La bola de cristal

Las tardes de verano son siempre así: de un sopor y una calma chicha rota sólo por el zumbar de las avispas,  el ronquido del abuelo, una moto solitaria.... En esos momentos cojo mi bola de cristal, miro el ojo que baila en su interior y le pregunto por los seres que conocí o que si acaso no existieron nunca. Por aquellos veranos en el huerto bajo la higuera, donde contaba las hormiguitas que ascendían por el tronco en fila como un ejército bien entrenado.

            Había un nido de avispas en el tejado del patio, a mi me daba mucho miedo pasar debajo y mi hermano, como lo sabía, arrojaba piedras al nido o bien cogía una cañavera larga y lo golpeaba. Las avispas zumbaban y volaban como enloquecidas buscando con quien vengarse.

            Teníamos una inquilina en casa, Doña Brígida, vivía en el trastero del patio, se asomaba a la ventana fumándose un cigarrillo. Eran largos y finos, con aroma del caribe, explicaba ella, pues se los había traído de Cuba, donde trabajó de joven como cupletista, le llamaban allí, “La Malagueñita”, las malas lenguas comentaban que hizo fortuna, pero que  la dilapidó con un mulato del que ella se enamoró.

            -He vuelto a España para rematar mi último cuplé- solía quejarse doña Brígida.

            -¿Qué cuplé?- le preguntaba yo.

            -¡Qué va a ser hija!, el de esta  perra vida.      

Por entonces a doña Brígida a veces  se le ponían los ojos vueltos y echaba espumarajos por la boca, unos decían que había sido víctima de un mal de ojo, otros que tenía el mal de los reyes, uno de Francia que por lo visto no se lavaba nunca.

            -Qué sí niña, que sí se lavaba- me insistía mi madre- lo hacía con agua de colonia.

            -¿Y eso?

            - Es que un rey es muy rico y puede permitirse el lujo de bañarse con lo que le de la gana.

            Mas tarde supe que hubo otra reina, una tal Cleopatra que se bañaba en leche de burra.

            -Esa tal Cleopatra le pasó como a mí- me confesó una tarde  Doña Brígida- fue tan tonta que  apostó todas sus cartas por  un hombre.

            Mi madre por las noches le bajaba la cena.

            -Aquí tiene sus gachas.

            Doña Brígida se me quedaba mirando.

            -Venga, que te dejo que las pruebes- me invitaba pasándome la cuchara.

            Las avispas zumbaban al olor dulzón de la miel de caña que mi madre echaba por encima de las gachas.

            Doña Brígida tenía una bola de cristal, en cuyo interior bailaba un ojo. Era azul como el cielo y brillaba con la luz del sol. Aseguraba que si lo mirabas fijo te hipnotizaba y que si le pedías un deseo y el ojo se cerraba, entonces te lo concedía.

            Yo veneraba aquella bola, y me pasaba las tardes sacándole brillo y mirándola hasta que los ojos se me ponían bizcos.

            -¿Usted cree que me despertaré mañana crecida?- le pregunté una tarde a doña Brígida.

            -¿Eso por qué?

            -Porque mañana tendré un año más.

            Doña Brígida cogió entonces su bola de cristal y la miró largo rato.

            -Ten. Llévatela como regalo de cumpleaños- me declaró y me la puso entre las manos.

            -¿Seguro que me la da?

            -Seguro no hay nada en este mundo  niña- sentenció- excepto que a mí mañana no me hará falta.

            De pronto a Doña Brígida se le saltaron las lágrimas. Se le pusieron los ojos vueltos y echó espumarajos por la boca. Aquella fue la última vez que la vimos con vida.

Las tardes de verano son siempre así: El calor aprieta y las avispas zumban. miro entonces mi bola de cristal y le pregunto al ojo  por aquellas personas que conocí o que si acaso no existieron nunca.