
Es sábado de Pentecostés y en Santa Eulalia no se habla de otra cosa: del Poty, de cómo ha muerto y por qué aún sigue allí, en el bar del Curro de cuerpo presente...
Poty de Santa Eulalia entró por última vez al bar del Curro cuando las campanas daban las siete y media de la tarde, sus huellas del cuarenta y cinco se estamparon en el suelo como sello de barro y verdín. Era el primer cliente de la tarde. Se sentó donde siempre durante más de veinte años, al final de la barra junto a la máquina tragaperras. Pidió lo que acostumbraba, vino tinto de Valdepeñas que Curro le servía siempre en un vaso de duralex de cuarto litro acompañado con una tapa de huevo duro. Poty se pasó el dedo índice por el bigote en un gesto como de querer quitarse el polvo acumulado por el trabajo en el campo, y luego se bebió el vino y de dos mordiscos se metió en la boca el huevo duro, al minuto llamó al dueño del bar, Curro imaginó qué debía hacer, llenárselo de nuevo, hasta completar cuatro, cinco, seis vasos...
Nunca le vieron temblar las manos, ni tambalearse en el taburete como otros borrachos, el Poty apoyaba los codos en la barra y dejaba la mirada fija en cualquier parte, ensimismado, hasta que algún compañero de barra se enfrascaba con él en una discusión, por el precio de los tomates, por el fútbol... Poty aporreaba entonces la barra con sus puños de ladrillo y maldecía a todo el mundo, especialmente a su esposa.
-¡Qué ganas tengo de que acabe todo esto! -exclama Curro a los dos hombres apostados en la barra.
Uno de ellos es Ernesto el barbero, lleva puesto un traje marrón y por respeto a la amistad que le unía con el difunto se ha colocado una cinta negra en el brazo izquierdo. El que está a su lado es el carnicero Camilo, alias «el Panocha», por el color de su pelo.
-También es mala suerte que Curro haya tenido que cargar con el velatorio- dice Ernesto.
-Y ¡qué remedio le ha quedao!- exclama el Panocha- ese ataúd pesa más que un toro ahogado, en la casa del Poty no cabría ni por la puerta y encima a la iglesia no lo han podido llevar, porque ya sabes que está cerrada por reformas en el techo.
Ernesto mira con estupor el enorme féretro que reposa en el centro del bar. Jamás había visto él un ataúd tan grande y menos aún encima de un soporte con ruedas para facilitar su desplazamiento. Calcula que debe medir unos dos metros de largo por uno y medio de ancho.
Poty a sus cuarenta y cinco años de edad necesitaba dos taburetes para sentarse en la barra. Era ancho de espaldas e hinchado de pecho, los brazos y piernas gruesos y redondos como troncos. La cabeza cuadrada, la nariz carnosa y una boca grande que mostraba al reír una mella por faltarle dos muelas en la parte izquierda.
-No somos nadie- murmura Ernesto.
-Y menos para la muerte -añade el Panocha- con todo lo saludable que estaba el Poty y fíjate la muerte que ha venido a tener...
Curro pasa la bayeta por la barra y la deja reluciente. Desde el incidente del Poty no puede estarse quieto. Aún le tiemblan las manos y desde ayer siente un nudo y una quemazón en el estómago que le sube hasta la boca de la garganta. «He pasado la noche en vela y encima mi mujer está cabreada conmigo por dejar que se haga aquí el velatorio... Soy un gilipollas, lo sé, y mi mujer me lo recuerda a través de esa mirada de desprecio que me está clavando desde hace un buen rato...»
-Oye Panocha, te voy a decir algo que me confesó el Poty el otro día mientras le recortaba el pelo...
-Cuenta, cuenta...
-Pues verás -dice inclinándose en la barra- el Poty se me quedó mirando con esos ojos tan grandes que tenía y me dijo: «Ernesto, ¿a que tú no sabes por qué llevan zapatos las actrices en las películas porno?» y ¿sabes que me contestó?
-Cuenta, cuenta...
-Pues según él -dice Ernesto acercándose al Panocha- lo hacen para que no se les enfríen los pies...
En el otro extremo de la barra está Pepín, el hijo menor del Poty. Tiene la mirada fija en el mostrador que hoy está vacío de tapas. Este bar le trae malos recuerdos... Hace dos años su padre le sentó en esta misma barra y le dijo: «Pepín, ya tienes once años y va siendo hora de que pruebes el vino», él sorprendido exclamó: «¡Pero padre, si madre se entera se enfadará y ya sabe usted como las gasta...!» Su padre le clavó entonces los ojos de macho montés, sabía lo que aquello significaba: «O lo haces o te arreo una ostia», sin alternativa cogió el vaso de vino y se lo bebió de un golpe. «Ahora te comes ese huevo cocido», le ordenó su padre y él cogió el huevo y se lo metió en la boca de dos mordiscos... Lo masticó tan deprisa que se le hizo una bola en la boca, le sobrevino un golpe de tos que intentó reprimir... No pudo evitar que todo el huevo machacado fuera a parar a la cara de su padre... «!Demonio de niño!», gritó su padre y él se meó encima y aquel líquido caliente se fue resbalando por sus piernas de púber, por la barra... La vergüenza y la rabia le subieron a las mejillas y un odio visceral hacia su padre se apoderó de todo su ser. Había deseado tantas cosas malas para su padre en estos dos últimos años, que cuando su hermano mayor lo llamó para decirle que había muerto su padre y de qué manera, pensó, «Ya está, se jodió por fin el viejo», sin embargo, ahora incomprensiblemente llora.
En el centro del bar la viuda gime junto al féretro, se suena los mocos.
-¿Has visto como llora la viuda?- dice el Panocha.
-Lágrimas de cocodrilo -comenta Ernesto- según me confesó una vez el Poty en la barbería, la Juana pensaba separarse de él...
-Pues entonces «ésa» se ha quedao como perra que le quitan pulgas y encima ahora le darán una buena paga...
La viuda se levanta, va al cuarto de baño, vuelve pero no va junto al ataúd, se acerca a la barra donde está sentado su hijo pequeño.
-Pepín, deberías de salir a la calle con tu hermano mayor.
El chico calla. Su madre le toca una mano y éste la siente helada.
Juana se tambalea y su hijo la obliga a sentarse en un taburete. Tiene la boca seca, los tobillos inflamados y desde hace un buen rato siente náuseas. No aguanta el olor penetrante de las coronas de flores ni de los numerosos ramos que reposan sobre el ataúd. Desearía tener fuerzas para subirse en lo alto de la barra y gritar: !Que se larguen!, ¡marchaos todos...! Está cansada de apretujones, de besos... «Te sentirás satisfecho Poty de Santa Eulalia, hasta para morir te has salido con la tuya... Siento que se me cangrena el alma por todo lo que me recuerda este bar... De mi lucha de tantos años para alejarte de esta puta barra a la que has venido a morir... Por los desengaños del día a día y las ilusiones rotas... Siempre me decías, Juana, la voy a dejar, te lo juro, dejo la bebida...»
Curro se acerca a la viuda y le ofrece un tazón de caldo caliente. No tiene ganas de beber caldo pero su hijo la obliga. «Un cigarrillo», piensa, «eso necesito... Fumarme lentamente un cigarrillo sobre la cama que ya no tendré que compartir con un borracho lleno de babas...» Juana se mira en el espejo que cuelga al lado de la estantería llena de bebidas tras la barra. Ella era una mujer atractiva, pero ahora se ve gastada e insoportable. Se ha vuelto huraña, siempre con mal humor, tiraniza a sus hijos, a quien osa mirarla... Todo le ahoga. Se lleva la mano a la frente, el pelo negro que un día fuera abundante, ahora era un mechón enmarañado con numerosas canas... «Aquí estoy, en este bar, en la esquina de esta puta barra... Una vez me senté aquí mismo enamorada... Lejos, lejos, muy lejos que ya...», Juana saca fuerzas y va junto al féretro.
Pasan los minutos. Las mujeres cuchichean sin parar alrededor de la viuda y los dos hombres apostados en la barra van y vienen de fumar un cigarrillo en la calle, donde están la mayoría de los paisanos. El hijo mayor del difunto, Andrés, entra en el bar, habla con su madre y luego se acerca a la barra junto a su hermano pequeño.
-Pepín, madre dice que te vengas conmigo a la calle a tomar el aire- le comenta su hermano Andrés pasándole un brazo por la espalda.
Pepín mira a su hermano mayor, una décima de segundo, lo suficiente para clavarle todo el estupor que estaba inundando su vida. Luego baja la mirada y la fija en el mostrador.
Andrés siente de pronto que se le cae encima todo el cansancio acumulado por las horas de velatorio. Le estorba la corbata y le sobra el traje negro de chaqueta que le han prestado. Le tiemblan las piernas. No quiere llorar... «Tú siempre jodiéndola, padre, hasta para morirte...» No siente pena por él, no siente amargura, pero sí un miedo que nunca había sentido igual... Nada parecido a cuando su padre llegaba por las noches con olor a vino, pegando gritos y arrojando las sillas y todo lo que se le pusiese a su alcance. No. El miedo que estaba sintiendo ahora era un miedo de cristales que le estaba mordiendo las entrañas... «¿Qué va a ser de nosotros ahora?», suspira hundiendo la barbilla en su pecho. Tiene veinte años y acaba de darse cuenta, de que él es ahora el cabeza de familia y esa responsabilidad le aterra.
En el otro extremo de la barra, Ernesto y el Panocha hablan nuevamente del Poty.
-La última noticia que tengo es que le van a hacer un responso en el cementerio y que lo van a incinerar- comenta Ernesto.
-Y ¿qué van a hacer con las cenizas?
-Creo que las quieren arrojar donde Poty tenía sus almendros.
-Pues como no anden listos los dos hijos, la viuda es capaz de tirar las cenizas por el water.
Curro tras la barra junto a la máquina registradora escucha los comentarios de los dos hombres. De pronto siente un escalofrío por la espalda, la piel de gallina... Le ha parecido oír la voz del Poty al final de la barra llamándole como hizo ayer antes del incidente... Parece que lo está viendo con la mano en la garganta, amoratado y diciéndole entre ahogos: «Curro, el huevo, el huevo...» Rápidamente se acercó a él y le intentó ayudar propinándole golpes en la espalda. Como aquello no surtía el efecto deseado, le metió los dedos en la boca, al Poty le dieron arcadas, vomitó, pero el trozo de huevo cocido seguía estando en el conducto equivocado... Se le amorató la cara, le enrojecieron los ojos, los labios azulados... Con todo lo grande que era se desplomó contra la barra y luego perdió el sentido llevándose en su caída toda la hilera de taburetes... Cuando llegaron los de urgencias intentaron reanimarlo con el boca a boca y en el empeño hasta le rompieron varias costillas... No se pudo hacer nada más.
Acaban de entrar al bar los de la funeraria, cosa que arma un gran revuelo entre los asistentes. Las mujeres recogen los ramos, arropan a la viuda.
-Menos mal que le han puesto ese soporte con ruedas al ataúd- dice Ernesto al ver como torpemente lo empujan los de la funeraria.
Al fin el silencio se hace dueño del bar. Curro apostado en la barra enciende un pitillo. «¡Gracias a Dios!», suspira y echa una mirada al local. No queda nadie. Fuma, intenta relajarse... «Después de esto, Curro, ya puedes soportar lo que sea en este bar, en esta barra, lo que sea...», piensa a la vez que arroja la colilla al suelo y con rabia la aplasta.
Se dirige hacia la estantería de las bebidas. Coge la botella de Valdepeñas, un vaso de los de duralex, lo llena y girándose hacia el final de la barra, hace el gesto de brindar y exclama:
-¡Va por ti, Poty de Santa Eulalia!
Lucía Muñoz