EN UN LUGAR DEL FUTURO:
Don Quijote en el siglo XXI (I)
"Con 'El Quijote' lloré por primera vez leyendo un libro". (Ana María Matute, Premio Cervantes 2011)
En un punto o lugar del cercano futuro, de cuyo nombre por razones obvias no puedo acordarme, apareció, víctima de un accidente espacio temporal, provocado por las todavía primitivas máquinas del tiempo, uno de los tantos personajes que creíamos de ficción, pero que resultó ser tan real como la estrella que nos alumbra, un personaje que, ya en la época que le tocó vivir, se encontraba un tanto marginado entre sus contemporáneos pues, negándose a padecer un presente que sentía lleno de injusticias, decidió abandonar la comodidad de su hogar para recorrer el mundo intentando subsanarlas.
Fue a caer este pobre hombre a principios del siglo XXI. Le acompañaban su escudero Sancho, su jamelgo Rocinante y el estoico Rucio, que a Sancho cargaba sobre su lomo.
Tras una semana deambulando por los campos, arribaron todos ellos a una gran ciudad, y he aquí algunos diálogos y aventuras que vivieron:
“Sin duda, amigo Sancho, todo esto es artificio y traza de los malignos hechiceros que me persiguen. Mira a que sitio tan triste nos han traído, que el mismo infierno parece: mira el semblante de esos hombres, sin un gesto, sin una sonrisa que denote que tienen alma, por eso será que llevan al cuello una soga atada, como presagio de su condena.”
“No, mi señor, he observado que a la soga la llaman corbata y la tienen por símbolo de nobleza, pues quienes la portan son aquellos que no viven de su sudor, sino del ajeno.”
“Extraña costumbre que no hace sino confirmar mis sospechas. Observa esas altas torres que no es posible haya construido ser humano alguno, y esas luces que brillan sin que ningún fuego las alimente, y esos niños hechizados, que el que no ataca o vocifera a sus padres está bajo el poder de esos extraños artilugios que portan en sus manos, del que no separan la vista durante horas, mientras los golpean con los dedos como llamando a una puerta que no puede llevarles sino a la necedad o a la locura”.
“Todo esto es tan contra natura que no puede ser sino venganza de Fristón, ofendido y envidioso por los entuertos que deshice y las injusticias que reparé.”
“Mas lo peor es sin duda esas ruidosas bestias de metal que ensucian el aire con venenosos humos mientras galopan, todas entre ellas mismas entreveradas, y los pobres condenados que dentro padecen su cautiverio. En esto apreciarás la crueldad a que pueden llegar magos y hechiceros cuando se sienten ofendidos en su vil arrogancia.”
“Y mira aquellos follones y malandrines, que con estruendosos pitidos se plantan en medio de las bestias de metal y fingen dirigirlas, cuando no hacen sino enturbiar más el ánimo de los pobres condenados que van dentro. ¡Oh, Sancho amigo, grandes maldades debieron cometer para merecer tan cruel castigo! Por mi fe que en el mismo averno estamos.”
“Mas también pudiera ser, reflexionó Don Quijote, puesto que cautivos somos todos del malvado Fristón, que sean buenas gentes condenadas sin más delito que la mala fortuna de haberse cruzado en el camino de tan vil encantador. Liberémoslos, Sancho, y rompiendo su maleficio podremos tal vez liberarnos nosotros, haciendo de paso el bien suficiente para que hoy sea un día digno de un buen caballero andante y su fiel escudero, que eres tú Sancho, aunque a veces no parezcas apreciar la dignidad de tu oficio”.
“Mire vuesa merced que por la velocidad endiablada a la que van, varios corceles deben llevar dentro tan extrañas criaturas, y no será menester ponerse en su camino, no vaya vuesa merced a sufrir accidente semejante al de los molinos . . . “
“Calla, Sancho, que este es el día en que se ha de ver el bien que me tiene guardada mi suerte y se ha de demostrar el valor de mi brazo, que nunca fue el miedo compañero de ningún caballero andante”.
Y diciendo esto arremetió Don Quijote con tal fuerza contra un Nissan Primera que circulaba por la plaza, que a duras penas pudo el conductor evitarle. Pero menos suerte tuvo un Mercedes que venía a continuación, pues enristrando Don Quijote su lanza, tomó la estrella de la marca como punto de mira y fue como alma que lleva el diablo a encajar su lanza y su cabeza en el parabrisas del automóvil cuyo aterrorizado conductor, a punto de caer inconsciente, acertó a preguntar:
“¿Esto es de alguna película que están rodando?”
“¿Película, decís, incauto, ¿qué es eso? ¿sinónimo de encantamiento o hechicería? Dejad de hablar y corred para recobrar la libertad que injustamente os fue arrebatada, que yo os defenderé de los esbirros de Fristón.”
Desmontado del pobre Rocinante, que una vez más había pagado las consecuencias del ímpetu de su amo, saltaba Don Quijote de lado a lado del automóvil empuñando la espada y pinchando y cortando con ella a los airbags que se iban desplegando uno a uno, mientras gritaba:
“¡De nada te servirán tus malas artes, Fristón, que por muchos odres o vejigas de carnero que pongas en mi camino, he de liberar a este condenado y con ello romperé el maleficio que a esta extraña tierra me tiene atado!”
En esto estaba cuando fueron llegando ambulancias y coches policiales hasta rodear la rocambolesca escena que nuestro incomprendido Caballero de la Triste Figura había creado.
Media hora después ya se encontraba el pobre Sancho declarando en una comisaría sin comprender la mitad de las preguntas que le hacían, e intentando explicar que nada malo pretendía su señor, sino liberar a los cautivos de las endiabladas criaturas.
Don Quijote, ya internado a las pocas horas en un centro psiquiátrico, no dejaba de vociferar:
“¡Vente a mi, Fristón, que un caballero solo soy, y de solo a solo quiero probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das a todos estos pobres cautivos! ¿Crees poder engañarme vistiendo de blanco inmaculado, cual si ángeles celestiales fueran, a éstos, tus malditos esbirros?”
Nekovidal 2010 – nekovidal@arteslibres.net
EN UN LUGAR DEL FUTURO:
Don Quijote en el siglo XXI (II)
Apenas unas semanas transcurrieron antes de que Don Quijote se encontrara de nuevo en la calle, pues el automovilista del Mercedes decidió que el seguro cubriera los gastos del accidente y no ese pobre hombre, sin bienes ni domicilio conocido, y que se creía Don Quijote, quien, despojado de sus armas, y atiborrado de pastillas, que mezclaban en su comida, resultó ser, a criterio de los psiquiatras que le examinaron, un pobre trastornado que ningún daño provocaría si se evitaba que volviera a vestirse con su armadura y a empuñar la espada, pues al parecer era entonces cuando la ira ante toda injusticia afloraba y amargaba su carácter.
En esas semanas hizo Don Quijote muchas amistades en el que llamaban centro de reposo, y que él veía como una extraña prisión encantada, pues por mucho que dijeran que unos eran enfermos y otros médicos que les trataban, en poco o en nada se diferenciaban algunas veces ambos colectivos.
Curiosos fueron los diálogos con los internos y el personal sanitario durante los primeros días. Así, cuando se le acercó una mujer susurrándole: “La Virgen María me ha hablado, la Virgen María me ha hablado . . .”, Don Quijote, en vez de ignorarla y seguir su camino, como hacían todos, le preguntó con sincera curiosidad:
“¿Y que os dijo, buena mujer?”, a lo que la pobre, no acostumbrada a que nadie le hiciera el menor caso, se alejó turbada, repitiendo la que habría de ser su nueva obsesión y consigna para los meses siguientes: “No recuerdo que me dijo, no recuerdo que me dijo, no me acuerdo . . .”
Otro hombre de mediana edad se paseaba con mirada altiva gritando: “Soy el rey, y mi voluntad es la ley”, a lo que le aconsejó Don Quijote en voz baja:
“Cuidado con lo que decís, caballero, que por menos he visto azotar a muchos, que no es la gente poderosa tan condescendiente como tal vez creáis, que el poder y la riqueza endurecen el corazón tanto como ablandan la sesera, y os podríais ver en cualquier momento preso de la Santa Hermandad”, a lo que el pobre hombre no supo que contestar, aunque tras unos instantes de silencio sonrió, seguramente pensando: “Este está todavía peor que yo”.
Allí conoció nuestro hidalgo también a Julián, un joven veinteañero con el que hizo tan buenas migas, que pronto fueron amigos inseparables.
El joven le tuvo sincero aprecio desde el día que entabló una conversación con Don Quijote a propósito del personal sanitario y aquel le dijo:
“Es ciertamente difícil, joven, saber quienes son aquí los galenos y quienes los enfermos, puesto que hospital dicen que es, que tanto de unos como de otros he oído historias y despropósitos que, si las contara, pocos me creerían. Si extraño es ese pobre hombre que vaga por el patio gritando que es el rey y poniendo así en manifiesto peligro su vida, no lo son menos las conversaciones de los supuestos galenos, que de todo parecen preocupados menos de la salud y auxilio de a quienes se supone que han de sanar y auxiliar. Así, unos discuten enconadamente y sin descanso sobre algo que me pareció deben ser justas o duelos, a los que ellos llaman fútbol, y donde grandes apuestas se deben cruzar, pues discuten en ocasiones con tal furia y pasión, que pareciera que en ello les fuera la vida”.
“Y cuando no hablan de ese fútbol, hablan de mozas, que parecen venados en celo, y por lo que se ve, poca cosa más llena sus cabezas”.
“No menos extrañas resultan las conversaciones de las damas galenas, oficvio que nunca había visto en mujer, que son casi todas sobre formas de tornarse más delgadas, como si la naturaleza les hubiera sorbido el seso y no comprendieran que si quieren estar más flacas, por la extraña razón que fuese, con comer menos basta, y es cosa que hasta un chiquillo sabe. Y también ellas, válgame Dios, parecen obsesionadas con el asunto de la coyunda, como una que me gritó ayer, al saludarla con todo respeto: “Nada de doncella, viejo, que ya hay igualdad, y me he tirado a unos cuantos tíos”, me pareció entender que la igualdad va creciendo más en la necedad de los unos y las otras que en las virtudes de ambos”.“Extraño mundo es éste, ciertamente”.
“Lo que pasa es que ahora tanto hombres como mujeres tenemos los mismos derechos, abuelo”, le explicó Julián.
“Sabio me parece, que pensar lo contrario, o negar el valor de cualquier mujer como criatura humana no es sino idea rancia de cura de pueblo, que casi siempre suelen ser quienes luego, aunque con disimulo, más miran a los mozas, y algunos hasta a los niños, con un ollar poco digno de quien se dice siervo de Dios”. “¿Cuál es, pues el conflicto, joven, para que esa igualdad no haga brotar lo mejor de cada hombre y lo más digno de cada mujer?”
“El problema es que muchos tíos no se adaptan, quieren conservar privilegios y algunos bestias llegan incluso a matar a sus parejas”.
“Digna del peor castigo es tal bellaquería, por mi fe”, observó Don Quijote, que si a uno de esos gandules ante mi espada tuviera, daría buena cuenta de él, que bien es cierto que hay mujeres, como hay hombres y hasta niños, que al mismo demonio parecen llevar dentro, más no es esa razón suficiente para quitar la vida, que es ése el asunto más grave de cuantos se puedan tratar”.
“Y luego, prosiguió Julián, también algunas mujeres creen que la igualdad consiste en que ahora les toca a ellas repetir las mismas injusticias y abusos que antes padecieron, y eso trae problemas y conflictos de convivencia”.
“Extraño es, dijo Don Quijote, que tengo observado que en muchas cuestiones que afectan al espíritu, a los sentimientos, e incluso al arte, suelen ser las mujeres más sabias y sensibles que los varones . . . ¿no será que a esas hembras les negó la naturaleza ese gran don natural que les es propio, y a cambio les regaló los defectos masculinos?
“Gran crueldad y castigo del destino sería, sin duda, si así fuera . . .”, concluyó.
Interminables conversaciones como ésta tenía Don Quijote con el joven cada día, para alivio del aburrimiento de ambos.
El tal Julián fue tomando confianza y le desveló un día a nuestro desconcertado hidalgo su secreto: “Soy el único que está aquí por su voluntad, abuelo Quijote, que así le llamaba, pues todos los demás son traídos a este edificio por la fuerza, pero yo decidí, hace ya casi tres años, vivir de esta manera, pues en este extraño mundo, que usted llama hechizado, las personas venden su libertad por un salario, como los más pobres campesinos de su época, y yo, viendo ésto, tomé la decisión de hacerme el loco para poder vivir sin sufrir esa condena, pero a cambio de tener que soportar a los arrogantes psiquiatras, todos los cuales, salvo el pobre Alfredo, un médico sindicalista que vive y deja vivir, parecen necesitar nuestra presencia para dar sentido a sus alienadas vidas, sentirse superiores y alimentar su engreimiento”.
No acababa de comprender muy bien Don Quijote lo que le decía su joven amigo, y así se lo hizo saber.
“La cuestión, abuelo, y espero que me dé su palabra de caballero de que este secreto quedará entre nosotros, es muy simple”.
“Mi palabra tenéis, joven amigo, y bien sabéis que con mi palabra de caballero por medio, antes arrancarán de mi la vida que una sola letra de cuanto me encomendéis”.
“Es que yo, abuelo, cada vez que me sueltan, porque dicen que ya estoy curado, rehabilitado y lo bastante idiotizado como para vivir en esta sociedad hipócrita y alienada, salgo a la calle, espero unos días, y me paseo en pelotas, o sea completamente desnudo, por alguna parte de la ciudad, casi siempre frente a un banco, con lo que vuelven a encerrarme durante otra temporada”. “Aquí tengo techo, comida y una biblioteca con la que alimentar el espíritu, y con eso me llega y sobra para vivir”.
Don Quijote le miraba asombrado, y al poco le contestó: “Recuerdo que hace ya años, en mi aldea, había un joven que tenía la misma costumbre que vos, más en su caso lo era por ser corto de entendimiento, o porque le placía tomar el sol despojado de sus vestiduras, sabe Dios, pues sólo en verano lo hacía, y su actitud dió lugar a muchos debates y habladurías.
Los aldeanos y los niños le reían la ocurrencia y, en general, a nadie molestaba, hasta que un día llegó un cura nuevo al pueblo, que le perseguía a garrotazos cuando el joven se despojaba de sus ropas, no sin recibir críticas de los aldeanos, pues si bien es cierto que el joven faltaba al decoro, no lo es menos que no es ésa razón legítima para doblar a garrotazos a un pobre muchacho, pues lo que mostraba no era, si bien lo miramos, más que la obra de Dios, y nada que haya sido creado por Él ha de ser malo, pues todo tiene su sitio en el mundo y su oficio en la naturaleza.”
“Como el joven no cambió su actitud ni con los palos,prosiguió Don Qiuijote, aquel cura, al que ya Dios habrá juzgado, mandó avisar a la Santa Inquisición y un día el muchacho salió del pueblo para no volver.” “Yo, que ya era entonces caballero andante, no volví a acudir a misa alguna de aquel párroco, desplazándome cada domingo a una villa cercana para tal cometido, y no volví a entrar en esa iglesia hasta que aquel hombre, que disfrutaba dando iracundos sermones, fue enviado por el obispo a otro destino, creo que ya camino de una mejor posición en la Iglesia, que parece que el poder y los títulos nunca van de la mano de la misericordia y el buen hacer en este mundo.”
“Sí señor, con dos cojonmes, abuelo, así se hace, y en aquella época, quien le plantara cara a los curas, se la jugaba.”
Reflexionó unos instantes don Quijote y prosiguió: “Pero triste historia es la vuestra, amigo Julián, que un hombre entregue su libertad a cambio de techo y sustento, que es la libertad el mayor bien que a los hombres han regalado los Cielos”.
“Sí, es jodido, abuelo, pero no soy menos libre que esos que ve por ahí en sus coches, ésos a los que usted intentó liberar, que sólo de pensarlo me parto de risa. . .”, dijo sonriendo.
“Justo es decir a vuestro favor, concluyó Don Quijote, que la libertad incluye el derecho a renunciar a ella, aunque es ésta una contradicción y misterio que ningún filósofo ha sabido desentrañar acertadamente”.
Así pasaban los días Don Quijote y el joven Julián, charlando y paseando por el patio del centro, un reposo que el pobre hidalgo agradecía y el joven Julián apreciaba, pues su inteligencia natural le hizo ver muy pronto que, tras ese anciano de ideas extrañas, se escondía un espíritu justo y de gran humanidad, especialmente teniendo en cuenta la época de la que, al parecer, provenía.
Pero también encontraron ambos hombres enemigos entre aquellas paredes, siendo sin duda el peor de ellos la pareja formada por una doctora de tan baja altura como amplitud de miras y su inseparable enfermera, una mujer mal encarada que repetía obsesivamente: “A éstos habría que castrarlos a todos”.
La tal doctora trató con todo tipo de cortesías a Don Quijote durante los primeros días, pues veía alimentado su ego por la forma cortés de hablar de nuestro caballero, que con expresiones como “noble señora” o “respetable dama” alimentó más en ella, si era posible, su arrogancia.
Ponto observó el anciano que la tal señora buscaba constantemente quien alabara sus supuestas virtudes, y que en el momento que dejaban de hacerlo, salía de ella tal rencor y agresividad, que quien no lo viera, dificilmente podría alcanzar a imaginar que cupieran dentro de una persona tan menuda y de formas tan exteriormente amables.
“Esa es la que está peor de todos los que paramos aquí”, le explicó Julián, “Me enrollé con ella hace un par de años y luego me hizo la vida imposible porque no quería seguir acostándome con ella, cuando me di cuenta que era una egocéntrica, que no sabe uno si sentir lástima o desprecio por ella. Al principio se pasó meses enviándome cartas y mensajes amorosos diciendo que era lo mejor que le había ocurrido en la vida, y luego, al sentirse despechada, empezó a mandar otros tantos mensajes diciendo que todo lo que antes era maravilloso, resultaba que ahora era horrible”.
“Triste es ciertamente, amigo, contestó Don Quijote, la vida de las personas, sean hombres o mujeres, que no comprenden que la libertad ha de ser siempre la primera condición del amor, y no comprendiéndolo, siembran dolor y discordia, que cada ser ha de elegir libremente su compañía, y ese derecho inalienable conlleva el deber de respetar esa decisión en otros, aún cuando resultase en extremo dolorosa, como siempre es doloroso no verse correspondido por la persona por nosotros amada”.
“Dicho saber, bien lo tengo observado, no pertenece al campo del estudio o la erudición, sino que es un regalo de la Providencia a quienes por la vida pasan comprendiendo que cuanto se consigue con engaños, manejos y mentiras, poco dura, y que muy contrariamente a cuanto suele decirse, que en el amor y en la guerra todo vale, es en el amor el campo donde hemos de jugar con lo más noble de cuanto podamos sacar de nuestro interior, pues un engaño o un insulto quitan una piedra del puente de la convivencia, y algunos más lo hacen desmoronarse”.
“Bien sabéis, amigo Julián, que me consta que conocéis casi todas mis aventuras, que mi corazón pertenece a la sin par dama Doña Dulcinea del Toboso, más si una vez tan sólo ella me pidiera, para dolor y muerte de mi corazón, que de ella me alejara, no haría más que, como mucho, rogarle me diera una razón, más si ni esa respuesta quisiera concederme, de ella me alejaría, destrozado mi corazón, pero guardando la dignidad que conlleva el respeto a la libertad del otro, por doloroso que fuese, que es esa dignidad el más valioso de los bienes humanos”.
“Claro que sé de sus andanzas y sus amores con Dulcinea, . . . “
“Doña Dulcinea, joven amigo”, corrigió Don Quijote.
“Perdón, Doña Dulcinea quería decir, que vuestros desvelos han pasado a la historia como ejemplo de amor platónico, de mitificación y hasta de fantasía, pero también de respeto”.
“¿Por qué no intentáis dialogar con esa mujer, que es la palabra el mejor sustento del espíritu y no hay mejor medicina para una mente enferma?”, preguntó Don Quijote.
“No una, sino decenas de veces intenté dialogar, pero de poco sirvió, se limita a repetir una y otra vez que nadie me ha amado tanto como ella y que el problema es mío por no saber apreciarlo, por lo que tuve que optar, aconsejado por otros pacientes e incluso médicos que la conocen mejor que yo, por el silencio”.
“Como, para colmo, va de feminista por la vida, cuando ya llevaba meses acosándome, dejándome mensajes, llamando por teléfono y hasta molestando a mis familiares, intenté hacerle comprender un día que no había ninguna diferencia entre lo que ella hacía y lo que hacen a diario esos bestias acosadores que a veces terminan matando a su pareja. Su respuesta me hizo comprender que estaba realmente mal de la cabeza: “Es que soy una mujer libre y hago lo que me da la gana. Tu problema es que no sabes apreciar mi inmensa capacidad de amar”, remató con su modestia habitual.
“Sí, eres tan libre como ese animal que esta mañana ha matado a su pareja en Valencia”, le contesté, “y tu capacidad de amar es tanta, que no eres capaz de trasladar a tu vida cotidiana, no ya algo de amor, sino de respeto hacia quien se niega a compartir tu vida o tu cama, y eso es lo más básico, es el respeto a los derechos humanos”, le contesté.
“Desde entonces me hace la vida imposible, o lo intenta, al menos, y ni se da cuenta de la agresividad pasiva con la que carga.
“A veces me da pena, pero más pena me da cuando pienso en las personas que manipula o ataca, que aquí hay una buena amiga, Clara, que está en coma desde hace meses sólo porque se enrolló conmigo y la bruja esa la metió una sobredosis de esa basura que nos inyectan para tenernos callados”. “Era la chica más guapa de aquí, y la más inteligente, sin duda, un verdadero espíritu libre, por eso la envidiaba tanto, y no le ha perdonado que no entrara en su juego de decirle lo maravillosa que se cree que es”. “La vida se lo cobrará a la muy bruja”.
Don Quijote escuchaba atentamente, y cuando su amigo, ya con lágrimas en los ojos, dejó de hablar, aprovechó para tomar la palabra.
“Digno de lástima es cuanto me contáis, joven amigo, pues por vuestra mirada deduzco que queríais bien a esa doncella, y de ello deduzco también que esa mujer amargada que a diario intenta incordiaros debe ser una enviada del mismo Fristón, unas de sus peores brujas, sin duda. Deduzco finalmente, y correjidme si yerro, que “enrollarse” y “follar” llamáis en esta tierra y época a conocerse carnalmente”.
“Sí abuelo, también lo llamamos “hacer el amor” o . . . y hablando de Roma, por ahí asoma . . .” dijo mirando a la susodicha doctora, que se dirigía con paso resuelto hacia ellos.
“Buenos días noble caballero”, dijo con una sonrisa irónica.
“Buen día nos dé Dios” contestó secamante Don Quijote.
“¿Ya no me llamáis “noble dama”, como hacíais al llegar?
“La nobleza, señora, no es patrimonio de la fuerza, ni de la riqueza, ni mucho menos de la crueldad, ni de quien no sabe respetar a su semejantes, ni la sagrada libertad de elección que a todo humano ha regalado Dios. Tampoco es monopolio de la aristocracia, pues un villano puede ser noble de espíritu si nobles son sus acciones. Más vos, señora, las bellaquerías que habéis hecho, según a mis oídos ha llegado, nunca os permitirán ser más noble ni más dama que la cortesana más hipócrita de la corte más corrupta del reino más miserable al que alumbre el sol. Si al menos fuérais una persona modesta, tal vez la vida os fuera enseñando cuanto vuestro espíritu necesita aprender para seguir caminos y enseñanzas más saludables para vos y quienes con vos conviven”.
”En el pasado, a mí me embaucásteis con vuestras formas suaves y hablar sereno, más cuando no conseguís de mi, o de mi amigo aquí presente, cuanto vuestro capricho o engreimiento os dicta, comienza a salir de vuestro interior la ira malsana que desde hace mucho sin duda allí anida, posiblemente por no haber encontrado cariño y respeto sincero, que al fin, nadie os pudo dar, pues a quien os lo ofreció muy posiblemente quisisteis transformar en un bufón que cantara vuestra música enajenada, o en una víctima en quien desahogar vuestras frustraciones”.
Ya algo encolerizado, continuó don Quijote: “Bien recuerdo haber conocido en mi visita a la corte damas como vos, que han hecho de la mentira y la hipocresía su triste forma de vida, y sin sospecharlo siquiera, porque cuando un acto se transforma en costumbre, para bien o para mal, se torna ley, y muy difícil es librarse luego de tal yugo”.
Recuerdo bien aquellas damas, que a lo largo de su vida se acostumbraron a insultar o degradar al caballero que tenían a su lado, agriándoseles así poco a poco el carácter, de tal forma que, cuando encuentran en alguna persona un sano e igualitario respeto, como siempre debe ser entre hombres y mujeres, no saben reconocerlo, y se obsesionan en poseer o intentar destruir, si no pueden poseer, una amistad de la que, en el fondo, saben que nunca estarán a la altura, pues la amistad no se compra, vende o arrienda, y es regalo del Cielo para las almas que, siendo modestas, saben mirar y aprender de la naturaleza humana, que es una de las cosas más complejas y dignas de estudio que Dios ha puesto en este mundo”.
“Si estuviera aquí mi fiel escudero Sancho, al que seguramente vos o alguien como vos esté robando la libertad o amargando la vida, encontraría un refrán oportuno con que ilustrar vuestro lamentable estado, diría algo así como: “Apártate como de la peste de mujer que no ha parido y de la que de varón la felicidad no ha conocido” o cosa similar, que es Sancho sabio para esas cosas del vulgo.
La doctora, al comprender que Julián había informado a Don Quijote de lo sucedido con Clara, le dirigió tal mirada de odio al joven, que no hizo más que confirmar cuanto el caballero sospechara y dijera: tanto rencor no podía anidar en una persona ni buena, ni noble, ni sana.
Un par de sesiones de electroshock fue el precio que tuvo que pagar Julián por su atrevimiento, de tal forma que cuando le vió al día siguiente, todavía tambaleándose, y con la mirada perdida, Don Quijote, a punto estuvo de perder la compostura y montar en cólera.
“¡Voto a tal!”, exclamó, “¡Que ser tan infame es capaz de torturar así a un hombre sólo porque sus ideas y gustos no coinciden con los suyos, y por no querer compartir su lecho, que al mismo Torquemada recuerda esta mujer!”
“No se preocupe, abuelo, que aunque mañana mismo me matara, un día de mi vida, o de la de Clara, o de la de usted, valen más que toda la triste existencia de esa mujer, y la vida es más justa de lo que parece, que son su arrogancia y egocentrismo los que le impiden salir del oscuro agujero en que se metió su mente, cualquiera sabe cuando. Como dice el refrán, en el pecado está la penitencia”.
“Veo que también sois dado a los refranes, joven amigo, que mucho a Sancho me recordáis, y gran verdad es que en las mismas ganas de hacer daño está el castigo, aunque difícil asunto es para ser tratado a la ligera, pues si bien es cierto que nos enseñan a poner cristianamente la otra mejilla, también es cierto que la naturaleza nos ha dado sólo dos, y no es menos cierto que toda persona tiene derecho a lavar una afrenda, y a recibir disculpas y reparación por el daño sufrido, pero no olvidemos que, consideran quienes con esclavos trafican, que no hay peor delito u ofensa que el intento de éstos por huir y recobrar su libertad . . .”
Así transcurrieron las semanas que Don Quijote pasó recluído, según él en una prisión llena de trampas, engaños y encantamientos.
Allí pudo enterarse nuestro caballero de muchas cosas del mundo y época al que había ido a parar, y aunque no fue tarea fácil, consiguió convencerle Julián, aficionado a la lecturas de ciencia ficción, de que, aunque engaños y trampas no faltaban en este mundo, él venía de otra época, y de que era posible viajar en el tiempo como se viaja a través de un camino.
“Extraña cosa es cuanto me decís, apreciado amigo, que si otro me lo dijera, pensaría que deliraba, más no es menos cierto que mil datos y conocimientos tenéis de la época de la que vengo, que sólo siendo como vos decís, que fue una época pasada, y por los habitantes del presente conocida, explica cuanto está sucediendo”. “Más seguro que ese viaje del que me habláis, es obra de Fristón y no de otro, pues tal crueldad sólo a tan malvado mago se le puede ocurrir”.
“Sí, abuelo, eso seguro . . .” respondió Julián sonriendo.
Mientras tanto, tras el incidente de Don Quijote con los automóviles, Sancho había pasado varias horas respondiendo preguntas en una comisaría cercana al centro psiquiátrico, pero de nada le pudo acusar la policía, ya que ningún delito había cometido, salvo no comprender cuanto estaba sucediendo.
Al pobre Sancho, llegar a identificar a los policías como guardianes del orden, u hombres de la Santa Hermandad, como finalmente les llamó, le costó un buen rato, y aguantarse la risa al observar el tamaño de sus armas de fuego, fué lo que más le costó, pues habiendo recibido de ellos una manta, un café y algo de comida, le pareció poco respetuoso hacerlo.
“¿A quién pretenderán detener o cargar con cadenas con esos arcabuces tan minúsculos, que su disparo ni a un gorrión podrá abatir?, reflexionaba Sancho para sus adentros. “Y tantos papeles llevan y traen, que más parecen escribamos que hombres de armas”. “Mas son gente cortés, y mientras no reciba orden en contrario de mi señor, será mejor seguirles la corriente”, pensaba Sancho, mientras sonreía mirando a los diferentes policias que iban y venían por la comisaría.
Una razón para hacer que la estancia de Don Quijote en el centro psiquiátrico no se prolongase demasiado en el tiempo, y tal vez la razón de más peso, fue que el pobre Sancho llevaba durmiendo en los jardines situados frente al hospital desde el día siguiente al internamiento de su señor, pues allí, una vez libre, instaló un pequeño campamento, dejando pastar a Rocinante y a su burro en las cercanías, abonando éstos abundantemente, a cambio del alimento recibido, el césped del centro hospitalario.
Pero no fue muy apacible la estancia del pobre Sancho, pues a los pocos días de encontrarse allí, se le acercó un grupo de jóvenes con malas pintas y las cabezas tan escasas de pelo como de ideas, que se dirigieron a él en estos términos: “Oye tú, gordo seboso, vuélvete a tu tierra con tus burros, que aquí no queremos cerdos”. ¿Qué eres rumano o sudaca?
“En mi tierra estoy, respondió Sancho, que éste es el Reino de Castilla, según bien me han informado. Romano no soy, ni nunca he estado en esa ciudad, a la que llaman santa, y sudar, sudo, como todos, cuando trabajo, afición ésta que no parece que tengan mucho vuesas mercedes, que parecen gastar su ocio en otros menesteres de menos provecho”. “Y burro es uno, que el otro es rocín, y sólo un burro no sabría ver la diferencia”, concluyó el escudero, algo molesto con las malas formas de los jóvenes rapados.
“Mira que gracioso el gordo”, dijo el más alto, que por la forma de hablar seguro que es sudaca, pero habrá que enseñarle educación, que de allí llegan todavía medio salvajes”, y diciendo esto dió un empujón a Sancho que le hizo rodar hasta los mismos cascos de Rocinante.
El animal llevaba ya días en los que su carácter iba empeorando, mostrándose arisco, pues notaba la ausencia de su amo, que desde potrillo se acercaba a diario a hacerle una visita y acariciarle el lomo.
Rocinante, de natural dócil y apacible, era de esos caballos que, si por la razón que fuere, se le notara nervioso, mejor apartarse de él, y viendo a Sancho rodar por los suelos, dejando de pastar, se avalanzó con furia sobre el grupo de cabezas rapadas, dando a unos mordiscos y a otros coces, que un experto karateca parecía el flaco animal.
Ninguno de los jóvenes neonazis salió indemne, que el que menos recibió, se llevó un buen bocado en las posaderas, que con certeza le impidieron sentarse en, al menos, un par de semanas.
Mientras, Sancho seguía en el suelo, pero ahora retorciéndose de risa, al tiempo que les gritaba a los jóvenes: “¡Tornad, mozos, tornad y preguntadle a Rocinante si le place llevaros a Roma, o si suda o no suda o si es o no es de Castilla, de La Mancha o de Navarra! Y aún siguió riendo un buen rato, pues con la risa se le soltó el vientre, y pasó a reírse de una ventosidad que se le escapó, mientras les gritaba: ¡Eh, mozos, preguntadle a este pedo si es de aquí o extranjero, ahí os lo mando! Y siguió riendo hasta que el dolor de barriga le hizo parar.
Los cabezas rapadas corrían mientras gritaban: “¡Ya nos veremos, sudaca cabrón!”
Rocinante, mientras tanto, seguramente envalentonado por las risas de Sancho, relinchaba altivo como si fuera el mismo Babieca, tras salir vencedor de una dura batalla.
Aún varios días tuvo que esperar Sancho hasta ver salir por la puerta del psiquiátrico a su caballero y amigo.
Cabizbajo y demacrado apareció Don Quijote, todavía bajo los efectos de la medicación, que le había mantenido tan tranquilo como ausente durante los últimos días, pues había decidido negarle el saludo a la desquiciada doctora tras las sesiones de electroshock a su amigo, y aún estaba pagando las consecuencias de su osadía.
Con lágrimas en los ojos recibió Sancho a su señor, besándole las viejas botas y diciendo: “Por el amor de Dios, mi señor, sacadme de este mundo endemoniado y volvedme a la paz de mi aldea, que ya no me cabe duda que el Fresón ése ha decidido hacernos víctimas de una cruel venganza, y hace semanas que me siento como un puerco la víspera de San Martín”.
“No desesperes, Sancho amigo”, le respondió, con voz aún gangosa por las pastillas ingeridas, el pobre Don Quijote, “que mucho he meditado en mi cautiverio sobre lo que nos ha sucedido, y he llegado a la certera conclusión de que cuanto en la vida nos acontece, no son desgracias, sino lecciones que hemos de aprender, y que en todo dolor se puede encontrar un consuelo, tanto como hay un dolor agazapado tras cada placer, y sólo en la paz de la lectura y el recogimiento encuentra el hombre la medida de su ser . . .” “Me consta, además, Sancho, para nuestro consuelo, que también habitan buenas y sabias gentes esta tierra y este tiempo”.
“De que extraño modo habláis, mi señor, que no parecéis vos, y si no fuera porque conozco vuestro arrojo y valentía, juraría que os habéis dejado robar el alma dentro de las paredes de esa prisión”.
“Bien dices, Sancho, que también yo me siento extraño, como fuera de mi, y juraría que he sido víctima de envenenamiento, que bien sabe Fristón que sólo con encantamientos y brujas no puede acabar con la grandeza de mi empresa ni la nobleza de mi propósito”.
Atropelladamente le contó Sancho a Don Quijote lo sucedido en su ausencia, cómo se alimentaba de la comida que encontraba en los contenedores de basura, suficiente, según él, para alimentar diez aldeas y hasta las bestias que en ella habitan, y le puso al tanto también de los sucedido con los cabezas rapadas, a lo que el hidalgo, tras reflexionar un momento, dijo:
“Sé por mi buen amigo Julián, un caballero de quien ya te hablaré, que en este reino cada cual puede decir cuanto piensa, libremente y sin temor de acabar en galeras encadenado de por vida, y que hasta del rey y del papa se puede hablar sin reparos ni miedo, y he de decirte, Sancho amigo, que es de las pocas costumbres dignas de alabanza que he encontrado hasta ahora en esta extraña tierra. Y haciendo uso de ese derecho legítimo de este reino que hoy habitamos, te diré lo que nunca me hubiera atrevido a decir en la Castilla que nos tocó vivir, que si muchos yerros cometieron nuestros reyes, pues errar es humano, por mucho que les guíe la mano de Dios, ninguno fue tan grande y dañino como echar de sus reinos a quienes no son nacidos en él, o a quienes, siendo tan nativos como tú o como yo, guardan una fe diferente a la nuestra”.
Recuerda Sancho como, tras expulsar a los judíos, vinieron años de carencias, pues esas gentes eran sabias en el comercio y el manejo de los dineros, que tanto puede ser un bien como un mal, según se haga, y al poco estaban nuestros reyes pidiendo crédito a banqueros de otras tierras, con lo que a otras tierras también iban a parar los beneficios”.
“Luego fueron los moriscos los expulsados, y tú mismo recordarás Sancho, cuantos campos yermos encontramos en nuestros andares, que tan sólo un año antes tenían trigo y frutales, y no quedaba de ello más que el recuerdo”. “Y no eran moros invasores, Sancho, como nos decían, sino tan españoles y tan humanos como tú y como yo, que a su dios lo llamaban de otra forma, y de otra forma le adoraban, pero en nada se diferenciaban de nosotros”.
“Y por mi fe aseguro, que tantos hombres buenos y malos he encontrado entre cristianos, judíos o moriscos, sin más distinción entre ellos que la diferencia de sus gustos y su mejor o peor carácter”.
“Por eso me entristece, Sancho, saber que aún hay en este reino, que me han informado que es el muestro, aunque en otra época, rufianes y malas gentes que siguen pensando como antaño, y creen que echando lejos a forasteros o a quienes como ellos no piensan, o a quienes no tienen su misma fe, pueden mejorar la condición de un reino y sus gentes, cuando no hacen sino debilitarlo y deshabitarlo”.
“Ese mal y locura es parte de la misma naturaleza humana, Sancho, el no saber respetar y convivir con quien no piensa como nosotros, y aunque todos llevamos dentro esa parte del infierno, sólo en los débiles de espíritu crece, pero siendo muy pocos, hacen tanto ruido y tanto mal, que a menudo acaban provocando guerras y todo tipo de desgracias”.
“Muy sabio es cuanto decís, mi señor, y sabéis que también pienso como vos, y desde el otro día, aún más, que si no fuera por Rocinante aún estaría doliéndome de los palos que me habría llevado, pero creo que el tiempo en prisión algo os ha trastornado, si me permitís que os lo diga, o al menos cansado, que lo de que estamos en Castilla pero en otra época, me lo tendréis que explicar de forma que no acabe creyendo que, como dice vuestra ama y el cura, tal vez en algún golpe se os haya desencajado un poco el juicio, quiera Dios que no mucho”.
“Descansemos hoy Sancho, que tiempo tendremos de hablar, y mañana habremos recuperado las fuerzas que el cuerpo requiere para poner en práctica los fines del espíritu. Mas alejémonos de esta oscura prisión para pasar la noche, aunque no mucho, que al amanecer hemos de volver a recuperar mi espada, que un caballero sin armas es como un hogar sin lumbre, y muy poco servicio puede hacer al mundo”.
Y así se alejaron nuestros amigos, recogiendo el campamento y cargando los variopintos enseres del mismo sobre sus cabalgaduras, en tal mezcla de objetos, épocas y colores, que igual asomaba por un bolsillo del pantalón de Sancho una servilleta con el logo de una cadena de hamburgueserías, como colgaba de Rocinante un teclado informático, que Sancho creía un libro, pues letras sabía reconocer en él, aunque no leerlas.
Don Quijote, por su parte, empuñaba cauteloso un palo de escoba, que por igual le servía de bastón como de espada, y así recordaba su mano la sensación de seguridad que le permitía seguir adelante por un mundo tan sumamente desconcertante, que no sabía muy bien si en todo se diferenciaba del suyo o en todo se parecía.
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