
Una alegría compartida es una doble alegría; un disgusto compartido es medio disgusto. (Jacques Deval)
Todos los miércoles, a partir de las ocho y media quedamos para leer escritos propios o de otros, esos textos que nos apetece mostrar, esos libros que nos han tocado el alma y que queremos compartir.
La lectura no
es erudición, la lectura es otra forma de animar la conversación, porque la
conversación es la base de la cultura, y la cultura es la base de la
convivencia.
(LOS TITULOS DE LOS TEMAS SOBRE LOS QUE ESCRIBIR PARA LA SIGUIENTE TERTULIA SE ELIGEN AL AZAR PREGUNTANDO A CUALQUIER ASISTENTE, GENERALMENTE UN RECIÉN LLEGADO, QUÉ TITULO O TEMA PROPONE: SUS PRIMERAS PALABRAS PRONUNCIADAS SE CONSIDERAN EL TEMA EN SI MISMO, DE AHÍ LO CURIOSO DE ALGUNOS DE ELLOS)
ES PELIGROSO
Lucía Muñoz Arrabal
A la hora que cierran los bares, el mundo se vuelve peligroso- me había advertido mi madre.
Eran las cuatro de la mañana y acababan de echar el cierre del bar del muerto. La noche estaba fría, oscura, de maullidos de gatos y chillidos de ratas bajo las alcantarillas.
Allí estaba yo y aquel tipo, un hombre de los que a las mujeres les resulta atractivo, tenía cierto aire distinguido, debía de ser por las canas en las patillas, o por sus ojos de un verde claro, o por su sonrisa burlona, casi pícara.
Yo había estado a su lado en la barra del bar, no habíamos intercambiado ni dos palabras, pero había algo en él que me hacía pensar que era de fiar.
Caminamos uno trás del otro por la larga calle Pintada, él, solitario y abstraído en sus pensamientos, de vez en cuando, pateaba alguna piedrecita, una cáscara de naranja, un trozo de papel, las manos en los bolsillos, el cuello de la camisa levantado, los hombros algo hundidos, la cabeza inclinada hacia delante intentando esquivar el guantazo del viento que aquella noche procedía de la sierra.
De pronto a la altura de la plaza de Cantarero apeó su cuerpo en uno de los bancos solitarios bajo las buganvillas. Como no tenía nada mejor que hacer me senté a su lado en el extremo del banco. Le ofrecí un cigarrillo. Fue un gesto mecánico, no lo hice para entablar una conversación simplemente quería ser amable con él.
Uno se sienta, coge el cajetín, lo abre, saca unos cigarrillos y punto.
El no lo rechazó, todo lo contrario, me lo agradeció con una sonrisa, ninguna palabra, pero sí el gesto de asentimiento con la cabeza. Me ofreció fuego y ambos fumamos en silencio largo rato.
-¿Tampoco tienes a donde ir?- me preguntó.
-Si, pero no me apetece escuchar el sermón de mi madre.
-Yo no tengo madre
-Lo siento- le respondí, y lo dije sinceramente.
-Da lo mismo. Nunca la conocí, me abandonó en la puerta de un estanco, seguramente pensó que esa buena gente tendría dinero para mantenerme, pero no ocurrió así, resultó que el dueño era un solterón y como no sabía que hacer conmigo, llamó a la policía y me ingresaron directito a un orfanato.
-Cuanto lo siento.
-No es para tanto, uno se acostumbra a llorar solo, a comerse los mocos, a estar meado todo el día, a que te den de comer a empujones, que te arañen y te escupan los otros niños, hasta que tú te haces fuerte a base de guantazos y de pronto eres tú el que un buen día arreas mamporros y escupes a los otros.
-Debió ser muy duro.
-Con los años todo se olvida.
-¿Usted cree?, yo no olvido el primer guantazo que me arreó mi vecino a los cinco años.
-Es que tú no has vivido tanto como yo. Los años te dan la experiencia y la capacidad suficientes como hacerte de piedra y de impermeable.
-No sé- le dije- a mi me parece que hay que tener sentimientos.
-Eso se lo dejo para los melancólicos y los románticos.
-¿Usted no lo es?
-Hubo un tiempo en que lo fui. Me enamoré de una niña del orfanato, pero se la llevaron a los pocos meses a una casa de acogida y ya no la volví a ver, aquello me dolió como si me hubieran arrancado una muela sin anestesia, lloré a moco tendido, se me quitaron las ganas de comer; soñaba con ella a todas horas, y hasta escribí mis primeros versos, los más tontos que hallas leído en tu vida.
-¿Se ha vuelto a enamorar?
-No- y lo dijo con aplomo, serio, yo diría que triste, aunque él no llegara a reconocerlo.
-Yo nunca he tenido novia, pero se lo que es el amor.
-¿El amor?
-Si
-Menuda tontería.
-Para mí fue amor.
-Para ti fue un calentón de una noche de verano.
-Y ¿usted como lo sabe? No estaba allí, y además no era verano.
-Bueno no te enfades hombre.
-Es que yo aún sigo enamorado.
-Triste y jodido.
-Mucho.
Nos quedamos en silencio, le ofrecí otro cigarrillo e igualmente lo aceptó, el viento arreció, me estremecí pensando en ella, en sus ojos aceitunas y en su pelo rojo, en su cintura de avispa y en sus manos finas, largas, blanquísimas, sus uñas pintadas de rojo, sus labios gruesos, sus dientes tan perfectos, las pequitas de sus mejillas sonrosadas, mi vecina para qué negarlo era la perfección para mí.
-¿Cómo se llama?- me preguntó.
-¿Quién?
-¡Quien va a ser!, tu enamorada.
-Clara.
-Bonito nombre.
-Si la conociera diría de ella que es un ángel.
-Bueno, lo será para ti.
-¿Cómo dice?
-Tranquilo no te alteres muchacho.
Apreté los puños, deseaba darle un puñetazo.
El debió de comprender porque de pronto se puso de pie, dio unos pasos, se detuvo, y ya no me dio tiempo a reaccionar, tenía su jeta delante de la mía, los ojos le brillaban como un lobo hambriento, el primer navajazo me lo dio entre las costillas, gemí, como un enamorado, como un loco, como un tonto, como un idiota, que sabía que era peligroso pasear solo por la noche, que era peligroso hablar con extraños, sentí otro navajazo en el costado.
Me dejó allí, tirado en el banco, esperando, esperando y esperando, hasta que ya no esperaba nada más que la muerte que se me acercaba con su guadaña.
-Mira, otro borracho más- me pareció oír a la muerte antes de que me envolviera en su negro manto.
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YA SE LO DIRÉ A ELLA MAÑANA
Aquella tarde gris de otoño Manolo subía las escaleras para llegar a su piso, se iba aflojando el nudo de la corbata, como el maletín le impedía hacer bien los movimientos, se detuvo en el descansillo de la segunda planta, dejó el maletín en el suelo y ya, liberado de él, se aflojó del todo el nudo de la corbata.
Por un instante se quedó paralizado, meditabundo…
No hacía más que una hora que había estado entre las sábanas ásperas de un motel de carretera, aún le venía el olor a Sandra en las yemas de los dedos a pesar de que se había lavado a conciencia, no quería que su mujer sospechara de nada y menos aún de algo así.
El sabía que algún día tendría que decírselo, porque entre ellos hicieron un pacto antes de casarse, se lo dirían todo, fuese bueno o malo, siempre la verdad por delante.
Pero claro, cuando llega una bomba como esta, ¿cómo decirla sin herir a su mujer?
El no lo había previsto, estaba enamorado de su mujer, de su vida en común, de sus proyectos futuros, pero todo se le volvió como un calcetín, cuando conoció a Sandra.
Todo comenzó una mañana hace seis meses, se había levantado tarde y con las prisas aquel día ni desayunó. Corrió para poder alcanzar el tren de cercanías de las ocho y treinta, sabía que aunque lo cogiese llegaría tarde a la oficina, pero ya no tenía remedio la cosa. Cuando se acomodó en el asiento llamó al trabajo para decir que llegaría tarde, después se relajó, miró por la ventanilla, el día estaba luminoso a pesar de la capa grisácea de la contaminación, cuando se cansó de contar postes de la luz y de teléfonos, miró a su alrededor, varias monjas a su izquierda leían lo que parecía un misal, a la derecha dos estudiantes repasaban las últimas notas para algún examen, un marroquí se rebuscaba entre los dientes blanquísimos algún resto de comida, una anciana con el bolso bien agarrado y sujeto en el pecho suspiraba y recitaba una pequeña letanía con los ojos cerrados, tenía la cara surcada de arrugas, le hizo pensar en su abuela, una anciana igualita que aquella, tan beata, tan sufrida, tan dolida por el mundo que le tocó vivir, tan arrepentida de no haberse marchado para Francia, donde su esposo tuvo que exiliarse durante cuarenta y pico largos años, allí el abuelo se enamoró de otra, y tuvo varios hijos, con los que un buen día apareció para conocer a sus otros dos hijos que había dejado en aquella España que comenzaba a recuperarse, a lavarse la cara y a hacerse mujer mayor de edad con derecho a voto, a libertad y a divorcio, que fue lo que vino buscando el abuelo para casarse con aquella francesa delgaducha, de pelo pintado de rojo, con minifalda y un escote que todavía Manuel recuerda a pesar de que contaba entonces con siete años.
Su abuela, tan beata, tan sufrida, tan dolida y arrepentida, le concedió el divorcio al abuelo entre otras cosas porque ya no le quería, para ella aquel señor calvo con bigote, barriga prominente y acento afrancesado ya no era su esposo, era un extraño, un extranjero y un bastardo-hijo de puta, para Manuel aquello fue un conmoción, escuchar de la boca de su abuela una palabrota y de las gordas, ¿tendría él que ir a misa a confesarse por haber oído semejante palabrota? Y su abuela ¿cuántos Aves Marías y Padres Nuestros debería rezar?, estaba Manuel en aquellos pensamientos cuando una mujer se sentó a su lado, él al principio a penas reparó en ella, estaba acostumbrado al ir y venir de personas que se sientan y comparten unos instantes de su vida sin que transcienda nada entre ellas. Pasaron varios minutos y de pronto reparó en el perfume que le pareció que provenía de la mujer sentada a su lado, era un aroma que le resultaba familiar, pero lejano a la vez, cerró los ojos y se concentró en el aroma, ¿a qué le recordaba?, pasaron varios minutos más y de pronto abrió los ojos y lo recordó, era el olor de las pastillas de jabón que su madre solía poner en los cajones donde guardaba las sábanas, aroma de lavanda, el recuerdo de su madre le enterneció y entristeció, se atrevió a mirar a la cara a la mujer que tenía al lado, ojos grandes, nariz recta y respingona al final, labios gruesos, barbilla plana, no era lo que se dice una cara especialmente atractiva, estaba reparando en el lunar que tenía en la mejilla cuando se encontró con dos ojos azules que le interrogaron.
Agachó la cabeza y tosió para disimular el nerviosismo de haber sido descubierto, la mujer se ruborizó y se removió en su asiento, él pensó que se levantaría pero no lo hizo, todo lo contrario se volvió hacia él.
-Hola- dijo ella para su sorpresa.
-Hola, perdona si te he molestado- respondió él todo nervioso.
-No me importa que me mires.
-Me llamo Manolo.
-Yo soy Sandra.
-¿Sueles coger mucho este tren?
-Si todos los días para ir a mi trabajo, y ¿tú?
-No. La verdad es que ya llego tarde a mi curro, suelo coger el de las siete y media.
Desde aquel día Manuel llegaría cada mañana tarde a su trabajo.
Sandra entró en su vida despacito, una charla por aquí, una sonrisa por allá, un piropo, confesiones de sus vidas, él supo que ella también estaba casada, que tenía dos hijos y que amaba a su marido como él a su mujer, pero eso no evitó que al mes de verse en el tren una mañana decidieran no ir a sus trabajos y apearse en la parada que les llevaría andando hasta el Parque del Retiro donde pasearían cogidos de la mano como dos adolescentes. El primer beso, miradas de deseo, la primera caricia a escondidas siguieron a las primeras citas en un motel de carretera donde se dejaron llevar por el instinto y el deseo.
El no pensó en enamorarse, ella tampoco, pero a los cinco meses surgió la llama del amor, los primeros deseos de estar juntos para siempre, ¿cómo se lo dirían a sus parejas y cuándo?, eso les reconcomía mientras se mordían y besaban por todo el cuerpo, cambiaban de motel para no llamar demasiado la atención, el mundo se les estaba quedando pequeño para los dos.
Por eso había decidido aquella tarde de otoño mientras subía las escaleras, en aquel rellano, que se lo iba a decir a su mujer, puesto que el pacto que hicieron era así, decirse la verdad y él la había estado mintiendo demasiado tiempo y ella no se lo merecía. Cogió el maletín con decisión, caminó unos pasos, le sonó el móvil, echó unas cuantas maldiciones, nervioso tiró al suelo nuevamente el maletín, sacó el móvil del bolsillo del pantalón, al ver quien le llamaba, se le aceleró el corazón, era Sandra.
Manolo se quedó pensativo mientras no paraba de sonar el móvil, le temblaba la mano que sostenía el teléfono, unas gotas de sudor le perlaron la frente, escuchó unos tacones que se iban acercando a él, miró hacia donde provenía el sonido y se encontró con su mujer que subía las escaleras con las manos llenas de bolsas de la compra con gesto cansino.
Dio al botón de apagar y desconectó el móvil.
-Manolo, ¿eres tú?
-Si, Lola, espera que bajo y te ayudo con las bolsas- dijo y se acercó a su mujer.
Coge unas cuantas bolsas, su mujer le besa, él la mira y ella le sonríe con la boca, con los ojos, con todo el cuerpo.
Manolo tiembla, suspira y con el alma encogida y un nudo en el estómago, piensa para sí: Ya se lo diré a ella mañana.
LUCIA MUÑOZ ARRABAL
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DAME TRES MINUTOS PARA PENSARLO.
Lucia Muñoz Arrabal
Dame tres minutos para pensarlo- me dijo mientras se subía la cremallera de la falda.
La miré entonces asombrado, ¿cómo podía ella pensarse algo así?
Le había propuesto matrimonio y ella fue y me dijo que le diera tres minutos para pensárselo.
¿Acaso no me amaba?, ¿Acaso yo no era su hombre ideal?, ¿no era yo el que le hacía suspirar, el que le hacía gritar de placer en la cama?, ¿el que le había enseñado a soñar con una vida mejor?
Entonces, ¿por qué a estas alturas pensárselo?
Me debatía en aquellas preguntas mientras ella se colocaba el sujetador y se tapaba los pechos, hermosos, carnosos, sonrosados aún por la fricción que le habían impuesto mis manos, los pezones los tenía erectos, y yo me puse nuevamente erecto también, así que me acerqué a ella por detrás, la abarqué toda con mis brazos, puse las palmas de mis manos sobre su vientre plano y sentí como toda ella se erizaba y suspiraba nuevamente de placer, o por lo menos eso me pareció hasta que ella, gimoteó.
-Venga, no seas tonto, ¿es que no has tenido ya bastante por hoy?
Se me heló la sangre y se me bajó toda la excitación.
Pensé en contraatacar mordiéndole el lóbulo de la oreja, en lamerle el cuello, en acariciarle el pelo, esas cosas que se que a ella le excitaban, pero se retiró de mí para coger la camiseta, se la puso rápida y como con miedo de que yo volviese a insistir en el tema, ella me dijo:
-¿Es que no te das cuenta de que me estás agobiando?
-No. No era esa mi intención.
-Pues sin querer lo has hecho.
-Venga mujer no será para tanto.
-Si. Si que lo es para mí.
Sentí que se ponía tensa, la vena del cuello se le señaló azul, violeta, descarada en su piel de seda.
¿Cómo era posible que hacía tan solo unos minutos me estuviera gritando que me amaba mas que a nadie?, que me pidiera que la poseyera toda, que la hiciese suya.
De veras que empiezo a no entender a esta mujer. ¿Será así cuando nos casemos?, ¿ella quejándose de que le agobio?, ¿poniéndose tensa después de hacer el amor?, si sólo nos vemos ahora tres veces a la semana y durante unas pocas de horas… Todo eso me daba vueltas en la cabeza mientras ella seguía vistiéndose apresurada.
-¿Te vas?- le pregunté al ver como cogía el bolso y se lo colgaba en el hombro.
-Si.
-¿Y que hay de mi pregunta?
-Mira, Rogelio, te he dicho que no me agobies, ahora me voy a marchar y cuando llegue a casa me lo pensaré y luego te llamaré.
-¿Llamarme?
-Si. Te prometo que te llamaré más tarde- me dijo y como despedida me arrojó un beso al aire que me estalló en la cara de atontado que se me quedó.
Me pasé horas pegado al teléfono, esperando su llamada, mas de una vez estuve tentado en llamarle yo, pero luego recordé que le agobiaba y no era plan de ponerla más nerviosa.
No cené, me sonaban las tripas pero me aguanté, me mordí las uñas, me salió un sarpullido en los brazos, comencé a rascarme hasta hacerme sangre, nada, ella no llamaba, será la tía cabrona, que no me va a llamar.
Me tumbé en el sofá, puse la televisión, total igualmente iba a escuchar el teléfono, me fui relajando con el programa absurdo de tele-basura, para eso están esos programas para que la mente se te afloje y no pienses en nada.
Al fin sonó el teléfono, eran las doce y media. Pegué un brinco y del impulso tiré el auricular al suelo, me maldije una y mil veces pensando si no se habría cortado la comunicación.
Era ella, su voz sonaba lenta, plastosa, comenzó a dar un montón de vueltas y no llegaba al tema que a mi me interesaba.
-Pero bueno, Patricia, ¿te quieres casar conmigo o no?- le pregunté a cortándole la conversación.
-Ya te he dicho que no me agobies.
Me quedé de piedra. Mudo. Insensible.
-¿Rogelio estás ahí?, ¿Rogelio?, ¿Rogelio a mí no me haces esto, eh?, ¿te parece bonito?, ¿Rogelio pero tú no te querías casar conmigo?
Al oír esas palabras reaccioné.
-Si Patricia, me quería casar contigo, pero ahora dame tú a mí tres minutos para pensármelo- le dije y colgué.
Me quedé mirando el teléfono largo rato, estaba allí de pie frío, frío como un muerto, no moví ni un músculo, tenso, gélido.
Volvió a sonar el teléfono, un toque, dos, tres, cuatro, lo dejé sonar hasta que saltó el contestador, nuevamente era ella.
-Rogelio- decía toda cabreada- Rogelio, se que estás ahí, coge el teléfono por favor, no me hagas esto Rogelio.
Yo seguía frío, tenso.
-Rogelio, como cuelgue no vuelvo a verte en la vida.
Efectivamente cumplió su promesa.
Mi madre me consoló diciendo que mejor ahora que después de casados, los amigos me invitaron a copas, me emborracharon y me llevaron de putas, sólo faltó que tiraran cohetes.
Han pasado dos meses desde nuestra separación, hoy la he visto en el centro comercial, la espié un rato, sigue tan hermosa como siempre, al recordar los momentos vividos con ella, sentí que se me rompía algo por dentro, me sorbí los mocos y con el puño de la camisa me retiré unas lágrimas, entonces ella me vio, primero se quedó parada, luego miró su reloj, luego a mí y con una sonrisa de medio lado me pareció que me decía, dame tres minutos para pensármelo.
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YO NO QUIERO
Lucía Muñoz Arrabal
Era costumbre de mi familia ir a almorzar los domingos a casa de la abuela, cada cual aportaba algo de comida. Mi madre casi siempre cocinaba lo mismo, carne asada de ternera, con variaciones en la salsa, unas veces con nata, otras con salsa de champiñones, otras con salsa de naranja, en fin era toda una experta en salsa y en carne asada, pero nada más.
La tía Sonsoles si que sabía cocinar, nos sorprendía cada domingo. Ella tenía un libro de cocina con recetas de países exóticos. Así fue como probé por primera vez, filetes de bacalao en leche de coco, mi padre sin embargo cuando veía aquellas exquisiteces que hacía mi tía, solía decir, yo no quiero.
Mi tía Sonsoles y mi madre insistían.
-Pero si no lo pruebas no sabrás a que sabe.
-Que no, yo no quiero.
Todos los domingos la misma cantinela, un tira y afloja con mi tía Sonsoles, mi madre y a veces hasta con mi abuela.
Como habrán imaginado a mi padre le hacía maldita la gracia las reuniones de los domingos. Ya el sábado se levantaba de mal humor y así continuaba todo el día, a penas almorzaba del disgusto y de cenar nada, si acaso unas hojas de lechuga que le habían dicho que relajaban para dormir.
Llegaba el domingo y se pueden imaginar las discusiones de mi padre mientras mi madre preparaba el asado.
-A ver, por qué no lo haces el día antes, así no te verías cada domingo igual, encerrada toda la mañana para hacer siempre lo mismo.
-A ti lo que te pasa es que no quieres ir.
-Eso ya lo sabes.
-Pues no vayas, te he dicho mil veces que no vayas, yo me inventaré una excusa, diré que estás resfriado, que tienes retorcijones de tripas, que se te cayó un martillo en el dedo gordo y no puedes andar.
Mi madre era una experta en inventarse excusas, pero a mi padre ninguna le convencía lo suficiente como para pasar la prueba de mi abuela, porque mi abuela se las olía a tres kilómetros.
Una vez faltó papá y esta vez fue por que realmente se encontraba enfermo y vino ella en persona a certificar que sí que estaba bien malito.
De camino a casa de la abuela mis padres siempre discutiendo.
-Emilio, ni se te ocurra hacer comentarios sobre el peinado que se ha hecho mi hermana, ya sabes que está muy sensible con el tema de su pelo.
La pobre tía Sonsoles padecía alopecia, algo raro entre las mujeres, se estaba quedando calva a pasos agigantados, se había comprado toda clase de potingues para echarse en la cabeza, pastillas contra el estrés, pastillas de vitaminas para fortalecer el pelo, pastilla que se anunciaba en la televisión ella se las compraba, alguien le habló de una novedad venida de América, el implante de pelo.
-Me han dicho que los cabellos son de muertos- comentó mi padre durante el almuerzo y mi madre le mató con la vista.
La tía Sonsoles puso cara de asco.
-Tranquila hermanita, no hagas caso al pedazo de bruto de mi marido, que yo he leído en una revista que son cabellos de mujeres indias, se dejan crecer el pelo hasta que les llega al culo, lo llevan en una trenca muy gruesa, y luego se las cortan y le pagan por el peso.
Estas conversaciones eran las que teníamos los domingos, sobre cabellos, niños que están por venir, que cuando nos vamos a echar un novio, que como vamos con los estudios, que porqué la juventud de ahora llega tan tarde a casa por las noches, que por qué bebemos tanto, que por qué ha subido tanto el pescado, la gasolina, la leche….
-Y el café, ¿no os habéis dado cuenta de lo ha vale ahora tomarse un café?- comentaba mi padre.
-Una barbaridad- decía Lolo, el marido de la tía Sonsoles.
Lolo tiene una mata de pelo que es la envidia de mi tía Sonsoles, está todo el rato mirándola, adorándola, deseándola, pobre tía Sonsoles.
-Vamos hombre prueba este puré de fuá con aroma de jengibre- insistía mi madre.
-Yo no quiero.
Y así todos los domingos, hasta que murió la abuela. Papá después del funeral justo cuando volvíamos a casa soltó lo que llevaba guardado durante años.
-Gracias a Dios ya no tendremos más almuerzos de familia y menos aún tendré que probar las extravagancias de tu hermana.
-¿Cómo se te ocurre comentarme algo así en un día tan triste para mí como éste?
De esta no pasaron. Papá y mamá se divorciaron, ahora se pelean por mi custodia. Pero eso es ya otra historia.
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NO ES MI CASO
No es mi caso, es el de mi amiga y de Melquíades, un buen médico, mejor dicho, era un buen ginecólogo, que comenzó a ejercer en una habitación de su casa y poco a poco a base de tesón y muchas horas de trabajo a los cinco años puso su primera clínica.
Era un buen esposo, un buen padre para sus hijos, un buen vecino, la gente le saludaba y al pasar comentaban, qué buena persona que es y que buen médico.
Había asistido a innumerables partos y casi no había niño en su barrio que no hubiese nacido de sus manos, largas y finas, manos de pianista.
Con los años se volvió ambicioso y como ya digo montó varias clínicas, tenía numerosos empleados a su cargo, facturas y más facturas, hipotecas, así que, a pesar de su éxito se veía con la soga al cuello más de una vez para pagar los recibos de fin de mes y las pagas de tantos empleados.
Por eso creo yo que llegó a hacer lo que hizo, o tal vez por otros motivos, quien sabe.
Hace unos meses mi amiga estaba desesperada, se había quedado embarazada y sabía que no era de su esposo, si no de aquel mulato casi negro, bueno mejor dicho negro, que conoció en la despedida de soltera de Chus.
Aquella noche se bebió unas copas de más, comenzó a bailar con el boys aquel tan negro, la verdad, es que el chico era guapo, ojos enormes color miel, una boca grande, labios enormes, carnosos, las carnes prietas, el pectoral de tableta de chocolate, manos grandes, piernas rectilíneas interminables, pies grandes y vamos que no había que tener mucha imaginación para imaginarse que todo lo tenía bien grande. Ella se dejaba hacer por el morenazo, venga estrujones, manoseo por todo el cuerpo, besos en el cuello, susurros calentitos a la oreja.
En un momento que el morenazo la soltó para ir a mear, ella se acercó a mí y yo le dije:
-¿Estás segura de lo que estás haciendo?
Ella me miró como si yo fuese de otro planeta. Se apuró el vaso de Vodka con naranja y nada más vio al morenazo acercarse a la pista de baile se lanzó hacia él como hipnotizada, cegada por la calentura que le volvió a proporcionar aquel morezano que desde luego he de decir que estaba buenísimo y que se dejaba hacer y lo hacía de veras pero que muy bien. Para qué negarlo, me morí de envidia.
Yo no se, en que instante se escabulleron de la fiesta pero no los volví a ver hasta pasada una hora, ella volvió toda relajada, fumándose un cigarrillo, pidió un agua fría, se la bebió de un golpe y le dijo al camarero:
-Se me ha perdido el boli, ¿no tendrás uno por ahí que te sobre verdad, monín?
Yo la miré atónita y le dije:
-¡Para qué puñetas quieres un boli a estas horas!
-Para qué va a ser, para coger el teléfono del que tu llamas morenazo, que por cierto se llama Kamel.
“Coño me dije”- hasta el nombre lo tiene bonito.
Si se vieron más veces o no, no lo sé, ella nunca soltó prenda. Pero lo que si estaba claro es que se quedó embarazada y que el bebé que iba a tener según ella me comentó a moco tendido era del tal Kamel.
Estaba desesperada, sabía que si lo tenía, su marido la mataría, sería el escándalo numero uno de la familia y de todo el barrio.
Estaba ya de dos meses, y ella cada día echaba las cuentas y nada, era de Kamel, fijo.
El caso es que ella fue a visitar al doctor Melquíades para hacerse una ecografía, en pleno reconocimiento, se puso a llorar a moco tendido y le explicó lo que le sucedía, el doctor Melquíades cambió la cara, cerró aún más la puerta de lo que ya estaba y le dijo:
Ya veo que estás en una situación muy complicada. Te conozco de toda la vida y me das mucha lástima y sobre todo tu marido, no se merece algo así, ¿qué vas a hacer?
Ella abrió ojos como platos, al principio no entendió bien, pero luego, conforme la conversación fue desembocando ella comprendió y tras un largo silencio, asintió con la cabeza porque ni se atrevía a nombrar lo que quería que le hicieran.
No le pregunté de donde sacó el dinero, pero reunió el suficiente y si todo iba bien el médico en dos semanas lo arreglaría todo, tras firmar unos papeles donde dirían que el feto tenía una malformación grabe y recomendaba el aborto.
Ella lo firmó todo temblándole el pulso.
El día señalado me dijo que la acompañara, yo no quería, no deseaba formar parte de algo así, le supliqué que no lo hiciera, ¿no es mejor otra cosa?, le pregunté, pero ella me decía que no, que pensara en ella y en su marido, yo estuve a punto de soltarle cuatro verdades, pero a fin de cuentas, ¿quien era yo para juzgarla?, ella cometió un error, y si lo pienso fríamente en su situación yo no se lo que habría hecho. Finalmente la acompañé, era mi amiga y las amigas están para lo bueno y lo malo.
No duró mucho la operación, ella salió por pies, lívida y llorosa, la cogí del brazo y me dijo:
-Tengo hambre.
Yo la miré estupefacta.
-¿Cómo puedes tener hambre después de algo así?
-Te digo que necesito comer, si no me caeré al suelo.
Fuimos al primer bar que encontramos, y se tomó un gran vaso de café con leche.
Han pasado los meses y todo quedó en el olvido de las cosas que no se quieren nombrar por lo comprometidas.
Esta mañana cuando me levanté puse la televisión y lo ví en las noticias, al doctor Melquíades acompañado por dos policías saliendo de la clínica esposado.
Lo han detenido por practicar abortos ilegales, he apagado el televisor, me he sentado frente al teléfono, a esperar, claro, a esperar la llamada de mi amiga.
Lucía Arrabal
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HABLATE A TI MISMO DE USTED
Por: Lucia Muñoz Arrabal
Mire usted Lucia, yo lo que quiero es salir de mi casa. A mis ochenta y dos años, no es plan de vivir en un cuarto piso y sin ascensor. Padezco del corazón, tengo la tensión alta, el colesterol por las nubes, tengo más azúcar que la fábrica de Larios, las piernas me flaquean y la vista cada día la tengo peor. Yo lo que necesito es una casa en planta baja, que yo ya no estoy para subir cuatro pisos. No. No puedo vender, como ve esto tiene más años que yo y no me darían ni pa pipas. Y de irme de alquiler nada, porque con los precios que piden ahora y la pensión que tengo de viudedad, es una miseria y no llego a fin de mes ahora, cuanto más, si tuviera que pagar un alquiler, porque la comida se ha puesto por las nubes, no es que coma una mucho, sabe usted, pero lo malo es que casi todo son verduras y cosas de régimen y eso vale caro. Me hago una olla de caldo y me dura tres días, hago con él sopa de fideos, sopa de arroz y sopa de verduras. Si pongo un potaje un día con verdura y el otro con arroz, la carne casi ni la pruebo y menos el pescado que está con unos precios pecaminosos.
Además en el piso no hay nada más que gente joven, que se pasan la noche con esa música, de tachún, tachún, no paran de dar golpes y parece que se pasaran la madrugada cambiando de sitio los muebles. Un día cansada de oír música y escándalos me levanté, y sabe usted que me encontré en el rellano, a un negro en cueros y a mi vecina como la madre que la parió, el negro llevaba una taza en la mano y me dijo:
-Abuela, no quiere un cafetito.
Para café estaba yo a esas horas. Les dije cuatro frescas y los mandé a paseo. Cuando cerré la puerta pude oír sus carcajadas.
Una desvergonzada, mire usted, eso es lo que es mi vecina y sólo tiene veinte años, trabaja de noche en un bar de esos que sólo dan copas y mucha música y sabe usted, para mí que le da a ya sabe, ay, a qué va a ser mujer, a la hierva esa que dicen que te hace mearte de risa, ¿qué de donde he aprendido yo eso?, pues mire usted, de la televisión, es que es mi única compañía, mis hijas viven en la capital, mi única hermana murió hace tres años y mis amigas están igual o peor que yo y dicen que cuatro plantas no suben, por eso busco un bajo, algo para mí, ¿qué lo alquile?, no se, no se, a usted que le parece, que lo va a consultar con la agencia de un amigo, ¡ay!, que hecho de menos a mi Jacinto, él lo habría solucionado todo en un plis-plas, era carpintero, y sí, lo hecho mucho de menos, no hay nada como el calor de un hombre en la cama, ¿qué?, ¿se avergüenza usted de lo que digo?, sepa usted que yo también fui joven y me gustaban los hombres, lástima de los años que pillé, que ni un beso de esos que llaman ustedes de tornillo puede pillar, no más que ir agarrados del brazo, y un roce y no más, porque sabe usted, los padres nos tenían muy vigiladas.
Y qué, cómo lleva usted el día, ¿se vende mucho?, no ponga usted esa cara, que me parte el corazón. ¿Ha desayunado usted?, ¿No?, pues eso es lo primero que hay que hacer, o ¿es que no escucha lo que dice la televisión?
Bueno, ¿le he pagado ya?, pues entonces me voy, que me estoy poniendo muy pesada, y coma algo, ¡ay, así como va a engordar usted!
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LA PALABRA QUE ME FASCINA….
Por: Lucía Muñoz Arrabal.
La palabra que me fascina
Es la de AMOR en todas sus amplitudes.
La palabra que me fascina
Es el HOLA que sale de los labios de mi madre.
La palabra que me fascina
Es la primera que dijo me sobrina: NO.
La palabra que me fascina
Es la de GRACIAS por haberte conocido.
La palabra que me fascina
Es la que se dice respetando al enemigo: TE PERDONO.
La palabra que me fascina
Es la que se solidariza con el oprimido. PAZ.
La palabra que me fascina
Es la RISA de mi abuela.
La palabra que me fascina
Es ESPERANZA, cuando todo está perdido.
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PRESENTARSE COMO SI FUERAS DEL OTRO SEXO.
Por Lucía Muñoz Arrabal
Muy buenos días, mi nombre es Sebastián, tengo treinta y dos años, soy alto y de complexión delgada, no atlética, porque soy un vago, mi ejercicio más pesado es el de levantar cerveza en la barra de un bar o en su caso, el de levantar la cuchara o el tenedor para comer o por qué no practicando sexo.
Mi familia se ocupó de mis estudios y de mi educación, hasta los dieciocho años. Yo para qué negarlo, he sido un desastre para los estudios. Siempre he estado en clases de apoyo para mejorar nota, para que me entraran mejor las matemáticas, el inglés y lengua.
Hice el FP y conseguí el título de electricista, era lo único que me ilusionaba, arreglar enchufes, pegar cables, instalar cosas, desde pequeño me gustó, asi que puedo decir que me gusta mi trabajo y disfruto de él. Primero trabajé con una empresa, pero a los pocos de años me establecí por mi cuenta, conseguí ahorrar y me compré mi primera furgoneta en la que puse mi nombre en letras grandes, Sebastián Electricista.
Con las chicas sin embargo lo llevo fatal, vamos que ligo menos que un caracol en un espejo. Una vez tuve una medio novia, bueno ella nunca admitió que era mi novia, pero yo si que la sentí como tal, me enamoré perdidamente de Carmencita, teníamos entonces trece años, ella pelirroja y llena de pecas, yo moreno castaño, lleno de granos y con aparato en los dientes.
Carmencita no era muy sociable, vamos que tenía tan pocas amigas y amigos como yo. Así que en los recreos nos lo pasábamos sentados en las escaleras del colegio viendo como los demás se mataban jugando al fútbol, a corre que te pillo, al escondite, a todos esos juegos que a mí me fueron vetados por ser tímido.
Pero como la sangre a esa edad le hierve a uno y el gusanillo se le revuelve también, pues un buen día me atreví a decirle hola a Carmentica, ella se me quedó mirando roja como una amapola.
Hice un gesto de acercamiento, ella ni se inmutó, y por eso me atreví a acercarme un poco más, la tenía a pocos centímetros, podía sentir su respiración, su pecho de cerecitas subiendo y bajando en aquella blusita blanca inmaculada.
Me sudaban las manos así que me las sequé en el pantalón, extendí un poco el brazo y puse mi mano ya seca sobre su hombro, del respingo que dio pensé que se le iban a caer todas las pecas.
Carmencita no dijo nada, ni hizo gesto de salir corriendo, así que yo seguí ganado terreno, pasé mi brazo por sus hombros, aquellos hombros tan finos, tan tiernos, tan calentitos, la apreté contra mí y le dije al oído:
-Ya somos novios.
Ella volvió la cara hacia mí y me arreó un guatazo que todavía me duele cuando me acuerdo.
Ese fue mi primer fracaso amoroso, que han seguido a un montón más. A mi me gustan las mujeres, todas las mujeres, para mí ninguna es fea, ni gorda, no flaca, ni bajita ni alta, todas tienen algo que me gusta, me enamoro de un lunar en la mejilla, de unos ojos, de unos labios, un pelo, unas tetas, de un culo, unas piernas… En fín que me gustan todas y sobre todo piropearlas, me encanta ver como se ponen nerviosas, como se enrojecen, como de pronto aligeran el paso, sonríen y se ríen apretándose el bolso, la rebeca, o me gusta mirarlas cuando pasan por los escaparates, como se arreglan el pelo con coquetería, como se ajustan la falda, el pantalón, los botones de la camisa, el tirante del sujetador, como se tocan la cintura, la cadera, como se miran con aquella gracia y elegancia, con ese aire de perfección, porque eso son las mujeres para mí perfectas y mi madre la que más. Ella me enseñó a querer a las mujeres, a adorarlas.
A los quince años observando a las chicas me di cuenta, que sobre todo, las tías buenas siempre tienen un amigo Gay o mariquita, uno de esos que ni tienen mucha pluma ni mucho de huevos, vamos que no son ni blanco ni negro, ni tinto ni Valderrama, vamos que son un poco extraterrestre. Comprobé que hasta iban con ellas a mear, así que yo me dije: “tío aquí hay que echarle pluma a la cosa si uno quiere ligar o por lo menos tener compañía femenina asegurada”. Me hice el mariposón y no veas como se me acercaban las tías, yo venga cogerlas por la cintura, venga toquecitos, venga cuchicheos, ir de tiendas con ellas, cosa que me armó de paciencia, lo único bueno era que como nunca se decidían por algo, no paraban de probarse y ellas como me veían así, sarasa, pues me invitaban hasta entrar al probador, ¿te gusta como me queda?, ¿me hace mucho culo?, y yo las miraba de arriba a bajo, y me subía un calentón que intentaba disimular lo mejor posible, vamos que cuando llegaba a mi casa me mataba a pajas, me dije que no podía seguir así, que me iba a dar una subida de tensión, o un infarto de aguantarme de darme el filete con alguna de ellas, así que aprovechando que habíamos hecho novillos, y estábamos en la trasera de un huerto bajo la sombra de unos álamos le dije:
-¿Qué, nos enrollamos?
-¿Cómo dices?
-¿Qué si nos enrollamos?
-Estás de guasa ¿no?
-No.
-Eres un imbécil, un idiota, un gilipollas y un mentiroso por hacerte el maricón. No quiero volver a verte en la vida.
“Mejor”, me dije, porque mucho calentarme ellas la bragueta pero me quedó claro que de mojar nada de nada.
Me marché de casa a los ventisiete años, mis padres literalmente me echaron, un buen día me encontré mi habitación toda desmantelada, y dos maletas enormes esperándome en la puerta. En ese momento pensé que eran unos desagradecidos, unos insensibles, no les hablé en meses, pero luego con los años me he dado cuenta que es lo mejor que pudieron hacer.
Al principio llevaba la ropa a la lavandería, luego aprendí a poner la lavadora, el primer día que la puse pensé que explotaría por demasiado detergente, pero no sucedió nada de nada, aprendí a tender la ropa para que no se me arrugara mucho y así no tuviese que plancharla, porque lo de la plancha lo llevo fatal. ¡qué se yo que tipo de tela son las cosas!, ahora me lo compro todo del algodón así no me equivoco en la temperatura de la plancha.
Luego está la cuestión de la comida, los primeros meses comía en restaurantes de menús y a base de bocatas, pero comencé a sentir dolor de estómago y el dinero se me iba de las manos muy rápido y no llegaba a fin de mes, luego pasé por la fase de los pre-cocinados, tanto en lata, como al vacío y congelados, me hice un experto en ellos hasta que me aburrí de los mismos sabores prefabricados.
Pedí ayuda a mi madre, y ella encantada me enseñó a hacer potajes, carnes en salsa, albóndigas, tortilla de patatas, pescado a la plancha, filetes empanados, puedo decir que ahora hasta disfruto de la cocina, los domingos por la mañana son para hacer comidas para toda la semana, los congelo y como me dijo mi madre los guardo en taper y les pongo etiquetas con los nombres de lo que son. Un gran invento el microondas.
A veces invito a alguna amiga y he podido comprobar en mis carnes y en mi cama que a las chicas les gustan los hombres que saben cocinar, que les ponen la mesa y les retira los platos.
Ayer me hicieron una encuesta en la calle, un chico trajeado con una carpeta, me preguntó sobre lo más valoro en este mundo.
Yo tras pensarlo un poco le respondí:
-Tener un amigo informático.
Les parecerá raro, pero según me dijo el chico, era lo que la gente más respondía. Y si no lo ven lógico, les explicaré, cuando a uno se compra un ordenador, superpotente, lleno de megas y de bits, pantalla plana, ratón con luz, una maravilla de máquina, de pronto te enfrentas por primera vez al teclado, a las dichosas ventanitas que se te abren y al ratón que la madre que lo parió y se te va la flechita a todas partes menos a donde tú quieres llevarla y que de pronto la ventana no se cierra, y se te bloquea y no sabes que hacer, o de pronto se te estropea la impresora, lo más desearías tener en el mundo ¿qué es? Pues eso, un amigo informático que te ayude a solucionar el problema y encima solo te cuesta unas cuantas cervezas y unas tapas y se va la mar de contento.
Los sábados hago la siesta, luego me hago una buena merienda, veo alguna película calentorra para entrar en ambiente de marcha-festiva, a veces me acompaña algún amigo, pero yo no me hago pajas delante de nadie, me suelo ir al cuarto de baño. Me ducho, me afeito, me depilo el pecho, las piernas, me pongo potingues en la cara, los que me vendió una dependienta que estaba buenísima, sólo de pensar en ella es que me pongo cardíaco.
Que le voy ha hacer, me gustan todas.
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SABIA QUE ME LO IBA A DECIR- UN BAÑO ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Por: Lucía Muñoz Arrabal
La mañana estaba fría, vamos que no invitaba a salir del edredón, pero el puto despertador insolente y cabrón no paraba de sonar y además mi mujer me lo recordó: Hoy se te han acabado las vacaciones. Lo sabía, sabía que me lo iba a decir.
Como no quería que la sangre llegara al río, me levanté, tiritando me dirigí hacia el cuarto de baño, me metí en la bañera, abrí el grifo y nada, el agua no se calentaba, y yo tiritando, mirando como un gilipollas la alcachofa de la ducha, y pensando en el resfriado que de seguro iba a pillar cuando de pronto oí a mi mujer desde el dormitorio: Juan, ¿no cambiaste la bombona de gas?, lo sabía, sabía que me lo iba a decir.
Cabreado me dispuse a salir de la bañera, di un tras pies, resbalé y para no caer, me agarré de la cortina, fue un acto reflejo, una de esas cosas que haces a la desesperada, sin pensar en las consecuencias, así que la cortina con barra incluida me calló encima, ya no era yo, aquello era un revoltijo de piernas y brazos intentando salir del atrolladero, les parecerá exagerado pero me sentí entre la vida y la muerte porque el plástico no me dejaba respirar y a todo esto no había cerrado el grifo de la ducha y me estaba cayendo una lluvia helada directamente en los cojones, mis gritos debieron levantar a toda la vecindad e incluida mi mujer que entró al cuarto de baño diciéndome: ¡Si es que no se te puede dejar solo!- lo sabía, sabía que me lo iba a decir.
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ME FALTAN IDEAS
Hay tardes que estás como atontada, como con el cerebro espeso, que te duele la cabeza, te tomas un pastilla, pones música relajante, corres las cortinas, te tumbas en el sofá, cierras los ojos, respiras hondo y tras un largo rato sigues igual que antes o peor, porque ahora te duele el cuello por la mala postura que has cogido en el sofá, te levantas, das vueltas por la casa, te das cuenta de la tela de araña que cuelga de la esquina de tu dormitorio, pero no haces nada, sigues dando vueltas, y reparas en lo sucio que están los cristales de los balcones, pero sigues sin hacer nada, abres los cajones de la cocina, como buscando algo, pero en realidad no sabes el qué, vas a la nevera, la abres, te rascas la cabeza, bostezas, te rascas las caderas y hasta el culo, y de pronto te das cuenta de que tienes la nevera vacía, la cierras y te fijas en la pegatina que pegaste hace tiempo en los azulejos que quedan entre la nevera y el mueble que está encima, es una pantalla de ordenador que dice: me faltan ideas.
Lucía Munóz
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UN PERSONAJE
Lucía Muñoz Arrabal
-Un niño de pelo rojo comiéndose un helado en mitad de un zoológico rodeado de leones, tigres, panteras, jirafas, hipopótamos, monos chillones y de culos rojos, lobos de ojos hambrientos, y un sinfín de reptiles que no podría terminar de describir por lo numerosos.
-Una madre pelirroja con un vestido verde que desesperada busca al niño que se está comiendo el helado, ella grita y llora y clama aterrada el nombre de su hijo.
-Un guarda del zoológico gordo con barba recia y un ojo a la virulé se acerca a la madre que grita desesperadamente y le intenta calmar para que le explique cuándo y dónde vio por última vez a su hijo.
-Una niña tirabuzones negros muy negros y unos ojazos también negros, con un vestido rosa se come una nube de algodón y se chupa los dedos, mientras observa al niño que se come el helado en mitad de la jauría.
-Un loro verde y rojo con el pico gris, se acerca al niño con pasos cortos, tambaleantes, como de borracho pirata harto de ron, se queda quieto a su lado y le grita: ¡Esto es la guerra, al abordaje!
-Un fotógrafo muy delgaducho con pantalones vaqueros raídos y una camiseta verde, que pone en el pecho, “váyanse todos al carajo”, que hace fotografías al niño que se come el helado en mitad de la jauría, está pensando en colgarlas en Internet, en el Yootube.
-Unas monjas con hábitos marrones, cinturones blancos y sandalias de pescador, intentan sin éxito mantener calmados a un grupo de niños que corren hacia la jauría donde el niño continúa comiéndose el helado, observado por la niña del vestido rosa y por el fotógrafo que no para de hacer fotos.
-Un viejecito encorvado con bastón se levanta de su banco y se dirige todo lo que sus gastado huesos le permiten, hacia lo sin duda debe de ser un gran espectáculo, por el gran número de niños que se dirigen hacia el lugar y sobre todo porque van unas cinco monjas como locas dispuestas a coger los primeros asientos y él no está dispuesto a ser menos.
-Una mujer encargada de la limpieza en el zoológico, tira del carrito de la limpieza, ella es gorda y con unos mofletes muy rojos, el pelo enmarañado, el sudor perla su frente, abre los ojos como platos al ver la marabunta que se le avecina, se cabrea porque acaba de fregar la zona donde toda aquella gente se dirige, no se explica el porqué de tanta expectación, allí sólo hay un niño comiéndose un helado, una niña comiéndose una nube rosa, un fotógrafo esmirriado, un loro que se cree un pirata y un montón de animales disecados.
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SI LO PIENSO
Lucía Muñoz Arrabal
Si lo pienso no me atrevo,
Ni me inmuto,
No te llamo, no te invito,
No te hago el almuerzo,
No te abro la puerta,
No te beso en los labios,
No te cojo en brazos,
No te como toda entera,
No te hago el amor como un loco.
Si lo pienso
Ni me miro al espejo,
Ni me peino,
Ni me visto,
Ni me levanto de la cama,
Ni me despierto.
YO NO VOY A FRANCIA NI MUERTA.
Lucía Muñoz Arrabal
“Yo no voy a Francia ni muerta”, solía decir mi tía Asunción, que era mi favorita, y que era solterona y muy lista según mi madre y toda la familia, pues era la única que había hecho estudios y ejercía de maestra, si ella aseguraba que no iba a Francia ni muerta, debía tener muy pero que muy buenas razones.
Como siempre fui una niña curiosa, quise saber sobre ese país al que mi tía no quería ir ni muerta, así que a los siete años yo ya había indagado sobre Francia, y no me pareció tan horrible como para no querer ir ni muerta, es más, debía de ser un país precioso, pues según mi abuelo, tenía montañas llenas de bosques, ríos, castillos, una torre muy alta que llamaban de Eiffel, un arco que era del Triunfo, un río llamado Sena que atravesaba París,y según decía Remedios, la chica que cuidaba a la abuela, París era la ciudad del amor, de los besos con lengua, de los chicos guapos que venían a veranear al pueblo y que decían: “mon amour”, “mon cherí” y “petit bombon” y era la ciudad de donde se encargaban y venían los niños.
Entonces lo supe, ya intuí por qué mi tía no quería ir a Francia.
Por ello una mañana de domingo al salir de misa y mientras paseábamos por la plaza comiéndonos un cucurucho de helado de fresa y nata, se lo dije a mi tía Asunción:
-Tita, ya se por qué no quieres ir a Francia ni muerta.
-¿No me digas? Y ¿por qué según tú?
-Mira tita, tú no quieres novios, ni que te den besos con lengua, así que como Francia es el país del amor, pues tú allí estás sobrando. Y segundo, dicen que en París se encargan y vienen los niños, así que como tú dices que nunca te vas a casar pues no tendrás niños, así que ni falta que te hace ir a París.
A mi tía se le calló la bola del helado, y se puso roja como un tomate.
-Tita, no pasa nada- le dije al verla tan turbada- a mí también se me ha caído alguna vez el helado, si quieres te doy el mío.
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ANDA QUILLA, NI MU Y SALVARSE POR LOS PELOS.
(Lucía Muñoz Arrabal)
Una atardecer de junio mientras languidecen las margaritas con los últimos rayos de sol, dos adolescentes, Meli y Merche, charlan de sus otras amigas, se pintorrean la cara, sacan ropa del armario y se la prueban, bailan a ritmo del Canto del Loco y mandan y reciben mensajes en sus móviles.
-Anda Quilla, ¿no tendrás un bollycao por ahí?-pregunta sin dejar de mirar la pantalla de su móvil.
-¡Qué te crees Merche!, ¡que soy un supermercado!
-¡Venga Meli!, ¿lo tienes o no?
Meli sale de su dormitorio y al instante vuelve con dos bollycaos.
-Ten, y no me vayas a pedir nada más. Que por tú culpa éste va a ser el segundo bollycao que me coma hoy.
-Se puede saber que mosca te ha picado. Llevas una semanita de lo más gilipollas conmigo.
-Es que estoy preocupá- dice y se sienta en su cama al lado de Merche.
-Y se puede saber que te ronda por esa cabeza de mosquita.
-Una pregunta.
-¿Sólo eso?
-Es que es grave.
-¡Qué exagerada eres! A ver, ¿Qué te pasa?
-Bueno… Esto… ¿tú crees que si se la chupas a un tío te quedas embarazada?
-¿Cómo?
-Pues eso, que si te quedas.
-Meli, ¿no me digas que tú…?
No hizo falta que respondiera. El sonrojo de su cara lo confirmó. Meli de pronto recordó aquella noche. Estaban Nacho y ella en la playa, sentados junto a unas rocas, se besaban y se acariciaban. Entonces entre gemidos de placer Nacho se lo pidió. Ella sintió una mezcla de deseo, pudor y curiosidad. Nunca había llegado hasta tan lejos con él ni con nadie. Pero quería complacer a Nacho. Además, pensó que si no lo hacía, a lo mejor dejaba de quererla o le daba a entender que no le quería lo suficiente. Así que lo hizo. Le dieron arcadas, se sintió fatal, pero no le dijo nada a Nacho. Temía que se riera de ella.
-¿Meli?, ¿te encuentras bien?- preguntó Merche al ver a su amiga llorosa.
-Es que hay otra cosa- confesó entre sollozos.
-¿Qué cosa?
-Pues que se corrió dentro.
-¿Cómo que dentro?
-Si. En mi boca.
-¡Qué fuerte, tía!
-¿Entonces estoy embarazada?
-Y ¡yo qué se!
-Mira, le he estado dando vueltas a la cosa y he pensado que podría llamar a ese número que dice la tele que hay para preguntar sobre sexo.
-Claro y cuando te pidan tu nombre y tu edad ¿qué les vas a decir?
-Yo tenía pensado mentirles, o sea, les diré que tengo quince años, ¿qué te parece?
-No sé… No sé… No me fío y ¿si lo preguntamos en Internet, en un chat?
-Oye pues no es mala idea.
-¿Cuánto tiempo hace?
-¿De qué?
-Anda quilla, de qué va a ser… ya sabes…
-¡Ah!, hace dos semanas- dice y de pronto se pone pálida.
-¿Qué te pasa, Meli?
-No sé, creo que el bollycao me ha sentado mal- y se masajea la barriga- Por cierto, Merche, tú esto ni mú a nadie, ¿eh?, que te conozco.
-Meli, a qué me enfado.
-Está bien. Salgo un momento al baño y luego seguimos hablando.
Merche aprovechando que se ha quedado sola, coge el móvil y comienza a enviar mensajes a todo el mundo. De pronto oye gritar a Meli y sale corriendo de la habitación.
-¿Meli, qué te pasa?, ábreme y no me asustes- dice aporreando la puerta del cuarto de baño.
-Qué alegría, que alegría Merche- grita abriendo la puerta- que nó, que no estoy embarazá.
-Por los pelos Meli, por los pelos te has salvao.
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MI PRIMER DIA DE PESCA
Por: Lucía Muñoz Arrabal
Estábamos pasando nuestro primer fin de semana en el Molino de Papel. Aquel lugar era mágico para unos niños que a penas salían de la calle donde vivían. Había montones de habitaciones vacías por explorar, muchos árboles frutales, corrales con gallinas, pollos, conejos y el rebaño de cabras del tío Manuel. Pero lo mejor estaba en el río, llamado de La Miel.
Para unos niños de cinco y seis años el río aquel era enorme, caudaloso, estaba lleno de peligrosos insectos entre los juncos, y sobre todo, me lo imaginaba lleno de peces de colores.
Nuestro primo Antonio nos prometió el viernes antes de acostarnos que al día siguiente iríamos a pescar. Nos levantamos a las ocho de la mañana, y con la lagañas pegadas nos bebimos el tazón de leche de cabra recién ordeñada, y nos comimos un trozo de pan tostado en leña, con aceite de oliva y azúcar. Aquello nos supo a gloria y nos despertó de veras.
Nuestro primo nos dio a cada uno una caña que el mismo había fabricado.
-Venga, en marcha- nos ordenó.
Pensé toda ilusionada que iríamos a pescar al río los peces de colores, pero cuando comenzamos a bajar por el camino que iba a la playa me detuve.
-¿Por qué te paras?- me preguntó mi primo.
-Es que por aquí no es.
-No es qué.
-El camino para ir al río.
-¿El río?
-Pues claro. Para ir a pescar.
Mi primo soltó una gran carcajada y yo me puse roja como un tomate de la rabia.
-Pero tú, ¿qué te creías? ¿qué íbamos a pescar al río?- me preguntó mi primo.
-Pues claro- le contesté muy seria.
-No. Mira. Este río no tiene peces.
-Eso es mentira- le grité enfadada- todos los ríos tienen peces.
-Pues este te aseguro que no.
-Pero si yo los he visto.
-Tú lo que has visto son gusarapos de ranas. Anda, camina, camima.
Toda desconcertada seguí a mi primo y a mi hermano por el largo camino hacia la playa.
La playa de Molino de Papel es toda de piedra y a mí me costaba caminar por ellas. Me hacían daño en los pies y no paraba de quejarme.
Al fin llegamos a la orilla donde dejamos nuestras cosas. El primo Antonio sacó de una bolsa un frasco de cristal en cuyo interior había pequeños caracoles blancos.
-¿Para que son?- le preguntamos.
-Para el cebo.
-¿Qué es el cebo?
-Es lo que se pone en el anzuelo- y nos mostró aquel trocito de hierro curvado y terminado en una pequeña punta de flecha- y con él atraemos a los peces y cuando intentan comérselos pican y se quedan enganchados.
Yo no sabía que habría que romper los caracoles y sacarles la carne, aquello era asqueroso, me daban mucha pena los caracoles, pero mi primo insistió y lo tuve que hacer. Recuerdo que se me pusieron los dedos pegajosos con las babas de los caracoles.
Cuando tuvimos la carne de caracol cada uno, nuestro primo nos enseñó como había que ponerlo en el anzuelo. Yo estuve a punto de vomitar, y como insistí que no lo haría mi primo a regañadientes puso mi cebo en el anzuelo.
-Ahora solo queda lanzar la caña ¡Vamos haced lo que yo!
Y mi primo echó para atrás la caña y con todas sus fuerzas lanzó el sedal que cayó al agua dejando un trozo de corcho rojo flotando como señal.
Yo no logré lanzarla muy lejos pero allí estaba yo la mar de feliz sentada sobre una roca con mi caña.
-¿Ahora qué?- le pregunté a mi primo.
-Ahora a esperar.
-A esperar ¿a qué?
-¡A qué a va ser! A que piquen.
-¿Y cómo lo sabremos?
-Muy fácil, sentiréis unos pequeños tironcitos en la caña y además, debéis de fijaros muy bien y no dejar de mirar el corcho, en cuanto veáis que se hunde unas pocas de veces es que habrá picado uno.
Pasó el tiempo y los ojos me dolían de tanto mirar fijo al corcho rojo. Me comenzó a picar la cabeza, los ojos, la nariz, el cuello, las piernas, de pronto me miré y estaba llena de hormigas.
Pequé un grito de espanto. Mi hermano y mi primo se acercaron a mí.
-¿Qué te ocurre?
-Hormigas, estoy llena de hormigas.
Mi primo me dijo que o me bañaba o me dejaba comer por las hormigas. Me metí en el agua y comencé a frotarme por todas partes hasta dejarme la piel enrojecida. Cuando salí volví a sentarme temblando de frío.
Pasó un buen rato y de pronto sentí unos pequeños tironcitos, toda nerviosa me puse de pié. Miré y allí estaba mi corcho subiendo y bajando como nos dijo mi primo.
Comencé a gritar.
-¡Han picado!, ¡han picado!
Ellos dos se acercaron y mi primo comenzó a darme órdenes de cómo debía hacerlo.
-Tira con cuidado. Despacio… No tires tanto que se te va a escapar el pez- y no paraba de hablar y ordenarme y yo cada vez estaba más nerviosa porque no había forma de sacar el pez del agua. En mi desconcierto pensé que debía de ser un pez enorme. Así que me ilusioné y tiré con más y más fuerza, y de pronto algo extraño ocurrió. Yo caí despedida al suelo. El pez se había escapado.