogán en pelotas a la búsqueda de un futuro halagüeño. Los días que amanecían
nublados se sentía semivivo y se iba a la playa de poniente donde se bañaban las
personas de su confianza. Aquellas que medio conocía por los achuchones en las
colas del ayuntamiento, al cruzarse los domingos en la plaza y los lunes en el
mercado. Principalmente la que siempre compraba en su misma tienda pan rústico y
las mismas especias compuestas, embadurnados sus cuerpos de raros perfumes. Pero
por más que lo intentaba no conseguía casi nunca obviar al vecino del cuarto,
que le había tomado ojeriza y le daba con la puerta en las narices cada vez que
coincidían en el portal.
Ni semivivo ni semimuerto tenían sus inquietudes remedio. En las tardes en que iba de semimuerto se gratulaba de los ocasos; bromeaba con los lienzos de puesta de sol; recogía cartones oscuros de cajitas de cerillas con rayitas de cebra. El seguro Ocaso contratado por su familia le mantenía la pose semimuerta sin hallar la razón de tales inercias. Era complicado descifrar la sintonía que sentía, tanto si se analizaba por lo que se entiende por muerto, nada de semi, o sea, una persona que no reza en este mundo, que no va a la cárcel ni puede robar ni hacer cosas feas con beldades en noches de invierno, como si se miraba desde otro ángulo, por lo que anhelaba en lo más hondo de sus entrañas, la vida; estar en forma, vivo, o ser un vivo, que pueda votar al bandido, vetar al mensajero cuando le entregue una mala noticia del frente, no importa el que fuere, fiscal, por puntos en la autopista, o por falsedad documental de un contrato erótico en los medios, aunque el aviso para evacuar el pésame a la familia del cuarto sería un inconmensurable cuponazo. Ni vivo ni muerto. Y menos ir por una ruta de semis. Ni saunas, ni a medio gas, ni mitades malparidas. Todo, y basta. Es que apuesto por la totalidad del ser, sugería. Sí por favor, rubricaba entre lúgubres sollozos.
Echaba un trago de quitapenas, semi-dulce, en la bodega de la esquina cuando se desquiciaba su equipo, y dos por la derrota del rival de toda la vida. Y se pegaba al semi-seco en días de baja autoestima. Le enloquecía la carne de membrillo, su contextura tentadora, lúbrica. La artrosis que padecía se achantaba durante el veranillo del membrillo. Tales olores masajeaban su parte dañada. Con ese ungüento se sentía rey de la creación. Un dios. El paso seguro, rotundo, pleno. Todo un hombre. Y no mentía, en realidad lo translucían sus gesticulaciones.
Cuando pequeño su padre le inculcaba aquello de andar con cien ojos; no podía ir por la vida como escarabajo moribundo, hecho un somormujo, con una podrida venda en las señas de identidad, y menos aún si los estadios existenciales se resquebrajan, y no hacen un corte de manga de macho o acaso de hembra, o ambos a la vez, y por ende no cuadra ejecutar ese rol de semi-vivo con todo entusiasmo, estando inmerso en un mar muerto, que sería el cariz presentado por un semi-muerto. Además, a nadie le gusta ver a un triste.
En ese trabalenguas hervía la mañana cuando el amigo rodó por un acantilado, no lejos de Maro, en la impecable moto que con los últimos ahorrillos se había mercado. Fue un golpe seco, esquinado, en la misma columna. Cuando llegó la ambulancia el amigo, que era un padre para él, repetía desesperado, sin darse un respiro, rápido, vamos, que está semivivo aún, manteniendo las constantes, y que se vislumbra fundadas posibilidades de escapar vivo. Hizo cuanto pudo para alejar del pensamiento el fantasma que le atenazaba de verlo en las páginas necrológicas de los lunes, en el fatídico menú de la DGT. La fría y pertinaz estadística. Por todo ello, y por lo que no decía, dejó volar la ansiedad con el pañuelo rojo que ese día secaba sus lágrimas, y frenético lo columpiaba en la torre de sus sueños, devorando segundos a la áspera espera hasta el traslado del semimuerto al centro hospitalario de los vivos.
José Guerrero Ruiz.
YO ES QUE TRABAJO Y…
Figúrate si la cosa se cumple al pie de la letra. Menudo problema. Imagínate que después de haber escrito durante más de dos horas el texto de ficción fenece. Se contagia de un gafe y es utópico retenerlo. Lo que intentas plasmar en la pantalla emite pedorretas, hace un corte de manga y adios muy buenas. Yo no lo voy a consentir. Me coloco el salvavidas, que ya he ensayado paso a paso. No al chantaje. Y para que el incrédulo crea, no sé cómo venderlo, si al cuarenta por ciento de su precio originario, o además obsequiarle con un crucero a tierras vírgenes. Sí. La mejor defensa a veces falla. Sucedió sin hacer ruido. Me eligió de cobaya cebándose en mí. Ante notario certifico que no es verosímil sino verídico el suceso, que no me duelen prendas el confesarlo. Si lo miras en superficie igual no significa nada, pura bagatela. Mas si introduces la llave, el código del legajo percibirás la vendetta que te ha gastado, cuando al abrirlo se respira la negra noche, no aparecen páginas, guarismos, gestos, y el colmo de la venganza, bueno, la patada en el culo al trabajo elaborado, o acaso el desafecto de la máquina cuando lo vuelve del revés al situarlo en cualquier postura, y no acata kamasutras con la luna en el ombligo y el aire expectante en tarros de miel, ni boca arriba, boca abajo, supino, de costado, o haciendo el pino; lo grabado a sangre y fuego, pulsando tonos tecla a tecla, al son del corazón creativo, en pleno apogeo, en la parcela del piano, esa partitura literal, se destiñe, se agría tornándose ágrafa. Vaya gracia. Y si no quedase transparente la oscuridad obtusa de las palabras, verbigracia, que la cosa no guiñase, hasta tal punto que la casa de las palabras apareciera sin ocupas, deshauciada de párrafos, letras de cambio, ni un banco para sentarse a contar esa historia que ocurrió… p-s-s.
Todo voló. Sin blanca. Todo en blanco. Salió el texto pero no destetado. Sin texto. Eso. Un auténtico reality show por todo lo alto. Ejecutado de un vacío plumazo. Como si estuvieses escalando pétreos peldaños del Himalaya rumbo a la guillotina; aprieta sus dientes el dragón de la papelera, trinca los secretos del cuento de macabro escobazo, y se lo zampa.
La cosa no podía ser de otra manera, pensará alguien; si un currante empedernido, un soso Sísifo, que ejecuta su rutina diaria como todo el mundo, no nos engañemos, pero más si cabe en este apresado viraje con especial esmero. Dormir en traje de faena. Bombero las 24 horas. Preparado para la guerrilla de trincheras, acarreando enormes peñascos estresados porque el malandrín acecha y no dormita; por ello, para él es preciso velar, berrear o balar por la oveja perdida. Nunca mejor trazado. Se supone que no existe error, todo está bastante claro; pues resulta que “Yo es que trabajo, sabe usted, y no sé cuando libro”…le dices al bombón que el otro día te invitó a la presentación del libro en prosa que versa sobre el más allá, cosas en teoría de candente actualidad, esoterismo tertuliano, en la frívola nevera televisiva, con esperpénticos saltos de mata en mata, de famoseo en famoseo, de foro en foro, y se forran de lo lindo, entre lenguas de fuego quemados en la parrilla como San Lorenzo; vorágines de raudos alonsos del asfalto protegidos con el caparazón del alejamiento físico o la opacidad anónima, en que lo verdaderamente sustancioso es pasta, la pasta como metal acuñado en una amalgama de aleaciones intrínsecamente interesadas mediante consejas inconfesables, premios éticos de peso avasallador, y por supuesto menos de la divina Sofía, hecha y nutrida frugalmente de pura pasta, pata negra, desde sus prístinos balbuceos.
José Guerrero
ES LA PRIMERA VEZ PARA MI
En otoño se me caen los sueños a chorros, parecen pompas de jabón, hojas locas revoloteando; se amontonan en sitios sinuosos, inverosímiles, nunca en plaza firme de pueblo o ciudad cual inexpugnable fortaleza. Eso ni lo sueñes. No se plantan a pecho descubierto en la plaza pública, lugar de encuentros y cruces de saludos mañaneros, como dios manda. Una plaza donde desfilen vestidos de gala, con sus gloriosas insignias capturadas en el frente, los sueños, atravesados por balas, rojos, blancos, azules, negros con tanques repletos de fantástica metralla ahuyentadora de insomnios y mezquindades. Se trata de pérfidos derrumbes del edificio de los proyectos, y no es nada desdeñable, ya que “es la primera vez para mí”.
La ecografía plasmada duele. Con el duelo me purifico en tal púlpito. Pero está claro, lloro por inercia vital. A lo mejor por una recóndita venganza. Me coloco de plañidera a la cabeza del cortejo. Sospecho que encierra en lo subliminal un cariz alegre, de día festivo, deportivo. Tanto la práctica del tenis como el llanto podrían ser concebidos como actividades reales, ejercicio físico, aplicando la sentencia, mente sana en cuerpo sano. A veces me río de mi llanto, con la percepción de cómo cada sollozo es la mar de sano, un colosal respiro. Pero no cabe duda de la búsqueda, el intento llorar con acendrado sentimiento. Nada de teatro.
Asimismo exhalo sollozos, cuando una lágrima no tiene donde caerse muerta, una mirada musita en la oscura reja de una callejuela, la ternura acorralada de una sonrisa, o el sensual lunar ruborizado en la entrepierna. Pero la gente siente, lagrimea sin rodeos a la luz del día, a pleno pulmón, con conocimiento de causa, sabe donde le aprieta el zapato. Así acontece por ejemplo, cuando va a pique la nave de su vida, cuando el golpe del asesino siega al ser querido, o amarillos silencios llenan el vacío de la jaula. No me salpica tal suerte.
Mi caso no tiene cura. Discurre por oratorios iconoclastas, rancios cenáculos, desquiciados cauces. Si otros ríen, brincan emocionados en el umbral de una nueva primavera, mi órbita, en cambio, desvaría; deshecha la nieve en las cumbres de lo cotidiano me pongo los útiles de esquí; pero es que “es la primera vez para mí”, y me enredo, confundo pensamiento con sentimientos, tergiverso el sentir de seres, palabras y signos; semeja una olla de calabazas hirviendo en la volátil cabeza, y expelo lágrimas heridas a manta y se nubla el semblante de mi cielo. Luego desciendo arrastrado por la corriente a los mismos infiernos y apenas vislumbro vestigios de Eurídice.
Un cúmulo espeso se posa en las sienes. Comienza la lluvia con gotas incoloras o negras, gordas, suculentas como sucios gusanos, que se filtran y acrecientan en la escurridiza niebla del entorno. No es posible cortar por lo sano. Suavizar la llaga. Continúa floreciendo el grifo lacrimal.
Urge clamar a Júpiter ¡basta! Hasta aquí el límite. No desvirtúe, usted señor, la realidad. Antes de que las tormentas interiores hurguen con sus yemas los frágiles cables, alimenten ríos insufribles, o monte en cólera la marea de la sinrazón.
Esa estampida de crecidas que transportan haces de lágrimas, hojas de afeitar de innobles rostros y amarillentos sueños de otoño desgajados en tibios bamboleos al compás de la ventisca, quieren como el pájaro carpintero entrar en la grieta del árbol en puertas de la floración temprana.
El deslizamiento de troncos y ramas empujados por el torrente del desarraigo existencial, en ocasiones, troncha el tronco de un colega que, desafiando a la madre natura, recoge rotas las esperanzas de un otoño que, en su inicio, brillaban con luz propia.
No es posible calibrar con talento que el casado en otoño coleccione hojas fútiles, provenientes de una juventud antaño soñada, el paraíso, si acicaló el edén de su propia primavera.
De ser así, qué más pretendes, “si es la primera vez para mí”. Anteriormente nunca estuviste atado al duro banco. Vivías a tus anchas en el deleitoso campo. El agua discurría discretamente y podías saciar tu necesidad. A tu antojo. Te peleabas con tu sombra, que a fin de cuentas era la tuya. Luego todo se mudó. Pasó a ser de otra tu sombra. Y conviene recordar que “es la primera vez para mí”, y no te acostumbras.
Alguien dijo que el celibato es una fábrica de chocolatinas celestiales, de vida placentera, palpando bocados de beatitud, atesorando santos avales para los altares, y posteriormente adquirir en propiedad una preciosa parcela con hermosas vistas al mar “eterno”. Ríos de bendiciones, y sentados en la misma mesa del supremo Papa, el máximo Todopoderoso, en cuyas manos está el botón atómico de la felicidad completa.
Por esos prados pasea el adagio, el buey solo bien se lame.
José Guerrero Ruiz
AH, ESPERA, AHORA TE LO DIGO
Desde un tiempo a esta parte no sé lo que ocurre. Es raro el día en que al levantarme no descubro taciturnos cardenales en dispersas zonas del cuerpo, algo parecido a un rasguño o borrón, y para más inri no logro cazarlo en el momento de su gestación, es decir, trincarlo in fraganti. La penumbra de la estancia impide calibrar perfiles, textura, su propia identidad.
Ah, espera, ahora te lo digo. Desentrañar si el fenómeno presenta hechuras de espina, aguijón de insecto juguetón agazapado en los intersticios de la colchoneta como una broma, o vaya usted a saber.
Es evidente que no ocupan espacio en la hoja de servicios, pero a la piel de mi biografía le rechinan los dientes, y parece resquebrajarse como si se abrieran socavones de acné, espinillas, o similares. Páginas sin duda ingratas del crecimiento físico y propias de épocas convulsas de la vida en que, si no recuerdo mal, pasaron el umbral de la adolescencia de puntillas, sin apenas apearse del pescante. Pese a todo, tengo mis reservas sobre las espinas en particular.
Valga como muestra el higo chumbo, que me chifla, pero según los teólogos del bien y del mal, cunde la sospecha de que el diablo que no duerme hizo una de las suyas transplantando con nocturnidad y alevosía sus erizados cabellos a su armazón, y se tornó en sanguinaria maldición tan sólo nombrarlo; la yema de los dedos al rozarlo explosiona a borbotones, rauda como una flecha. Yo, a las espinas les tengo respeto, tanto como si de un poblado e hirsuto mostacho de gendarme de guardia se tratase.
En la vida de las personas, se cierran y abren nuevas puertas, insondables horizontes, unos son tránsfugas de piratas, ásperos, sembrados de púas empinadas, y otros deambulan por círculos envidiables, pasarelas de ensueño, sonrientes, cubiertos de encendidas rosas (aunque las armas las camuflen en su seno en defensa propia). Los primeros, pertrechados con serio acopio de metralla asesina, matarifes espigados y la impronta de un ataque de serpiente en cualquier instante. Los segundos, de cielo despejado, ojos radiantes, depiladas las cejas, perfumados, encandilan, seducen al transeúnte con obsequios de la tierra, frutas maduras, exuberancias nuevas, y cestas llenas de colores, un arco iris de maná paradisíaco.
Ellos tienen claro el veredicto. Yo desconozco la cuna de tales arañazos, esos anónimos hilillos en carne viva urdidos en el túnel del sueño; y no acaba ahí la trapisonda, ya que acontece incluso estando en vela, como si en el semblante se inoculasen licores adulterados, tocados por una mano negra, todo de espaldas al bamboleo de las olas marinas. Esto es espinoso, y produce desazón, desconcierto.
Ah, espera, ahora te lo digo. Tengo un amigo de apellido Espinoso, con quien hasta la fecha nunca me atraganté. Así que un brindis por la buena sombra de Espinoso. Ahora bien, yo me pregunto lo siguiente, qué haré el día en que necesite quitar las espinas al pescado. Qué ocurrirá. Algunos lo toman a chufla, como algo baladí; allá ellos, pero la espina se me está clavando en la garganta. Si consiguiera transformarme en un *garganta profunda el gozo sería inenarrable, solventaría los embarazos que me acechan, y como por una ancha catarata evacuaría veloz las ingratas migrañas, las piedras de molino, la espinita en el corazón,
No comparto sus dictámenes. Además está el agravante de que no se trata de limpiar pescado que conocemos de toda la vida, piénsese en boquerón, jurel, o salmonete; no tienen parentesco, en absoluto. Me estoy refiriendo a otras familias, un tipo de especies raras, capturados por pescador amateur en puntos negros de blanca espuma, parajes especiales, cuyo hobby es la pesca, como lo son la petanca, el dominó u otros pasatiempos. Tal actividad, por ende, conlleva algo de inexperiencia y cierta precariedad de medios para su desarrollo, aunque se contrarrestan las carencias mediante el arrojo, la honrilla y la hombría de la que hacen gala estos lobos de mar, enganchados de por vida a tal menester, por arriesgado e inseguro o espinoso que sea.
Ah, espera, ahora te lo digo, los peces del amigo son los mejor dotados de espinas en mil leguas a la redonda, y hacen un caldo que se chupa uno los dedos.
José Guerrero
ESO ES PELIGROSO
“Si se le ha perdido una bolsa con llaves, la puede recoger en el 5º-2”, se podía leer, según se entra de frente desde la calle, en la pared junto al ascensor del edificio comunitario y en su interior. Un escueto y frío rótulo de sopetón, en tus mismas narices. A simple vista su significado es algo rutinario, de andar en chanclas por casa; es decir, un adolescente cualquiera distraído, una persona mayor a pique de despeñarse por el acantilado de la memoria desposeído de recursos mnemotécnicos, acaso una proeza pueril, una de jarana. No cabe duda de que el hecho en sí no induce a moverse por extraños vericuetos. Eso es cierto. Y puede festejarlo por todo lo alto, con toda la grandeza mágica y la chispeante alegría de que es capaz como si estuviera en la contemplación de una inolvidable noche de fuegos artificiales
Ahora bien, si reflexiona uno incluso en superficie, al instante vienen a la mente divergentes interrogantes, que conforme se profundiza en ello, da que pensar.
No conviene infravalorar la faz del escrito anónimo, que aparece con “un no sé qué” que es preciso destripar, antes de entrar en sancta sanctorum indicado. ¿Alguien sabe si el mensaje era una coartada para sus fines? ¿Era la clave acordada, el código secreto que idearon los responsables?
La incertidumbre merodea por los meandros del caso. Las respuestas casi terroríficas que en el planteamiento inicial se pueden enhebrar, y algunas lo son por su transparente ambigüedad, resquebrajan totalmente su incolumidad y no se tiene en pie.
Si por un casual en el 5º-2 se alojase un caníbal, que respondiera de la autoría del mensaje, mentiría, no diría que es caníbal como es natural, recibiendo mansa y melifluamente a quien le abriera la puerta del piso preguntando por la bolsa extraviada; si fuera un delincuente, en el momento de echarle el guante encima le desvalijaría si llevase algo de valor, de lo contrario podría secuestrarlo in ipso facto, o que fuera refugio de células durmientes prestas para cometer un zafarrancho de combate, una matanza , aunque no fuera remedando a Herodes pero decapitando a todo bicho viviente, destructores de Alá, que se burlan de la doctrina, y todos ellos son reos de muerte.
No obstante, la información que se traslada a la comunidad de vecinos normalmente reviste la mayor objetividad y detallismo, por ser algo vecinal, de las familias, de padres e hijos. Todo enfocado, cómo no, para el bien común, y una inmejorable convivencia, llena de confianza y sensatez.
Pero aquella noche no estaba para fuegos artificiales. La caligrafía firme pero rigurosa no casaba con el calor ni el color de la letra; no sé cómo explicar la débil fiabilidad que ofrecía el rótulo. Él consultó el reloj, marcaba las ocho menos diez. Una hora generosa, pensaba, ya que te permite realizar distintos proyectos, o al menos, el que más te apetezca esa tarde.
Leyendo más detenidamente el aviso, se observó que algunas letras presentaban arrugas, atisbos de burla, como disfraces, mitad máscaras, mitad tachaduras disimuladas sutilmente, con maestría, en las frágiles grafías. No sé sabe a qué obedecían tales componendas, que incluso te apabullan, a lo mejor era puro espejismo, y trabajaba sólo la imaginación.
No se prolongó demasiado el estado de ansiedad en que cayó el visitante del edificio, y se aproximó a la cuarta planta, debajo de la 5ª, con intención de inspeccionar los aledaños, cerca del centro misterioso. Vislumbró que un vecino llegó, entró y nada más se supo. En la estancia apenas se oían ruidos o movimientos leves que levantaran sospechas.
Desistió y descendió a la primera planta, alejándose de la quinta. Salió a la calle a respirar. Puso tierra de por medio, no se fiaba ni de su sombra. Aunque la curiosidad y la intriga le forzaba a ello. Al cabo de un tiempo, llegaron al portal unos afables y atractivos personajes, con faldones, luengas barbas, generosas alopecias, aspecto de gurú, con estampitas, raros utensilios, simulacro de rosarios, botes de exóticos perfumes, y distintas cuerdas o sogas retorcidas, y dando parabienes, golosinas, casi bendiciones, como cristianas bulas a los que se cruzaban por el rellano.
A pesar de que esa noche podía gozar de las explosivas carcajadas de arco iris de colores con los fuegos artificiales, incluso en su misma zona, renunció y volvió de nuevo a la cuarta planta, a saciar su sed curiosa y poder brincar de un salto del laberinto en que se hallaba.
No transcurrió media hora de la llegada de los gurús, cuando comenzó a salir un olor fétido del piso. No era de morcilla ni cebollas de matanza, pero los hervores exhalaban sensaciones desconocidas, como de carne humana cociéndose en alguna destartalada y gigantesca caldera de las que se utilizan en los cuarteles para el rancho de la tropa.
Eso es peligroso, el seguir una flecha, una notificación sin ton ni son, a destiempo. Aunque depende de la estrella que te guíe, porque la de los Reyes Magos les condujo nada menos que a la casa de Dios,, a donde estaba el niño dios hecho hombre, todo un hombre, y si hubieran desconfiado de la información, hubieran pasado por este mundo, y no digamos por el otro, sin pena ni gloria, o al revés, sin gloria, y las penas eternas del infierno, vaya usted a saber, le podría haber acarreado cadena perpetua a los Reyes Magos, al desconfiar de las señales divinas, y allí no se reducen penas ni horas por buen comportamiento, lo llevan tatuado per se en las ánimas benditas, de tal forma que ni el fuego eterno los quema de golpe, sino paulatinamente durante toda una lenta eternidad. También puede suceder que la desconfianza obligue al interesado a necesitar introducir el dedo en la llaga, allí donde habita el peligro, lo cual es aún más perjudicial si cabe, porque el que ama el peligro y se acerca perecerá en él,, dice el proverbio latino.
Entonces, qué hacer, habrá que encontrar el término medio, o no buscar ninguno, y encomendarse a los designios del Todopoderoso.
En cierta ocasión, ocurrió que unos terroristas colocaron un falso cartel, donde decía, “accidente en la carretera, conductor malherido, por favor, necesita traslado urgente a un hospital”; y cuando llegaron al centro hospitalario, maniataron al conductor que prestaba auxilio con uñas y dientes al tronco de una gran higuera cargada de brevas. Allí estuvo hasta que Dios quiso hacer el milagro.
Se perdió el buen samaritano los ardientes fuegos artificiales de aquella noche de San Juan.
José Guerrero
HIJO, ESTOY LÚGUBRE
Eres exigente, hijo, al pedir que en un día como hoy, con la que está cayendo, me pidas que dispare fuegos artificiales, que haga encaje de bolillo, y me ponga manos a la obra, sí, que toque madera literalmente, embadurnándome de materia, amasando mundos singulares en el horizonte, y dejas caer indirectas, auténticos retos, como si se jugara uno su honrilla, el tipo, como en una pelea de gallos; ya está bien, e insistes en que vomite “por de pronto un tema”, ¿hay quien dé más? una historia nueva, un viaje a lienzos vírgenes; así por las buenas, sin despeinarte ni arrugar el morro o que al enderezar los rezos se te enreden por detrás las cuerdas vocales.
Hijo, hoy estoy lúgubre. Ese liviano acento tuyo me desorienta, bien lo sabe dios, se me atraganta en lo más hondo. No sé. Esperas que te lo den todo masticado, sin espinas, planchado, listo para usar o tragar. Y yo entre tanto a tragar intransigencias, zumos turbios. Mójate el culo, estruja el limón de tu olla, y no contemples el vuelo de las aves tumbado a la vera del camino con el pico abierto aguardando la presa que te ofrece la-el progenitor.
Bien está que a una madre se la quiera, incluso con locura pero hasta un límite, aunque disimule con elogios las insólitas hazañas filiales, en ocasiones siniestras, susurre a los elefantes y al viento que le divierten los certeros salivazos que decoran su frente; o palpe agujeros negros en la costra de su vida. La madre siempre merece lo mejor, otro traje en el trajín, otras ondas en las aguas de la corriente doméstica. Con voz altisonante, casi cuartelera, me exiges atestados, informes, asuntos entreverados, es decir, “por de pronto un tema”.
De acuerdo.
Las tripas le crujían más de la cuenta al progenitor aquella mañana. Las mañanas perdidas rebuscando en los contenedores de la memoria vestigios rubricados por los zapatos de su retoño por senderos ambiguos, le sumían en un pozo sin fondo. Le chirriaban los nervios. Esa noche el gallo lo despertó varias veces, acaso el gallo de las oscuras sensaciones referidas a la familia, y la tormenta le hervía en las venas, enturbiando la transparencia matutina.
Al alba, pensaba, todo estará resuelto, nítido y conseguiré desembuchar la pena que me anega el secreto pensamiento. Le llamó la atención un póster de Banderas en la cabecera de la cama del hijo en calzoncillos. Ombligo es común al macho y a la hembra, reflexionaba. Las tetillas del hombre quedan en entredicho si se comparan con las de la hembra. La forma aguerrida del hombre despierta fuerza, especie de escudo protector. Las formas femeninas aparentan lo contrario. Alguien con aire indagador apuntaba que nos engañan los sentidos, que no es oro todo aquello que reluce; que las apariencias son eso y no más.
De acuerdo, prosiguió él.
Quizá consiga en este momento plasmar instantáneas de páginas amarillas crujientes de acontecimientos listos para instalar en el papel marcando el número correspondiente, como recién hechas, donde retocen carretas de sueños, cual chocolate con churros calentitos, amuletos invictos. Como por ejemplo, el volver a nacer y amordazar al tirano de turno, templar la guitarra terrorífica, cercenar cotas elitistas, o mentes hipotecadas por ruindades etéreas.
Mejor resultará empedrar la calle calcinada por un desmayo prematuro, hilvanar monumentos memorables que saborearon yemas conventuales, o asearon aromas rubios al ritmo de teclas líricas, torrentes de historias entrañables, o acaso desleídas, rotas en el tiempo, pero no por ello un descosido inducido sino achacable a la batuta de la inexperiencia, o a rotondas de caracol que serían difíciles de transitar.
No se puede fingir, para qué engañarse. Hijo, hoy estoy lúgubre.
Si bien, no conviene tomarlo al pie de la letra, familiarizarse con tales latiguillos de ultratumba, vendrán por su propio peso y sin previo aviso; no se sabe si disfrazada de hada, de salerosa sirena, de rey mago o con magnificencias de capitana del mar, fidedigna tigresa del bosque humano y, por qué no, enseñar las cartas. Como se guarde una en la manga, raro será atisbar los cordones umbilicales del hijo, o la calle de la ciudad donde se empadronó su sexo.
Y si me dices, hijo, que por de pronto un tema… me adivinaste las intenciones. Es evidente que necesitamos esclarecer un tema, tu tema, el rol que proyectas en lontananza, comentarlo opinando, y descorrer el velo.
La agenda familiar al completo, su horóscopo; exacto, eso era lo que se necesitaba escrutar.
El hijo trajo a colación los sedimentos de unas cenizas que caían desde hacía tiempo en su ámbito afectivo.
La cerrazón de su corazón a los embates de lo afectivo, a cal y canto, impedía iluminar sus tinieblas, los pensares, el diente que más le dolía.
Si hubiera abierto ventanas, portales en sus pupilas, se hubiese atemperado. Y cantar sin complejos ni culpabilidades. Hubiera borrado de su diccionario el vocablo armario, como mazmorra, barricada, y traspasar la muralla.
Y al cabo del camino recorrido destapar la botella de champán con coraje, y evacuar aromas por un tubo, irradiando encendidos sentimientos, y crezcan tiernos campos con ricos frutos.
José Guerrero Ruiz
YA SE LO DIGO MAÑANA
Tiene Lucio un lunar en el cuello que no le deja pegar ojo. Es de nacimiento. Su madre alardeó siempre con vecinos y familiares de su hermosura, de su buena estrella, incluso cuando tomaba el tren para visitar a los abuelos también exaltaba sus excelencias, bromeando; decía, qué afortunado y guapo es mi retoño, qué halo de gloria le infundió el Todopoderoso.
Recuerda a la perfección Lucio, como si fuera ahora mismo, las frases loables, mimosas, de carne de membrillo, de la madre durante aquellos díscolos años de frágil infancia y controvertida adolescencia.
Lo bien armonizado que le queda, susurraba ella. Estoy orgullosa. Ha sido un regalo para él, como un premio. Y lo exhibe sin recato, con salerosa hidalguía; ahí está, míralo, a plena luz del día. Me encandila la hechura, el corte de esa diminuta peca. Irradia una gracia contagiosa. ¡Vaya si no!, es que no se puede aguantar.
Al cabo de los años la euforia se eclipsó. La creencia de un ser privilegiado respecto al hijo hacía aguas. Lucio comenzó a hurgar, a palpar el frío de la piel en los lugares más inverosímiles de modo inconsciente, y se obsesionó con la mancha, especie de aureola beatífica que, aunque halló humilde cobijo bajo la barbilla, llegó a provocarle asco, verdadero pavor. Se sentía seleccionado, marcado para la fiesta de la muerte como toro de lidia. El eco del furor lo martillaba.
En el vaivén del autobús se trasteaba sin conseguirlo, silbando junto al estanque proseguía el vuelo del dedo, o lo principiaba de nuevo al rebujo del murmullo del mar pisando distraído la blanca espuma. Crecía el intento del hallazgo. La búsqueda de la mancha le mordía los talones. No se explicaba por qué durante la semana las aguas del pensamiento discurrían casi sosegadas, pero, en cambio, se desbordaban los lunes, cuando sin querer se veía el lunar en el espejo antes de cruzar el umbral para desplazarse al trabajo. Parecía que se le introducían orugas gruñonas por la garganta, provocando vómitos, o se le inflaba la laringe sobre manera, pasando por momentos sumamente dramáticos.
Los días que más le rechinaba era cuando se topaba con la efigie de la madre en el corredor.
Una tarde se le enganchó en el pelo una hoja seca, casi un sarcasmo, mojada por la lluvia, salada como una lágrima, se la quitó de un manotazo pero la lágrima se enquistó en las entrañas, en su vida.
En tales circunstancias Lucio, no discernía si las sombras se adueñaban de la plaza, o por el contrario, amanecía; presagios, o un capricho de la naturaleza. Apelmazada su piel por la gélida escarcha de la memoria trituraba su clamoroso silencio, y consideraba una cobardía no escarbar en las grietas de su techumbre; rebelarse, en definitiva. Se urdieron películas de sufrimiento y soledad consentidos, o acaso constreñidos por la moralidad y el sigilo religioso. Las serpientes reptaban a sus anchas por las cicatrices del recuerdo.
Aquélla no era la tierna caricia que debiera abrigar en semejante trance, una hoja seca a la deriva, con augurios ruines, como si su hervor vital se derramara por laberintos sin cuento, y emulase a un árbol sin follaje, roto, en la más degradante de las situaciones.
Gesticuló hablando solo, palabras al viento, en ademán de desvelar al amigo la suerte en la vida, pero pensó, mejor es…
Ya te lo digo mañana.
No vislumbraba huecos en la agenda para una cita. Lo suyo era fijar el encuentro. Pero se sentía esclavo, un desdibujado Sísifo, atrapado por la corriente de lo rutinario. Cuando se saludaron los dos amigos a vista de pájaro, apenas contemplaron sus rostros, no se miraron, ni pudo dibujar Lucio las paradas de tren que le faltaban para llegar a la meta.
El galopante avance de aquellos tornados cutáneos, cual penumbra estirada de ciprés cerniéndose lúgubre sobre su cerviz, le sesgó la cordura a Lucio.
Le quedaban en el tintero tantos y tantos diseños, endiablados tragos, historias, miradas, vuelos soñados en Air Comet, cortocircuitos, glaciares morenos, esencias de ultramar, paisajes enjaulados que, sin que le temblara el pulso, rubricó notarialmente…
Ya se lo digo mañana, amigo.
José Guerrer Ruiz
YO NO QUIERO
Serías cruel, tío. Sólo te pido que me des tres minutos por lo menos. Lo que tardo en enviar un S.O.S a conocidos y allegados más próximos, y explicarles el reventón del negocio, el socavón financiero. Sólo el escueto mensaje. Mantente quieto. Decirles, mirad, nuestra economía va a pique, os lo digo desde la altura donde se ha encaramado Roberto, el mayor de los hermanos, jefe en funciones de la empresa familiar. Está apoyado en los barrotes de un precipicio totalmente ido y dispuesto a lo peor. Se ha decretado suspensión de pagos. Infinitas gracias a todos.
Roberto, escucha, por lo que más quieras hazme caso; la vida es lo primero. Es lo más relevante, no cometas un disparate. Nada queda, todo se desvanece, así que aprovecha el presente. El resto, mal que bien, pasa por tu puerta. Un descalabro, como la vasija con desconchones o quebrada, se puede restañar. La vida no. No porfíes. Entra en razón. Discurre. No seas cabezota. No sé si te fijaste, los rayos solares enfervorizados te circundan el rostro, iluminan tu camino. Déjate acariciar. Hoy es un día especial. Así que recapacita, baja de una puñetera vez; apéate del patíbulo, abandona esa ruta, pues no merece la pena semejante desvarío. Y sin percibirlo casi, en esa postura vas a conseguir una lumbalgia de muy señor mío. A qué arrimarse al borde del vacío. Mejor evitar yerros, posiciones vitales viciadas por miopía rutinaria.
Roberto, no enturbies el día. Vamos, desciende, apuraremos un cigarrillo en tu presencia, parlotearemos sobre tus travesuras, las noches locas de carnaval, y si necesitas relajantes te tomas – por qué moverse con tanta hipocresía - unas cápsulas, que te dejarán de rechupete.
Pero baja, coño, no te hagas el interesante. He coincidido contigo en ocasiones en el mingitorio y te sorprendí presumiendo de tamaño, aunque aparentabas que te la sacudías. Demuestra ahora tu poderío de macho. Pon los pies en el suelo de la realidad. No te andes por las ramas.
Un momento, hermano, atiende el móvil, alguien te llama. Puede que sea Delia, la que conociste el último verano bailando un tango en Torrenueva, no lejos de donde mueren las olas, ¿no lo recuerdas?; con su intrigante mirada, y el flequillo cayendo sobre la frente. Caíste en sus brazos, encendiendo la noche. Nunca lo negaste. La dibujabas en tu férrea memoria con aires de muñeca, casi una sirena, como las que alegran la vista en los escaparates de ciertas tiendas.
Venga, échale coraje, cojones, eso, eso exactamente, y déjate de monsergas ni esquizofrenias.
Roberto, que tu vida no la siegue la empresa.
-Yo no quiero vivir, me arrojaré sobre el precipicio.
La empresa de exportación de productos tropicales había pasado de padres a hijos. Fue gestionada en un principio por todos los miembros de la familia, en régimen de cooperativa.
Más tarde pensaron que lo suyo era concentrar los poderes en uno de los hermanos, siendo elegido Roberto. Veían en él la imagen del padre. Manos de acero. Corazón de león.
Lejos quedaba la antigua teoría de que la unión hace la fuerza, y que si todos remaban en la misma dirección, el barco arribaría a buen puerto, distribuyéndose trabajo, responsabilidades e inquietudes. Todo sería así más llevadero, apartando de sus vidas lóbregos y encarnizados horizontes, quedando a salvo de veleidades de la diosa fortuna. Podrían gritar al viento con todo su derecho, muerte a la crisis en nuestras finanzas. Y finalmente, se repartirían equitativamente pérdidas y ganancias, o harían frente común a las embestidas de la adversidad.
Entonces extendieron un nuevo mapa mercantil, desplegando velas con otro rumbo, diseñando sobre el papel un buscador de oro, -un rey Midas-, ron de buenos ratos. Viajaron por embarrados itinerarios a las órdenes de Roberto.. Querían romper moldes, amordazar la monotonía. Se marcaron nuevos objetivos. Una expansión comercial por países anteriormente descatalogados, consiguiendo optimizar rentabilidades mediante un estricto control de gastos, inversiones, prevaleciendo por encima de todo la filosofía del buen mercader, conseguir dos por uno por lo pronto. Siempre se movieron dentro de tales parámetros.
Entre tanto, con la intención de poner a salvo la vida de Roberto, apuñalado por los cuatro costados tras la desaparición de la empresa, su hermano le reproducía escenas de antaño como en los cuentos de Las mil y una noches , evocando la joven melena que vitoreaba Roberto, cuando ella volaba en la playa muy de mañana jugueteando con olas; agachándose, patinando, saltando, asiendo con fuerza la blancura de la espuma. Después la recortaba y se la pegaba en los hombros, en su cuerpo de hembra, en los senos, y se convertía todo en caricias, retadoras miradas torciendo la boca. Y Delia deshojaba a besos las olas como las margaritas, sí, no, sí, no te quiero, y así estuvo casi una eternidad, los tres minutos de regalo que le concedió antes de caer en los infiernos de Eurídice.
José Guerrero Ruiz
LO PRIMERO
El otro día, cuando iba por la calle desnudo
de ideas, sin brújula, sin nada que echarme a la boca, me paro y zas, de repente
me llevo las manos a la cabeza en un acto reflejo como si fuera a asir algo, no
sé, imaginaciones; no pude reprimirme, y todo por una majadería. Primero, a ver,
a ver, contaré la causa desencadenante de tal descalabro si es que en realidad
existió, o fue sólo un espejismo. ¿Fantasías?.
Ocurrió entonces que de pronto dudé. Dudé de mí, de los sentidos, de todo cuanto me rodeaba, de todas las percepciones, especialmente las referentes a la visión; esto sería lo sustancial. Una fútil tontería en el fondo, mire por donde se mire; ya que le puede pasar a cualquiera, en cualquier parte; por lo que en principio lo mejor sería obviarlo, y no dedicarle apenas atención. Y ni por asomo exige estrellarse contra un muro, en absoluto.
De todos modos no me quedé ahí, me empleé a fondo en el empeño, y proseguí la labor mirando a los lejos. No discernía la esencia, la identidad de la persona. Me sentí zarandeado como un árbol por un huracán a la orilla del camino. Un velero a la deriva. Necesitaba salir del atolladero. Hubo suerte, y se desveló el misterio antes de lo esperado.
Recobré la compostura al fin, la propia figura. Así que rehecho del fugaz apagón, sacando pecho me eché hacia atrás primero, moví los ojos, alzándolos hacia lo alto, los labios no le iban a la zaga – abeja libando el néctar de la flor -, y volví a clavar la mirada en el horizonte, y de manera vaga columbré un semblante que me transmitía un no sé qué, como si al palpar la piel desde lejos leyera el secreto de los microscópicos orificios de su rostro. Creí tener la certeza de haberlo visionado en algún foro, una fiesta, o en algún encuentro fortuito adonde asiste multitud de personas; y sintiéndome ya centrado, o acaso perdido en una nebulosa, en mi desmadejado mundo deduje, bueno, a ver, a ver, ¿Rosa? ¿será ella?, la que conocí una tibia tarde de domingo paseando por la Gran Vía con la inseparable amiga, a paso lento, inquisidora, caminando como si retrocediera. Aparentaba recrearse en un palmo de acera, como negándose a avanzar, la excusa perfecta de esperar una importante noticia de alguien de atrás que viene a su encuentro pero no acaba de llegar. No sería yo – elucubré.
Respiraba ella autocomplaciente, sin perder las esperanzas. Un deambular el suyo sesgado, de tortuga, sin tiempo en el movimiento. Se percibían inmóviles los tacones tan cercanos; sin embargo retumbaba sonora y contundente la pisada sobre el duro cemento como cascos de caballo.
Su sombra proyectaba una barricada sobre la acera. Diseñó el intento, montar una carpa en mitad de la acera para dormir allí el fin de semana, Esperaba acaso al príncipe azul. Quién lo diría. Musitaba al viento sones de cuando todavía niña en calles y plazas de su pueblo jugaba a la gallina ciega, la rueda o saltando la cuerda, melodías de siempre que rivalizaban con el tintineo del goteo de la fuente. A lo mejor rememoraba en el pentagrama del subconsciente las notas líricas que en su cuadernillo un día tecleó el poeta de Fuente Vaqueros con el halo de su pluma, *Cuando fuiste novia mía, por la primavera blanca, los cascos de tu caballo cuatro sollozos de plata…
Aquel día lucía el sol con inusitada firmeza. Las refulgencias se desparramaban sobre su negro pelo. Los rayos dibujaban los encendidos contornos de su cara. Todo ello regaba su planta, acrecentando la alegría en su pecho, la miel de los ojos. Emprendió Rosa la marcha del jardín de su aldea donde se alimentaba y crecía con ansias de sacudirse los aromas que la envolvían, las espinas del rosal en su hábitat. Deseaba abrir ventanas al mundo, el capullo de su mustia vida, monótona y sin perspectivas. Se lió la manta a la cabeza, y se lanzó hacia lo desconocido, la aventura, en pos de un paraíso soñado sin espinas, próspero; y arribó al dulce que le atraía, el hábitat urbano.
En el trajín del taconeo su cuerpo inconsciente se retorcía. Con el bamboleo del momento cedieron unos endebles botoncillos torcidos de la blusa, saliendo a porfía la cara oculta más blanca que la luz del día. El céfiro casi transparente de la blusa se peleaba con el airecillo travieso de la tarde, asomando pecador el velado canalillo en un descuido cual capricho de niño al acecho, buscando en cuclillas a la vuelta de la esquina la sorpresa, gastando bromitas, o achuchones entre sí de globos rojos como haciendo pedorretas sobre la mano desnuda; de igual forma pretendía entre el laberinto de la blusa colarse la brisa rociándola de generosa calentura. Exhibía valentía. Iba dispuesta a deslizarse por las pistas del lucero del alba.
Aconteció en horas tontas el transitorio flechazo. El renacimiento del contraste tomaba cuerpo. Mientras en esas dilatadas horas el corazón sestea como bebé en su moisés, o solloza en carne viva impulsado por escurridizos vericuetos aventureros, o tal vez no mueve un dedo. Entre lo umbroso golpeaba lo enigmático sobre el sentimiento humano rumiando resacas de conquistas en tierra de nadie. Son, tal vez, fuegos artificiales, proyectos frágiles. Imaginlandia. Tales susurros se deslieron como azucarillos aquella jornada. Despuntaba al crepúsculo el desgarro de la pena.
Fueron horas transcurridas en el frío cemento, sin cromos que intercambiar, ni un crono que lo marcara con su testimonio. Horas nacidas muertas, como siemprevivas en jarrón de agonía. Todo se confabuló en un remolino de corrientes cruzadas en el camino. Los pasos dejaron regueros de seca sangre, de polvo ciego. Rosarios de desfenestraciones archivados, o urdidos adrede en la misma entraña de la tarde. Bofetadas vespertinas al viento que te lleva.
José Guerrero Ruiz
VA DE USTED
Aunque se parezca al brindis de Manolete el epígrafe, tan retador y solemne, discurre por otros derroteros, ya que de lo que se trata es de bajar al albero y coger por los cuernos a la propia palabra, un toro con mayúsculas, palabra, y torearla como Dios manda, con el engaño reglamentario, y si es miura mejor, ahogándola en orgías creativas, pero antes vestirla de picardía, picarla, banderillearla, besarla a traición, darle pataditas en el culo como el salto de la rana, hacerle burla cuando se peina provocativa en el espejo o usa peluca versallesca; vestirla de monja, de guardia civil, de quijote, de don Juan, de punta en blanco, de puta pegajosa o de otro cantar; bien de novia amenizada con la marcha nupcial, o llevar manojos ya hechas al huerto deseado, y hacerles allí el harakiri, liándose la manta a la cabeza y darles un revolcón en la herida arena de la plaza. Y separar el trigo de la paja; trigo limpio para elaborar pan bendito, o churros calentitos, buñuelos, mantecados, tortas o polvorones de virginidad conventual con el visto bueno de doña Inés. A buen seguro, un certero olfato mercantil para la efemérides en puertas.
Luego, arrojar ecos, voces de ultramar por los acantilados de Maro al mar. Como en una corrida de auténticos toros, la introducción al paseíllo, el nudo de la tragedia del personaje, animal enfurecido, y el sangriento desenlace de la faena con el bicho arrastrado por muletillas; los aplausos de párrafos en el transcurso de la pelea, literal o connotativa, brillando con luz propia la muerte del protagonista –el toro- en el lecho después de seducir a Dulcinea en palacio. Exigir reses sin afeitar, al natural. Recién salidas de la dehesa de la mente e incrustarlas en el asunto; y el brindis al público con la montera en los medios entre subalternos, verbigracia, la tele, la radio, o sublimes foros de gloria en los mismísimos cielos. Y al aliño de la trama que no le falten los celos.
Pero cuidado, no se confunda. ¿Usted qué se ha creído?, aduce que puede hacer lo que le apetezca, engañando al auditorio, sacando bolsas de pipas sin pelar, rojas, negras, ensangrentadas, como palabras mensajeras de la chistera, cuando quiera. No está en sus cabales, tío, o a lo mejor sí, vaya usted a saber…
Baje del pedestal, de ese púlpito banal, acaso venal, y déle realismo a la escena. Ya está bien, hombre. Al pan, pan y al vino, vino. No pierda el seso con monsergas de mastuerzo.
El otro día usted se exhibió desnudo en las cristalinas aguas de Cantarriján como un cantamañanas, en vez de bañarse en ríos de palabras, y pescarlas con don de lenguas, como gato panza arriba, a mordiscos, dialogando en entretelas con ellas, y con el anzuelo del corazón llenar el canasto, pero no ha picado ninguna, según dice, y si me tira de las narices le diré que no se mojó el culo, no le dio un palo al agua, se aprovechó de las circunstancias de la corriente creativa. Aires de pasota. No jugó limpio; si le aplicasen la prueba del algodón.... a ver…
No tuerza el hombro desentendiéndose de la feria de los cuentos, de los giros sintácticos, de las fantasías sazonadas, enturbiando el fluir de la corriente apalabrada.
Deje de hacerse el gracioso. ¿Hasta cuándo vendrá a la casa de las palabras con la cremallera en la boca?; desde hoy en adelante verá el rótulo pintado con letras negras y ribetes de oro sobre el mármol, R.I.P.
No elucubre con puzzles cicateros, jerigonzas barrocas, o caligramas de paladines estrechos. Si sigue por esa trocha le triturarán rabiosos los dientes de los personajes que aún no rezan en este mundo, ni retozan en verdes campiñas –negro papel en blanco- gestando peripecias, urdiendo acontecimientos allende los mares, o silbando entre dulces violetas, envueltos en torbellinos sin cuento.
Actúa usted como un avaro empedernido, sesteando entre mieles mesiánicas de espaldas al destino, cobijado en los flecos de la farándula de los otros, saboreando palabras robadas, entrando y saliendo de la gruta literaria como pedro por su casa, disfrazado, con el carro hasta la bandera como vil delincuente, sin la aquiescencia del creador. Usted no se merece ver el desfile de estrellas por la gran Avenida de Andalucía, y menos por calles metálicas, con campanario de Bronce en forma de once.
En consecuencia está soterradamente sisando minúsculas cantidades, sílabas sordas, esdrújulas, ardientes, soporíferas, sonoras, polisílabas con modales pizpiretos, salidas de tono, incluso poliándricas, cultivadas en campos de talento con aromas de pitiminí. Pero usted quiere apoderarse de la textura, de sus faralaes, de su lengua de oro.
¿No le parece deprimente acudir a un coto privado sin aval, bien como militante de ONG de causa justa, por ejemplo, y, sin comérselo ni bebérselo, pretende vivir de las rentas, de su aliento, y exprimir el zumo de su fruto?
¿Hasta cuándo de brazos caídos, por desfiladeros del Oeste, descarnados parámetros de derrotados? Usted erró. No dé más vueltas. Recapacite. ¡Cuánta desidia, cuántas tardes ágrafas, arrugadas, ni chicha ni limoná!.
Deje de revolcarse en el umbral de la Casa de las palabras, en la silueta de su cuerpo, en los bordados del léxico, escupiendo en su suelo, provocando desconchones en las esquinas del hipérbaton, en los pilares peninsulares que las sustentan.
Hay que tapar grietas, reforzar tabiques, apuntalar techumbres, construir muros, levantar columnas, y echar leña al fuego de la chimenea en connivencia con las musas, sin menoscabo de la meditación trascendental. Sembrando consonancias y asonancias cortesanas o plebeyas, y en días de turbión, si es menester, cascajos, ripios o ritos lúbricos, ancestrales, serios.
¡Con el zumbido atronador de palabras que se escucha en tal mansión! Una casa hecha grano a grano, ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, paso a paso, amasada con latiguillos y lexicones de tinta de hormigón.
Tantas grietas no se pueden aguantar. Hágase cargo, y piense que la “Casa de las palabras” es una criatura como las demás, y circula por las venas de sus moradores una savia convulsa, escrita y leída en torno a un fuego oral.
Días vendrán en que se pondrán morados con el vinillo de los vocablos y los rimados de palacio mezclados con el rimel sobre el papel, versos y prosas, sólida o sórdidamente, en un diáfano o lúgubre discurso, sorteando controles de alcoholemia a las puertas del Valle de Josafat. .
José Guerrero Ruiz
AH, ¿QUÉ VAIS A HACER? YO, NI IDEA.
Ah, ¿Qué vais a hacer? Yo, ni idea. Tengo últimamente demasiados problemas. Me siento agobiado. No sé. Los desgarros que te crucifican sin dar explicaciones. Desgracias que no llegan solas, siempre llevan una tarjeta de visita, una cohorte de vasallos que le rinden pleitesía. Lo que más me joroba es la hipoteca que me ha endosado mi ex. Son cosas de las que te dejan tiritando. En aquellas fechas, si me entregué a sus vientos y veleidades, imagino honradamente, en medio del turbio oleaje que me tambalea por momentos y azota la razón, que no me opuse en su día, por sentirme lleno de su dulce calidez, de sinceros y mutuos cuidados; y, sin embargo, lo que he cosechado de la siembra, el envidiable fruto de mi inversión, es la hipoteca como la copa de un pino del piso que compramos. No sé cómo salir del atolladero.
Como podéis comprobar la feria la llevo por dentro. Y menuda feria, donde lo que acaricio es la calle del infierno, un fin dantesco, regodeándose en la vorágine de la soledad.
En cambio vosotros, como el que no hace la cosa, de rositas o algo así, os dais un garbeo con el boli enganchado por el mercadillo y montáis la hostia, una historia de órdago, de muy señor mío, en un abrir y cerrar de ojos; y mientras yo, ni idea. Protesto ante tanta vejación y falta de sensibilidad con el resto de los mortales; a ver si bajáis a la fría tierra, porque percibo que vivís en el Olimpo con los dioses, cual seres inmortales, y por eso dais la coña, Ah, ¿Qué vais a hacer? Y yo, ni idea. Interiorizadlo. Qué haríais en mi situación, dejado de la mano de Dios, en este desierto a verlas venir, y aunque dé mil vueltas por estos parajes no vislumbro oasis alguno; no me aclaro. ¿Por qué no os hacéis cargo? Qué egoísmo. ¿Me hago el harakiri? Tengo que cargar con lo vuestro, con la hipoteca y con todo lo que llevo a mis espaldas hipotecado desde tiempos inmemoriales. No lo entiendo.
Vosotros abrís la carpeta de la mente, los ojos de la escritura y de un puñetazo, como el que no hace la cosa, arrasáis, hacéis buen acopio de tramas, escenarios, peripecias, o sea, os centráis en una leve arruguilla de algo insignificante, y erigís un monumento de personaje deambulando por un mercadillo, joven, mayor, hombre o mujer, feo o fea por dentro, con la boca torcida o entre abierta. Así por ejemplo, la chica pelirroja que vende rosas a la entrada vestida toda de blanco, o el hombre de perilla y bigote negros al fondo, que trae tortas antiguas para todos los gustos oriundas de la comarca, de trigo, centeno, maíz, nueces, cebolla, pasas, … tras patear barrios, pueblos, fiestas, concursos gastronómicos, degustaciones, y las exhibe ufano en típicos tenderetes; o bien los puestos repletos de enseres de uso cotidiano, encendedores, relojes, sombreros de paja, bastones de lujo o de madera color verde para ancianos frescos, ungüentos milagrosos para enamorarse, polvos celestinescos para el rostro, floreros, pitilleras, llaveros, redes para rodetes como el de la tía Dolores, planchas, o curiosas prendas íntimas de época .
Y de nuevo la preguntadita, Ah, ¿Qué vais a hacer? Yo, ni idea.
¿Qué hago entonces?…sólo para joder….no más…el próximo día me vengaré con una buena pedrada donde más duele.
José Guerrero Ruiz
¿QUÉ TAL EL VINO?
¿Qué tal el vino, sangre de dioses y dios mismo de ardientes venas?
¿Qué tal el vino cuando fluye manso acompañando las mesas?
¿Qué tal el vino cuando arrasa desbocado en las orgías?
¿Qué tal el vino cuando alimenta una cálida amistad?
¿Qué tal el vino cuando riega viejos odios y siembra nuevas locuras?
¿Qué tal el vino cuando enciende las fiestas y alegra el corazón de los tristes?
¿Qué tal el vino cuando a raudales quema en una hoguera toda razón?
¿Qué tal el vino cuando reconcilia y consuela?
¿Qué tal el vino cuando hiere y desespera?
¿Cómo puede ser el mismo vino que se mezcla con la misma sangre el que crea tanta felicidad y tanto dolor?
Como si fuera humano, el vino esconde dentro lo más sagrado y lo más profano; las más nobles razones y los más bajos temores, se hermana con la sangre y nos enseña exacta y metódicamente tan sólo aquellas lecciones que estemos preparados para aprender.
José Guerrero Ruiz
ANDAQUILLA, NO DIJO NI MU, SE SALVO POR LOS PELOS
“_ ¡Anda quilla!” Le dijo Diego a la mula que lo llevaba, al pasar bajo el arco de la callejuela que desde entonces llevaría ese mismo nombre.
“_ ¡Anda quilla, que no llegamos!”
Al ver la cuidad engalanada preguntó el porqué a unos zagales que jugueteaban por allí.
“-Es por la boda de Doña Isabel”
No lo podía creer. Isabel lo había traicionado, no lo había esperado aunque el plazo acordado expirase ese mismo día.
Él que se salvó por los pelos de mil batallas contra el infiel para enriquecerse y ser digno de ella, él había sido derrotado por el tiempo. Volvía enriquecido pero llegaba tarde…
Fue a pedirle, como última prenda de su amor, un beso a Isabel.
Esta, como buena casada se lo negó.
Don Diego No dijo ni mu y allí mismo murió
El marido de Doña Isabel llevo el cuerpo del infortunado a la puerta de la casa de sus padres.
Don Martín de Marcilla, progenitor del desdichado amante, dispuso el entierro al día siguiente en la iglesia de San Pedro.
Durante el funeral, una figura vestida de negro de la cabeza a los pies, se acerco al féretro, se arrodilló, se descubrió y besó a Don Diego en la boca.
Viendo que aquel beso se prolongaba demasiado, quisieron levantar a la desconocida, al final de la misa, comprobando que era Doña Isabel.
Los enteraron juntos y aún hoy se les puede ver en la catedral.
Esta es la leyenda de los amantes de Teruel, Don Diego Martinez de Marcilla y Doña Isabel de Segura.
Lo que nadie le ha aclarado aún es si Don Diego le fue infiel en tierras del moro a Doña Isabel o si el su hermano mayor tuvo descendencia y vinieron a repoblar Granada tras la reconquista. Lo cual explicaría, un hipotético gen defectuoso, ese que hace que nunca la bese quien ella pretende.
¿O será el aire de Teruel?
José Guerrero Ruiz
ANDA QUILLA
Anda Mari-quilla, te ocurre cada cosa:
Ayer recibí una carta de amor sin remite, devuelta con las correspondientes firmas del cartero, trae varios matasellos de origen, por lo que ha ido dando bandazos de un lugar para otro, no se sabe el porqué, con una mancha de aceite en el sobre y un roto en el borde. Un admirador que firma Triste Ardiente. Expone que me persigue en secreto en el autobús, cuando voy al trabajo y regreso, se coloca detrás de mí, a cierta distancia para no levantar sospechas, sin rechistar ni atreverse a mirar a los ojos, se informa de que trabajo en el corte inglés, en horario de diez a tres, y aguarda hasta que suenan los tres toques en el reloj de la iglesia, leyendo a la sombra del quiosco el periódico, hasta que salgo por la puerta en dirección al autobús, me hace compañía triste y ardientemente todos los días, durante el trayecto a mi piso de soltera, mirándome de refilón, luego se apea perdido entre el bullicio y corre apresurado a espiarme por la ventana iluminada de la habitación donde me desnudo. En cuanto llega mi marido y me suelta de rutina el beso en los labios, sale huyendo muerto de celos. Él también es casado, pero no duerme con la mujer desde que nació el último de los hijos. No existe nada entre ellos. No se divorcia por los hijos y porque le inquieta su estado de salud. Tres hijos, el tercero tetrapléjico, la secuela de un accidente de moto; necesita rehabilitación, visitas médicas, y cuantiosos gastos. Mi vida, tan vulgar y vacía, colma los sueños de esta persona, Triste Ardiente. Yo, que rompo el espejo al mirarme, a ver qué puedo hacer, así me parió mi madre y debo agradecérselo, no faltaba más; he acudido al cirujano pero no tengo suerte; uso zapatos de tacón especial para subir unos centímetros el busto, soy un mamarracho en la cama, cosa que tengo asumida, y de un tiempo para acá el pelo se me está cayendo, me veo cada día más calva.
Bueno, he de confesar que mi marido me da una de cal y otra de arena, con su perfil de Frío Triste.
A parte del beso, fugaz y desairado, ni un leve amago de conversación, una mirada cómplice, interrogativa, una palmadita en la mejilla que excite y levante los bajos instintos tan castigados últimamente, cómo va el día, ponernos alegres cantando a la vida un ratito al son de salsa y ron mezclando nuestros sentimientos en las copas y la melodía; saboreándonos con el licor ameno, solventando los escollos. Nada de eso.
Y mira por donde, entre tanto desencuentro, atisbo en el apartado de correos la carta de amor del Triste Ardiente. Haciendo memoria, recuerdo un tiempo más pródigo, períodos de rico esplendor. Hasta no hace mucho me enviaban infinidad de cartas de distintas fuentes, que entraban en el buzón como una riada, de manera sorprendente; invitaciones a lecturas de cuentos en ateneos y centros de cultura, citas para exhibir perfumes, avisos sobre eventos en hoteles o asociaciones culturales como por ej. La casa de la palabras, sobre las costumbres de antaño y las tradiciones populares que desaparecen, o primicias de innovaciones tecnológicas, novedosos artilugios domésticos portadores de óptimos grados de confort, propaganda de todo tipo, aluviones de publicidad de servicios (carpinteros, tienda de chuches, muebles, fontaneros, cerrajeros, ofertas de supermercados de dos por uno, juegos de placer, etc.).
Unos amigos me enviaban cartas desde Sevilla. Ya no escriben. Se diluyeron entre la bruma. Y ahora, cuando menos me lo esperaba, una carta de un caballero, que se excita al verme abrazada a las barras del autobús. En el fondo me intriga el nombre de Triste Ardiente, pero lo veo en el fondo atractivo, que me gusta, y no sé por qué.
He guardado la carta en el cajón de la ropa interior, cubierta por los sujetadores y las bragas, pese a que sienta a ratos cierto rubor pensando en que se empape de mis secretos mejor conservados. Siento pavor cuando me pasa por la mente la idea de que algo íntimo, lúdico, erótico, pudiera ser leído en mi rostro por azar, se me caería la cara de vergüenza, bien lo sabe dios, aunque musito al viento suave, y por una vez… quién irá a desentrañar y condenar semejante prueba, tan tierna y original, de amor y cariño. (José Guerrero Ruiz)
José Guerrero Ruiz
CARNAVAL, CARNAVAL…
La exangüe Puri yacía como un alma en pena, desquiciada, sobre el áspero sofá del salón tumbada por los escrúpulos, con espíritu pusilánime, llena de remordimientos, como si cumpliera penitencia por los atroces pecados de juventud, con pasaporte hacia el proceloso averno. Toda una paradoja, habiendo crecido limpia de pensamiento, palabra y obra, inmaculada, en las Madres Misioneras, con un currículo inigualable, y etiquetada como fiel espejo donde debían mirarse las compañeras por su devoción, aprovechamiento y obediencia.
La purificación de inclinaciones personales o actitudes libidinosas minaba sus fuerzas, acrecentándose por la coyuntura del espíritu de cuaresma, que hurgaba excesivamente en su débil y breve territorio, aherrojándolo, troceándolo -por si no estuviera bien servido-, la tiranía de los versos del devocionario, que con ahínco sostenía y recitaba.
Y, de repente, cuando más ofuscada se encontraba en intrincados laberintos, se contornearon los cimientos del edificio, de su propia vida, por el impacto de una ráfaga maléfica en los cristales de la ventana, -acaso obra de Belcebú- el hervor carnal de la muchedumbre ebria de bullanga fiestera y goce en mitad de la avenida. El alborozado espectáculo iluminó la oscuridad del recinto.
Abrió nerviosa el balcón y escupió en la nieve que la cubría. Un frío soterrado le azotaba el alma. Arrancó con rabia el volante de la blusa que llevaba puesta y exclamó: ¡basta! Por un momento se vio inmersa en la vorágine de Memo y Baco, con el escote del corazón roto y las locas ansias de su pecho revolcándose en el alegre carnaval.
Abrió entonces los ojos. Rehuía la aureola angelical de por vida. Llegó al convencimiento del ridículo provecho que conseguiría de las duras horas de meditación arrodillada en la capilla ante el Sagrario, que le catapultaban en el fondo a un cielo de infelicidad, aceptando un rosario de culpabilidades, incluso ajenas, y arrastrarse por las cloacas del gueto, a mil leguas de distancia de poder acariciar un bocado del reparto del botín por indigna, con el estigma de infestada y copartícipe de la crucifixión del Salvador.
Recordaba los fatuos inciensos estudiantiles, los memorandos encomiables de las Reverendas hacia su persona, mientras ella suspiraba por zambullirse en la corriente de la ola que la llevaba, librarse de las oxidadas cadenas conyugales que la mantenían sitiada en el castillo, y velaba las armas en silencio, lloraba al viento, clamaba a los dioses por un disfrute, una dádiva lasciva que aliviase su execrado cuerpo. Tanto tiempo tirando del carro de la continencia, tirada sobre las cuerdas, a cambio de nada. Un despiadado martirio cotidiano. Cada paso le abocaba más al patíbulo. Se sentía engañada, al borde del ostracismo.
Rumió muerta de risa otras danzas, ritmos renovados, frescos. Quiso abrir su casa al carnaval, ser cómplice, tocar su música, su carne, ser reina de sí misma, exhibirse en la carroza cuajada de rosas maduras, enviando besos, desgajando guiños, arrojando caramelos de colores al son de la música, entonando a pleno pulmón cadencias de “carnaval, carnaval”, y enterrar tantos peces y frustraciones bendecidos.
Desorientada, se puso lo primero que cayó en sus manos, y se echó a la calle. Tomó el metro con intención de probarse un atuendo que hiciera juego con su nuevo estado de gracia, sin concretar el punto exacto donde apearse, hasta que divisó al fondo de la calle el parpadeo de un rótulo luminoso, boutique de disfraces. Entró en la tienda, una de las más elegantes de la zona, encandilada por un delicioso vestido que le evocaba eventos de la Venecia carnavalesca, lúcidas noches de misterios enmascarados, de fuegos cruzados, echando chispas por los ojos, transmutados los rostros por figuras principescas y regias filigranas.
Puri se percató por fin de que todo era carnaval, un gran teatro, y debía cubrirse con sus aromas y sentarse al festín. Al cabo de la efemérides le visitó Eros, que se lo estaba pidiendo a gritos con sus flechas, se enamoró, y decidió que su vida fuera no un entierro, sino un camino de Carnestolendas total. Ahora paseaba por rincones y platós de ensueño, por pensamientos placenteros, por feraces valles, embelleciendo la marcha con puntuales guindas de sonsonete sensual, de rituales amenos, sintiéndose dichosa, sonriendo a la concurrencia en el vituperado desfile vital.
José Guerrero Ruiz