
No es el pudor el protagonista de su cuerpo. Es demasiado voluble, una mujer madura que con el nuevo año ha estrenado barrio, un ático blanco lleno de luz y una terraza pequeña, por donde se cuelan las últimas briznas de sol que con sutileza pasean por su cuerpo larguirucho extendido sobre la cama, desnudo, simple, arqueado a la altura de la cintura y entreabiertas las piernas mientras da una última calada al cigarrillo y se mira en el espejo que hay en el techo que ocupa toda la extensión de su cama.
-¿Qué quieres? ¿Acaso no buscas también el amor? ¿Un cuerpo cálido que te acompañe? -pregunta al espejo expulsando lentamente el humo retenido en sus pulmones.
Una sensación de vacío invade su cuerpo. Levanta un brazo y los jazmines de las sales de baño del cual ha salido hace sólo quince minutos, penetran por su nariz recta como un sopor que huye y se queda a la vez.
Cierra los ojos, y se imagina que pasea desnuda por un jardín muy iluminado, de pasillos estrechos y setos altos, guiada por la esencia de jazmines y el gusto que le proporciona el lento y bien saboreado contacto de su mano con su propio cuerpo.
Con sereno y generoso gozo penetra embelesada por aquel jardín con sonido de arrullos de pájaros y murmullo de fuentes saltarinas, hasta quedar en un balconcillo frente a una estatua de un joven desnudo. La placentera contemplación de aquel solitario ser blanco, de sus dones tan bien regalados por su creador: tez plácida, mirada lánguida, cuello cuadrado, hombros fuertes, pecho duro, vientre recto lleno de músculos tensos, y aquel sexo recubierto de una suave pelusilla, apetecible, complaciente, sabiamente hecho para las delicias; esos muslos largos y prietos despoblados de vellos, que nacen y cohabitan con las continuas caricias impuestas por ella en su propia piel vibrante de sangre y fuego ya encendido en su bajo vientre.
En aquella habitación con la puerta cerrada a cal y canto, la pasión toma vida al abrir ella los ojos y devolver el enorme espejo la imagen de aquel joven ya abrazado a ella, que acaricia sus largos cabellos aún mojados por el baño, mientras besa su cuello, muerde el lóbulo de su sonrosada oreja, y retoza su rostro entre sus voluptuosos senos. Luego, con solemne lentitud, baja pasando perezoso sus dedos por todos los rincones de su cuerpo, hasta el vértice más atrevido y cálido de ella, que, ya separadas las piernas, espera ansiosa que corone su último tramo.
Se estremece y despliega un gemido lento por sus labios ardientes, los moja con la punta de la lengua mientras juguetea con sus dedos entre los ondulados cabellos de su amante. Se ve a sí misma en el espejo con la boca entreabierta, atractiva y seductora, jugadora sabia y aplicada en su propia piel ya tensa, muy sonrosada por el fruncimiento de las caricias, los vellos erizados, las mejillas encendidas. Unos dedos juguetean en la nuez de sus pezones, ella los atrapa y sube hasta su ávida boca donde los lame y mece con vaivén, al mismo ritmo que él lo hace en el centro más ansioso y húmedo de ella.
Su amante alza el rostro complacido, le sonríe, y sin dejar de mirarla a través de aquellos ojos lánguidos, con sumo gusto pega sus gruesos labios en la sombra de su ombligo, y asciende hasta sus generosos pechos, muerde sus pezones, una y otra vez, llenándoselos de saliva, y ella con voz ahogada solloza: «Lléname, muérdeme, donde sea... donde tú quieras...»
Las carnes abiertas le tiemblan de lascivia mientras aprieta sus manos en el trasero prieto de su amante para sentir el miembro erecto y bullicioso, que se remueve allí, en el sitio propicio del aturdimiento. Recorre su boca, bebe su saliva, aspira el aliento de jazmines, hasta que anula la frontera del control deforme de sus sentidos: «Tómame, poséeme...», suplica a su amante espejo, y el espejo, único testigo de sus deseos y protagonista triunfante de su cuerpo, le regala la imagen más reconfortante: una opulenta penetración largamente esperada. Todo su ser entero exclama, grita, gime sin obligaciones, tabúes, prohibiciones ni límites que exigen tiempo.
Generosa consigo misma y hambrienta de su propio cuerpo emanador de ese deleite intenso, se entrega, se abre, dulce y madura como un durazno, se contorsiona dócil y flexible por la excitación tomando esas increíbles posturas a las que sólo se accede en la ferocidad que da el placer.
Presa del sofoco y de aquel río de jadeos, se araña a sí misma, se muerde sus propios dedos, rasga las frágiles sábanas blancas, y en su pródigo despilfarro de delirio vuelve a verse abrazada con sus propias manos, sudorosa, agitada y ruborizada; poseída por esa embriaguez en la que uno se abandona de sí mismo para confundirse con otro cuerpo del que se goza.
Lucía Muñoz