PASAR EL PLUMERO

 

        

  

                Lucía Muñoz Arrabal

 

            Aquel era un viernes sin más pretensiones que esperar a que llegara la una y media, y salir pitando hacia la cervecería del Frasco, a por la típica caña con tapa, seguida de otras dos o tres más, según se terciara la conversación con los contertulios de barra. La oficina estaba de lo más aburrida, y como el cliente que esperaba para las diez y media no apareció, decidí ir a dar un garbeo para despejarme las ideas.

Iba paseando por la calle de Gracia mirando escaparates, cuando de pronto vi acercarse a Dori, con su uniforme celeste de la empresa de limpieza en la que ella trabaja. Me regodeé en observarla. Iba metida en sus pensamientos, como hablando sola; con un manojo de llaves en la mano izquierda, y en la otra, una bolsa amplia en la que llevaba los potingues de la limpieza. Su cuerpo flacucho  de un metro sesenta  se movía con nervio, grácil y ligero. Sus pechos, abundantes para su cuerpo, se movían en un barrido de tres por cuatro que no dejaba indiferente a ningún viandante. Su pelo negro y rizado, lo llevaba recogido en una cola, que movía coqueta cual gacela en mitad de la selva.   Cuando se percató de mi presencia, su rostro de nácar se iluminó de la sorpresa, y acto seguido dibujó una amplia sonrisa. Era la primera vez que nos encontrábamos en plena calle a la hora de currar.

            -¿Con qué en esto trabajas?,  de mirón de escaparate- me dijo dándome dos besos.

            - Estaba dando un paseo. ¿Te apetece tomar un café?

            -No puedo. No ves que voy de faena.

            -Pues te acompaño hasta tu trabajo.

            -Mala suerte, Julio. Precisamente es en este edificio. Aunque… ¿por qué no?- dijo mordiéndose el labio- podrías subir y te invito yo a algo.

“Joder”, pensé, “¿se me está insinuando...?”

 

 -Entonces, ¿subes, Julio?- insistía- Es un piso muy amplio y bonito, de una profesora, soltera, ¿sabes?, y muy guapa.

            -Y ¿estará ella?

            -No. Ella nunca está cuando limpio.

            “Mejor, pero que mucho mejor, vamos, que ni a huevo”, me dije.

Mientras subíamos en el ascensor hasta la quinta planta, tuve que reprimirme el impulso de darle un morreo, un achuchón… Desde el primer día que coincidimos en las clases de yoga he deseado a Dori. Su cuerpo menudito, relajado, tumbado sobre la alfombra, me atrae con la miel a las abejas. Sus pechos subiendo y bajando, las curvas de su cintura; es que no puedo dejar de mirarla, de intentar quedar lo más posible cerca de ella, de entablar una conversación, de invitarla a tomar un zumo tras las clases. Puedo afirmar que más que para relajarme, últimamente las clases de yoga son para excitarme.

 Efectivamente, el piso estaba solitario. El salón, muy bien iluminado por una gran cristalera dejaba ver el bullicio de media ciudad. Los muebles eran convencionales de color avellana. En las paredes habían colgados cuadros abstractos que nada me decían, no más que manchurrones de colores. Nunca he entendido que le ve la gente a esos cuadros, para mí una obra de arte es un cuadro con paisajes, batallas y personas. Había una librería atestada de libros que ocupaba todo el lateral derecho, y frente al ventanal había una mesa con un ordenador, y a un lado una mini-cadena de música. Un busto de Julio Cesar en mármol rosado reposaba aburrido en una esquina, y por doquier, muchas revistas de decoración.

            -¿Puedo poner música?- pregunté.

            -Como quieras- respondió y se puso los guantes. Cogió unos trapos y una pistola con líquido azul y  comenzó a quitar el polvo a la mesa del ordenador.

            “¿Lo hace para mortificarme, para ponerme a prueba, o realmente va a limpiar…?”, pensaba nervioso.

            -¿Qué miras?- me preguntó, pues me pilló observándola mientras ordenaba las revistas que había sobre la mesa.

            -Lo bien que te desenvuelves.

            -¿Por qué no me ayudas?, así terminaré antes y podremos tomarnos el café con más tiempo.

            “¿Está de coña?”, pensé, pues la verdad, en aquellos momentos no estaba pensando precisamente en fregar y después tomar un café, más bien en merendarme a ella toda enterita.

            -Bueno, me ayudas o no- insistió.

            -Y ¿que quieres que haga?- respondí por seguirle la corriente.

            -Podrías pasar el plumero por la librería.

            Al decir aquello, yo no se si fue por un subidón de testosterona, o por la canción, Only You, de The Platters, que estaba sonando; el caso es que le clavé la mirada, la agarré por la cintura, la obligué a pegarse a mi cuerpo, y le dije: “El plumero te lo voy a pasar yo por aquí”, y le puse la mano en la entrepierna.

            -¡Julio, yo…!- protestó, pero yo le hice callar con un beso largo, porque entre otras cosas, sabía lo que ella me iba a decir: “Que era una mujer casada, que aquello no estaba bien, que ella no era de esas…” Para mi sorpresa, Dori entre abrió los labios y dejó que mi lengua penetrara en su boca. Animado por su entrega, mi mano recorrió su espalada y subió hasta su nuca, le masajeé el cuello, la cabeza, los hombros…, ella apretó sus  grandes pechos contra mi cuerpo, y comenzó a emitir unos pequeños gemidos; eso me excitó sobremanera, y ella debió de darse cuenta, pues se quitó los guantes y deslizó su mano lentamente  hacia  mi bragueta. Masajeó mi sexo, que estaba duro. Bajó la cremallera e introdujo su mano, pequeña, tibia y suave. No tuvo que rebuscar mucho para hallar el objeto de su deseo. Mi animal salvaje salió de su escondite para saltar sobre su presa, toda tensa, brillante y arrolladora.  Ella  se agachó hasta la altura de mi cintura y sin mediar nada más que un “¡Dios….!”, se la metió en su boca, cálida y húmeda. Dori disfrutaba lamiéndomela engolosinada, como si fuese un pirulí o un polo de fresa. Me excité más y más…, yo sentía como mi sexo  se agrandaba, engordaba, rebuscaba en su boca, salía y entraba, salía  y entraba. El placer  me nacía en los testículos y subía hasta el estómago, el pecho, la garganta, “nena, no pares, no pares…” le gemía.

            Yo me deleitaba mirándola, tenía los ojos cerrados, la boca abierta y mi sexo que le entraba y salía jugoso.  Apreté los glúteos, me aferré a su cabeza y comencé a moverme hacia atrás y delante. Ella introdujo sus manos en mi camisa y las fue ascendiendo como culebras hasta llegar a la altura de mi pecho, allí se apoderó de mis pezones, que se pusieron duros hasta hacerme daño.  Estaba a punto de reventar cuando ella soltó mi pene y se incorporó. Yo entonces la cogí en brazos y la arrojé al sofá. Agradecí que fuese tan amplio. Le arranqué el traje de limpiadora. Volaron el sujetador y las bragas; mi camisa, mi pantalón y mis calzoncillos que fueron a parar al busto del César de la esquina. Nos besamos con rabia, mordiéndonos los labios, succionándonos como hambrientos, le lamí el lóbulo de la oreja, y le susurré al oído: “Dori, te voy a comer el coño”.

            Comencé por lamerle el cuello, las tetas, y le mordí los pezones; ella emitió un gemido profundo de placer. Mi lengua continuó hasta su ombligo, entonces le separé las piernas, introduje mi nariz en aquella selva negra ensortijada y ella abrió su flor de loto y me ofreció todo su néctar. Mi lengua lamía sus labios carnosos, su clítoris, una y otra vez, hasta empacharme de sus jugos a marismas, a salinas y frutas exóticas.  Ella gemía y gemía, hasta que emitió un grito de placer que retumbó en toda la casa. Tuve miedo de que apareciera algún vecino espantado, así que le puse una mano en la boca, y ella enloquecida por el siguiente orgasmo, se apoderó de mis dedos y  los fue chupando y mordisqueando, mientras gemía, reía y lloraba, todo a la vez.

            Jadeando levantó la cabeza, se incorporó un poco y agarró mi sexo, lo acarició hacia atrás y  delante, y cuando lo tuvo apunto de caramelo, comenzó a acariciarse con él en el clítoris. El orgasmo le vino enseguida. Abrió la boca para emitir otro grito de placer. La veía retorcerse y vibrar. Jadeaba, reía, decía palabras entrecortadas. La mirada perdida en algún paraíso que sólo ella podría imaginar. Con la lengua se lamía los labios, y el brazo libre lo levantaba con el puño cerrado, luego abría la mano y extendía todos los dedos y los volvía a cerrar, como queriendo aferrar todo su ser que se le escapaba en cada orgasmo.

            Ella estaba hermosa y exultante, todo su cuerpo palpitaba. Se la veía tan a gusto, tan relajada, tan llena de placer… y yo estaba alucinado, excitado y pletórico, pues para mí, la hombría está en hacer  gozar a una mujer. 

            En el momento que ella quiso, agotada por los múltiples orgasmos, dejó de acariciarse. Yo me abracé a ella. Dori jadeaba, sudaba por la frente, por las axilas, por las ingles. Olía toda ella a hembra recién follada. La besé con avidez y ella me susurró al oído: “Ahora yo, te voy a follar”.

            Se levantó y yo me tumbé en el sofá. Me recreé viendo como con una mano se acariciaba  las tetas y con la otra su sexo. Se movía como una serpiente, llena de lascivia y erótica. Aquella no era la Dori que yo conocía de compañera en las clases de yoga, aquella era una diosa, una sirena, un sueño libidinoso. Y como  era ella la que me iba a follar, se puso a caballo encima de mí, se introdujo mi sexo y yo sentí todo el ardor de su interior, lo suave y jugoso de sus entrañas. Cabalgó sobre mi, lento, rápido, lento, rápido… ella extendió los brazos, parecía flotar, levitar sobre mi cuerpo. Yo la agarré por la cintura  para ayudarle con los movimientos. Recorrimos juntos praderas, estepas, llanuras, bosques, ríos y montañas. Eso sin dudarlo, debía de ser lo que nuestro profesor de yoga llama: “Alcanzar el Nirvana”.  De pronto ella se detuvo en seco.

            -¿Qué pasa?- pregunté aturdido por la excitación.

            -Me parece que he oído unas llaves, como si abrieran una cerradura.

            -No digas tonterías.

            El salón se me encogió, no veía sitio donde esconderme. Ella se levantó, y como un rayo, recogió su traje de limpiadora, y me arrojó mis pantalones y la camisa.

            -Corre, corre al cuarto de baño- me ordenó mientras se vestía.

            -Pero, ¿dónde está el water?

            -¡Coño, al fondo a la derecha!- me señaló. Estaba como poseída por los nervios.

            El corazón se me iba a salir por la boca. Me encerré en el baño y a toda prisa intenté ponerme la ropa. Mi mente no paraba de pensar en la excusa que le daría a la dueña del piso. Aunque en todo caso, pensé, la peor parte se la llevaría Dori, por ser la empleada, y sobre todo, por estar casada. Pasaron unos minutos que se me hicieron eternos. Pegué la cara a la puerta por si podía oír algo, pero nada, todo estaba extrañamente en silencio. Quise abrir la puerta pero justo en ese instante escuché unos golpecitos, seguidos de un “soy yo”.

            Abrí la puerta. La sorpresa fue mayúscula. Me encontré a Dori nuevamente en pelotas. En una mano sujetaba el plumero que agitaba como una fusta, y en la otra mis calzoncillos. El pelo lo llevaba suelto y  le caía en cascada hasta la altura de sus pechos. La mirada socarrona, las piernas entre abiertas  mostrando juguetona aquella gruta del placer.  Las tetas gordas, enrojecidas por la fruición; los pezones marrones, tiesos señalándome; toda ella brillaba voluptuosa, exhalaba lujuria. Era como una portada de revista pornográfica. Vamos, que ni en mis sueños más cachondos que había tenido con ella, la había imaginado así. La agarré por la cintura, la besé con furia, le mordí los labios, el cuello, quería comérmela toda. Dori se puso a cuatro patas y entonces yo monté sobre ella y la penetré con rabia, con gusto y con fuerza. Ambos  emitimos un alarido de placer. Yo quería entrar más y más dentro de ella, hasta el fondo de su ser, hasta llegar a su esencia. Alargué un brazo y con los dedos le acaricié el clítoris, lo que hizo que ella gritara nuevamente del orgasmo hasta que sentí como el suelo temblaba. Una explosión de gozo estalló por todo mi cuerpo que ardía, se retorcía, se consumía, se perdía en el cuerpo de ella.

            Jadeantes, sudorosos y exhaustos, nos metimos en la bañera jacuzzi.

            -Sabes Dori- le susurré al oído mientras le enjabonaba la espalda-  de aquí en adelante, dejamos las clases de yoga, te acompaño al trabajo, y te paso el plumero por donde tú  quieras.

-¡Pero tú estás loco!

-Loca lo serás tú. Te imaginas si viene la dueña.

-Imposible- me dijo con una sonrisa picarona- se ha marchado dos semanas a Francia…