Aquel día la situación en casa de mi hermano se presentaba
verdaderamente insoportable. Unai recorría los lugares del
sitio arrastrando los pies con la ayuda de la muleta fuera de
si con la expresión en su ademán de aquél que quiere libe-
rarse de sus cadenas, invisibles para los demás, sin poder.
No sabíamos que hacer como de costumbre, esperábamos
que se calmara por su cuenta, nunca supimos ni remota-
mente acompañarle por los laberintos oscuros y oprimentes
por los que su mente vagaba sin descanso.
En un momento dado alcanzó la puerta de la calle lo cual
temíamos ya que oponerse a aquel torbellino de energía en
movimiento que desarrollaba en esos estados delirantes re-
sultaba ciertamente peligroso.
Con un gesto fugaz mi hermano me indicó que le siguiera
mientras llamaba por teléfono para pedir ayuda.
A pesar de sus todavía torpes pasos me llevaba ventaja en
el andar, le seguía de lejos. En un abrir y cerrar de ojos ya ha-
bía alcanzado Huertos. Me lo temía, se dirigía inequivoca-
mente al sitio donde un día fatídico se arrojó al vacío imp-
pulsado por algo que nunca pudo explicarnos con certeza.
El se dio cuenta de que yo le seguía y aceleró el paso. Yo
aceleré el mío hasta encontrarme a su vera, me miró indicán-
dome de forma contundente que no le siguiera. Yo hice
caso omiso a su gestual ademán y él volviéndose y mirán-
dome me dijo: Déjame, quiero estar solo, no lo entiendes?
¿ Por qué me sigues? Te acompaño porque siento que es mi
deber hacerlo aunque tuviéramos que ir al mismísimo infierno,
logré balbucear superando mi congoja, léase acojone. nunca
le tuve miedo a pesar de que aquel chaval macizo y entrena-
do desde niño en artes marciales me podría triturar con un so-
lo golpe.
No voy a dejarte, así que ya lo sabes le advertí con un po-
co mas de ímpetu, aunque me doliera el hecho de aumen-
tar la opresión sobre aquel ser ya oprimido desde sus aden-
tros.
Ya nos encontrábamos en el mirador del Vendito, aquella si-
tuación era tan fuerte para mí que no advertí el paso del tiem-
po , ya era de noche.
La plaza por encima del acantilado estaba llena de gente
paseando ajena por completo a nuestra historia.
Se dirigía con paso firme a la balaustrada, me temía lo
peor mientras nos cruzamos con algunos amigos que si ad-
virtieron que estaba pasando algo.
Afortunadamente tomó por las escaleras del paseo de
Carabineros, El Palenque estaba animado como nunca, nos
miramos y me di cuenta de que en sus ojos no había odio
si no mas bien el fastidio al sentirse agobiado por mi compa-
ñía indeseada. Eso me dio un respiro.
Seguimos por el estrecho paseo hacia Burriana, en un parpa-
deo saltó la cuerda en la zona rocosa, yo osé agarrarlo por la
cintura mientras pedía ayuda en inglés a unos guiris con los
que nos cruzábamos en dicho lance que nos miraban atóni-
tos sin entender lo que allí estaba pasando.
El me arrastró con fuerza al otro lado y tratando de zafarse
de mí me cascó con la muleta de una forma comedida conte-
niendose como si no quisiera hacerme daño, a modo de ad
vertencia. Para mí lo peor ya había pasado y me encontré con
fuerzas para seguirle mientras nos resbalábamos entre las
rocas hasta conseguir la orilla, me pregunté si sería capaz de
continuar con aquello si el se adentraba en las aguas.
Volví a agarrarlo ya en el agua poco profunda con la espe-
ranza de obtener la ayuda que antes había pedido.
El oleaje aunque no era fuerte nos empapó a ambos, en la
tensión en la que nos encotrábamos ese hecho carecía de
toda importancia , yo sentía la molestia que me producía el agua entrando
por mis narices, estábamos calados hasta los huesos.
. Nos sentamos extenuados en las rocas bañados por las
olas que ya rotas nos alcanzaban sin fuerza.
El seguía inmerso en su delirio, yo trataba de calmarle:
Unai, abre los ojos, mira a tu alrededor, no hay nada mas
que esto, abre los ojos! y mira las rocas, el agua, nosotros.
eso es todo, lo demás son fantasías de la mente.
El, emulando a alguien que abre los ojos para mirar, movía
su cabeza de abajo a arriba, de un lado a otro mecanicamen-
te y yo me daba cuenta de que mi mensaje no apaciguaba su
dolor.
Quedamos en silencio, la ayuda no venía y yo no sabía
como iba a terminar aquello.
Entonces le dije ya sin ninguna intención: Fíjate Unai
yo que temo al agua mas que los gatos, que nunca vengo a la
playa, termino bañándome vestido, por la noche y no he
traido bañador para darme un chapuzón como es debido.
Mi comentario fue como caído del cielo, conseguí sacarle
una sonrisa real y terminamos los
dos partiéndonos de risa como niños,
Llegamos a Burriana y nos tendimos en la arena acogedora aún templa-
da de la playa, bajo un cielo estrellado, como si no hubiera pasado nada.
Juan Pérez de Siles